Aquellos sueños olvidados. Amy Frazier
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Pataleó y él sonrió. Por un momento, Neesa tuvo la impresión de que estaba jugando con ella.
El corazón le latió más rápidamente y los pulmones empezaron a dolerle. Estaba baja de forma y hacía mucho tiempo de cuando estuvo en el equipo del instituto. Y durante el último año, después del divorcio, había dedicado muy poco tiempo a la diversión y al deporte. Ya le faltaba aire y tenía que salir a la superficie.
Emergió y tardó un segundo en tomar aire. Error. Hank salió a su lado y le rodeó la cintura con los brazos, apretándola contra su cuerpo.
A ella solo le quedaba admitir la derrota.
–Eres mía –le dijo Hank al oído.
Pero ella aún tenía la sorpresa de su lado.
Echó rápidamente el aire de los pulmones y se hizo pesada y delgada mentalmente, levantó las manos sobre la cabeza y se deslizó como una resbaladiza anguila hacia abajo, librándose de su agarre. Pero ese roce con su cuerpo casi la hizo arrepentirse de haberse soltado.
Casi.
Pero el pensamiento de él hacía solo unos segundos dando por hecho que había ganado el premio la había hecho reaccionar. Después de Paul, su ex marido, no iba a volver a ser el trofeo de ningún otro hombre. Ni siquiera en un juego de niños.
Luego nadó con todas sus fuerzas y tocó su zona de seguridad en la pared de la piscina. Se agarró a la escalera y, por fin, emergió jadeante y sonriendo con el puño levantado.
–¡Aupa las ballenas! –gritó antes de que sus palabras se transformaran en toses.
Hank la observó desde el centro de la piscina. Para ser tan poca cosa, era toda una luchadora. Le gustaba esa mujer. Tenía arrestos.
Los niños gritaron.
–¡Vamos a jugar otra vez! –exclamó Chris–. Ahora Neesa será el tiburón. Es muy buena.
Neesa salió de la piscina y se dirigió a su toalla.
–No ahora. Esta ballena necesita un descanso.
–¿Más tarde?
–Puede.
–¿Hank?
Él ya había jugado bastante también.
–¿Cómo creéis que se siente este tiburón derrotado? Jugad vosotros. Ahora yo necesito beber algo.
Lo que necesitaba era saber más de Neesa Little. Una mujer con ordenador portátil que había ido a la piscina lista para trabajar pero que había jugado y duro en vez de eso. Una mujer con cara de ángel que debía de ser una especie de ángel de la guarda para esos niños y que, desde el momento en que lo había mirado en la parada del autobús, había ejercido una extraña atracción sobre él.
Cuando llegó a donde estaba su toalla, ella le sonrió desde la tumbona.
–Bueno, tiburón –le dijo ella alegremente–. ¿Y cómo te ganas tú la vida? ¿Eres profesor? ¿Animador de excursiones? Si es así, se te da bastante bien.
Él se frotó el pecho vigorosamente con la toalla.
–Ranchero.
–¿En Georgia?
A pesar de la pregunta, a ella no pareció sorprenderle.
–Crío y domo caballos.
–¿Está cerca tu rancho?
–No muy lejos.
Hank no le quería dar demasiada información. Ni siquiera a un ángel de ojos azules. Su rancho era su negocio y su vida, no algo de lo que ir alardeando. Y él se sentía muy protector con su refugio. Con su vida solitaria. Invitaba a muy poca gente a que lo conociera. Ni siquiera en una conversación.
Una expresión curiosa le pasó a ella por la cara.
–¿Y qué ha traído a un ranchero a este barrio?
Él se sentó entonces.
–Evan Russell es mi primo y yo estoy cuidando a sus hijos para que Cilla y él puedan… pasar fuera el fin de semana.
No iba a hablar de los problemas maritales de sus primos.
–Bueno, los niños se te dan muy bien.
Sí. Y le encantaban. Deseaba poder tener una auténtica tribu propia en el rancho. El problema estaba en que para eso tenía que haber un feliz matrimonio y no había visto muchos. Su padre había muerto con el corazón roto. Su propia novia lo había dejado a él prácticamente al pie del altar y la relación de Evan y Cilla estaba pasando por problemas serios. Conocía las estadísticas de divorcios.
Dolor. Así era cómo terminaba la llama de la pasión.
Así que iba a tener que olvidarse de eso de los niños. Pensaba disfrutar de los de sus primos y de sus sobrinos, pero por mucho que le gustaran iba a tener que olvidarse de los placeres de ser padre para evitar el dolor de un compromiso. Sabía lo difícil que era encontrar a la mujer adecuada.
Al ver su expresión seria, ella le dijo:
–Lo siento si he tocado un punto sensible.
Él la miró y vio que ella lo había estado observando. Perfecto. Ya había sabido que ese fin de semana le iba a dar problemas.
–No es nada –respondió.
–Tal vez sea mejor que me marche.
–¡No!
Esa palabra le salió demasiado vehementemente, así que continuó:
–Quiero decir que… Bueno, es que estaba pensando en un negocio muy serio. No dejes que eso te fastidie el rato de tomar el sol.
Pero a él sí que se le había fastidiado el suyo.
Tomó dos latas de refresco de la nevera portátil y le pasó una a ella. No sonreía, pero su expresión no era tan seria como antes.
–Por lo menos deja que el tiburón invite a tomar algo a la ballena vencedora.
Ese hombre era ciertamente muy complejo, pensó ella.
Neesa aceptó la lata y luego trató de encontrar otro tema de conversación.
–Yo creo que a todas las niñas les encantan los caballos en algún momento de su infancia –dijo–. Yo no era distinta en eso. ¿Cómo es trabajar con ellos? Sobre todo con los grandes.
Él pareció relajarse entonces.
–Sí, los percherones –dijo orgullosamente–. Tenemos algunos magníficos.
–¿Para qué los entrenas?
–Para