Antiespecista. Ariane Nicolas

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Antiespecista - Ariane Nicolas

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XIX, la revolución industrial transforma progresivamente este paisaje. El éxodo rural se intensifica, descosiendo los vínculos tejidos desde hace casi diez mil años entre los seres humanos y su ganado. La agricultura intensiva se extiende a medida que los campos se vacían. Los ciudadanos pasan a comprar sus alimentos en hipermercados en los que los lineales están atestados de carne animal cortada y envasada.

      Desde hace medio siglo son raros los habitantes que, desafiando a Plutarco, consumen los animales que ellos mismos han criado, alimentado y matado con sus propias manos. El ser humano y el animal para la ganadería ya no viven juntos. En su día compañeros de cuarto en una misma granja, el primero durmiendo en lo alto del establo, el otro cerca de su pesebre, hombre y animal se han convertido en extraños. Ahora, cuando se cruzan, lo más habitual es que el animal ya esté muerto.

      El grito de alarma del filósofo australiano, en 1975, llega en este contexto de industrialización enajenada de la ganadería. Si Peter Singer desea «liberar a los animales» es porque la mayoría de ellos son criados en estructuras que se asemejan más a campos de la muerte que a sitios donde se pueda llevar una vida decente. Una decena de páginas de Liberación animal se consagra por tanto a la descripción objetiva de las condiciones de vida de los animales de granja. En su época, la opacidad de estas granjas de nuevo cuño era casi total. Las informaciones que presentó conmocionaron al gran público. La crueldad parecía revestir una forma tan aberrante como inédita; los animales se habían transformado en objetos. Tal vez nos neguemos a verlo, pero hoy en día producimos filetes como se fabrican coches o tubos de dentífrico: en cadena.

      Peter Singer se habría podido contentar con reclamar mejores condiciones de vida para los animales de granja. Pero su mensaje supuso un gran salto adelante frente al utilitarismo de Bentham. El pensador dinamita el dique que aún separaba al ser humano del animal, ligando en esta ocasión el dolor con el derecho a vivir. La noción de especie sencillamente desaparece. A su parecer, la única referencia todavía aceptable es la de la persona, una noción que liga a todos los animales dotados de sensibilidad:

      A un lector no familiarizado con el estilo de Singer le puede costar creer que se puede escribir una frase tan violenta sin que a uno le tiemble el pulso. No obstante, esta ausencia de miramientos con las personas en situación de discapacidad es uno de los signos distintivos de su filosofía, por el que jamás se excusa. Ciertamente, el pensador no apela a que se dé muerte a las personas que presentan fragilidades psicológicas o físicas (¡qué bondad la suya!); pero el propio hecho de que se sirva de ellas como contrargumento para abogar por la causa de los animales es en sí abyecto. Un ser humano que padece una discapacidad mental, por muy severa que sea, es, ni que decir tiene, más persona que un mono: además de tener un cuerpo y emociones propiamente humanas, pertenece a una familia y a una sociedad que lo reconocen como tal.

      Al igual que Bentham, Singer tampoco piensa que sea esencial justificar el punto de partida de su razonamiento, a saber, que el dolor sería por naturaleza nefasto y que habría que ligar todo derecho a la ocurrencia del dolor. En general, la literatura antiespecista se interesa poco por esta premisa, por más que de ella dependa toda su arquitectura ideológica. La noción de «interés», absolutamente determinante para Singer, tampoco se precisa. Tener intereses otorgaría automáticamente derechos inalienables, nos dice: no sufrir, no pertenecer a nadie, no ser explotado, no ser matado ni comido. Tienen «intereses» todos los seres capaces de sentir placer o disgusto. Los animales sensibles lo poseen, según la filosofía, porque la búsqueda del placer y la evitación del dolor guían su existencia a diario:

      Esta tentativa de definición es una muestra de sofística. Podríamos resumir el razonamiento así: «Solo quien padece tiene un interés. No obstante, una piedra no sufre. De modo que una piedra no tiene interés». La premisa debería ser la conclusión del razonamiento. Pero se produce la inversa: nunca, en parte alguna del libro, se nos dice por qué «solo quien padece tiene un interés». La intención de Peter Singer no es otra que sacar conclusiones prácticas de un paradigma según el cual el dolor es algo malo en sí mismo. La validez de este paradigma y la equivalencia entre dolor, intereses y derechos queda pendiente de demostración.

      Utilizar un término extraído de la esfera económica como «interés» es por lo demás discutible, además de impreciso. Es un recurso estratégicamente dirigido a conseguir que los derechos de los animales parezcan más universales, a pesar de que los seres humanos y los animales tengan experiencias de vida inconmensurables. La defensa de un «interés» por parte de alguien es de hecho legítima en sí misma, no necesita justificación adicional. Ciertamente, los intereses de unos y otros difieren en cuanto a su contenido. Pero no en su principio: los seres quedarían siempre unidos por el hecho de tener intereses que defender. Este presupuesto, inspirado directamente en la concepción capitalista del ser humano, lo amplían los antiespecistas a los animales. Resuena en cada uno de nosotros. Como nosotros, los animales sensibles serían Homo economicus capaces de defender sus intereses. La palabra «interés» suscita así una identificación inmediata del lector con los animales, sin marcha atrás posible: el antropomorfismo apenas disfrazado de Singer frisa aquí con la demagogia.

      El filósofo plantea dos criterios para evaluar el sufrimiento de los animales: los gestos o gritos manifiestos en una situación dada, y el parecido entre su sistema nervioso y el nuestro. Todos los animales que responden a estos dos criterios tendrían «intereses» propios y deberían ser tratados en correspondencia. Si el propio Peter Singer reconoce que el método para distinguir entre ellos no es infalible, tampoco parece molestarle:

      Y acompañando a esta frase, dos páginas más adelante:

      Puestas ante un espejo, ¿no resulta que estas dos afirmaciones son contradictorias? De un lado, el filósofo antiespecista reconoce que el sufrimiento no es, hablando con propiedad, comparable entre seres humanos y animales, puesto que sin duda lo viven de un modo muy diferente las distintas especies, desde un punto de vista cualitativo. De otro, declara que el dolor entre especies diferentes es necesariamente comparable, puesto que sin tal comparación sería imposible establecer equivalencias entre el dolor animal y el humano. ¿Cómo va a ser posible cuantificar el dolor sentido por el animal y por el ser humano, si ese dolor no es de la misma naturaleza, esto es, no lo viven del mismo modo uno y otro? Es como si un cocinero pretendiese remplazar tres coles por tres zanahorias en su receta sin consecuencias, al tiempo que reconoce que las coles y las zanahorias saben distinto.

      Es un hecho, ciertamente difícil de aceptar por algunos, que el misterio de la conciencia animal sigue prácticamente intacto a nuestros ojos. Los estudios científicos sobre la mente de los animales bien pueden iluminarnos sobre sus habilidades cognitivas y sobre la transmisión de información en su sistema nervioso; la incomunicabilidad de sus deseos, miedos y dudas, por más que existan, sigue siendo total. ¿Quién podría en efecto demostrar que un toro de lidia no prefiere ser tratado con los honores con que es tratado durante varios años en un magnífico prado sombreado, por más que tenga que sufrir veinte minutos sobre la arena, en vez de pasar toda su vida aburrido en una pradera sin encanto y sin compañía, antes de morir de un cáncer de su tercer estómago? Nadie puede saberlo; y, evidentemente, tampoco puede saberlo el toro. Cualquiera

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