Legalidad e Imaginación. Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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La artificialidad de los derechos no desdice de la dimensión pragmática de los mismos, y esta se ve reforzada cuando la legalidad es un valor compartido.

      Las ficciones que resultan del ejercicio literario, que la imaginación hace posible, me interesan en un doble sentido. Por una parte, como artificios en los que se objetivan ideas, como las de dignidad o libertad, que dan pie a la concepción del “sujeto titular de derechos”. En este punto, quisiera resaltar el papel defensivo de la imaginación: la fuga hacia lo imaginario como un recurso para enfrentar las insuficiencias de la vida. Y, por la otra, como elaboraciones humanas que tienen sentido en virtud de las suposiciones de los lectores, que, cuando se acercan a ellas, actúan como si lo allí narrado tuviera lugar, aunque no en términos materiales. De esto me ocupo en la primera parte del trabajo.

      Me propongo, pues, explorar el sentido de enunciados como “tengo derecho a la salud” o “tengo derecho a la educación”. Mis conciudadanos, en especial una vecina, dicen algo así todos los días, y con qué seguridad. Diría, en este punto, que es la tradición juspositivista la que más ha hecho para que tales enunciados puedan ser considerados enunciados con sentido. El juspositivismo ofrece los fundamentos para una práctica jurídica que quiera tomarse los derechos en serio. En esto, claramente, le lleva la delantera a la reconstrucción antihartiana del sistema jurídico emprendida por Dworkin, quien hábilmente usó la fórmula retórica para titular una de sus famosas obras. Con todo, el aparataje conceptual básico para concretar tal objetivo en la práctica se debe a la tradición juspositivista, aquella que debemos a figuras como Kelsen, Hart o Ferrajoli.

      En las dos últimas partes hago lo siguiente: en la cuarta parte planteo un contrapunto entre la utopía y el pillaje, con el propósito de mostrar los extremos entre los que oscila la reivindicación de los derechos. En este fragmento del texto hago consideraciones políticas que sirven de base a la apuesta ética arriba mentada. Para el efecto, acudo a dos figuras notables de la literatura: al banquero anarquista de Fernando Pessoa y a Michael Kohlhaas. Del primero desconocemos el nombre, pero sabemos que es banquero y que es anarquista. El segundo es un personaje del romántico alemán Heinrich von Kleist, cuya historia es comentada por Rudolph von Ihering en La lucha por el derecho. Cierro el texto, en la quinta parte, con la que, desde mi punto de vista, es la mejor presentación del positivismo jurídico: la que debemos a Luigi Ferrajoli. Partiendo de la base de los cuatro postulados juspositivistas: la legalidad de los actos, la positividad de las situaciones, la materialidad de los sujetos y la positividad de las normas, sugiero que es esta teoría la que mejor respalda las tesis garantistas, es decir, aquellas que pugnan por no dejar que la inefectividad de las garantías de los derechos, un rasgo muy notable de nuestra época, acabe por convertirlos en desvaídas entelequias.

      Una advertencia final: no está el lector ante un escrito caracterizado por el rigor de los tratados. Hay aquí una apuesta teórica seria, pero también digresiones: la lógica, en algunos pasajes, cede ante la lúdica, y en ello hay deliberación por parte de quien escribe. La no sistematicidad del texto, a mi juicio, no excluye el rigor: la literatura, aparte de la teoría del derecho y de las consideraciones políticas, forma parte de la estrategia para resolver las preguntas planteadas. Por la forma como concibo el derecho, en cuyos orígenes hay algo de magia, no puedo hacer transacciones en este punto con los lectores. La mezcla de conceptos y de pasajes lúdicos puede dar la sensación de burla y de inconexión, pero en todo caso puede ser vista como una imitación del irracionalismo de diseño que parece gobernar nuestras prácticas jurídicas.

      Al cabo de una noche de profuso trabajo, Berenice Suárez despertó con el propósito de regresar a su condición de señorita, idea que no abandonaba desde que, en un descuido, el Dr. Fombona la desfloró. Estuvo un rato acurrucada en la cama y, al verse envuelta en semejante marimorena consigo misma, empezó a considerar la posibilidad de sentarse, cerca al despeñadero, a esperar el final, imitando a fray Bartolomé Arrázola, quien, en circunstancias no estrictamente similares, hizo lo propio en la poderosa selva de Guatemala. Aunque, por una parte, el Dr. Fombona no le disgustaba, y, por la otra, no la había pasado mal con él, era preferible, según ella, su estado anterior, esto es, el de criatura en flor. Siguiendo el vuelo de una mosca, sin embargo, comprendió que si persistía en aquello el desenlace sería tan lúgubre como previsible. En consecuencia, luego de caminar todo el día de un lado para el otro, semiconfusa, en la bullosa y céntrica zona de la ciudad, justo cuando descargaba su abrumada mollera sobre el cojincillo, resolvió dejarlo todo como estaba, olvidándose de su singular y desusado empeño.

       LA FUERZA DESCRIPTIVA DE LA LITERATURA

       Con una novela usted puede entretener los ocios de un policía e incluso imaginarse que usted es un ladrón; con un poema sobre una rosa se puede conmover a un talabosques y apartarlo de su vicio. Con la sátira sucede que todo el mundo se horroriza, ve lo malo, y está dispuesto a cambiar, es cierto, pero a su vecino. La sátira tercera de Juvenal fue escrita contra las molestias, la corrupción y los inconvenientes de vivir en la ciudad de Roma; dos mil años después Juvenal es leído en las escuelas de esa ciudad, pero Roma sigue siendo la misma o es ahora más inhabitable; en el siglo dieciocho el doctor Samuel Johnson adaptó esta sátira a la ciudad de Londres, con el mismo resultado; y si quiere un caso de actualidad, el mayor escritor satírico de la lengua inglesa, el irlandés Swift, también en el siglo dieciocho, señaló las atrocidades que las autoridades británicas cometían en su país e incluso llegó a proponer comerse fritos a los niños para aliviar la miseria de Irlanda; tenga la seguridad de que el actual primer ministro, señor Heath, se sabe su Swift de memoria.

      (MONTERROSO, 1992, pp. 49-50)

      * * *

      En esta parte del trabajo quiero enfrentar una pregunta que ha ocupado, sobre todo, a gentes que se dedican a la literatura, bien porque la estudian, bien porque la hacen: ¿por qué los hombres inventan ficciones? Esta pregunta, cuya respuesta puede ser sentimental, pero también juiciosa y razonada, me parece que obliga a considerar otra: ¿qué papel desempeña la imaginación en la vida humana? Para responderlas con algo de juicio, quisiera discutir una tesis no exenta de controversia, pero que, desde mi punto de vista, puede defenderse sin sentir pena: la literatura de imaginación, es lo que quiero aventurar, tiene una fuerza descriptiva. Las descripciones que genera la literatura, en tal sentido, no son descripciones en sentido lato. Se trata, más bien, de artificios que tocan la intimidad humana y que, por eso mismo, nos describen.

      Antes de desarrollar el planteamiento, con algo de detalle, valdría la pena hacer una aclaración. Si bien la palabra “literatura” puede ser empleada en varios sentidos, y hacerlo sin la debida cautela conduciría al extravío, aquí voy a usarla para referirme a las obras de ficción. John Searle, al respecto, hace una precisión que estimo pertinente:

      Algunas obras de ficción son obras literarias, otras no lo son. En la actualidad la mayor parte de las obras literarias son de carácter ficticio, pero de ninguna manera todas las obras literarias son de ficción, la mayoría de las caricaturas y las bromas son ejemplos de ficción, pero no son literatura; “A Sangre Fría” y “Ejércitos de la noche” son calificados como literatura, pero no como obras de ficción. Debido a que la mayoría de las obras literarias son de ficción, es posible confundir la definición de ficción

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