Legalidad e Imaginación. Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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no había visto jamás entran en su cuarto y, a la postre, se zampan su desayuno.

      Sin embargo, esas circunstancias agobiantes, y que tiñen la obra de Kafka de una oscuridad que parece insuperable, no están exentas de humor, esa pizca de sal que siempre hace falta. Así como en el caso de Kafka literatura y vida parecen indiscernibles, diría que otro tanto pasa con el humor y la gravedad en su obra. Pareciera como si muchos lloraran por un claro motivo de risa.

      Desazón, frustración, desesperanza: tal es el léxico conveniente para describir a Kafka. En él no hay fuerza, sólo debilidad. Josef K. es una nulidad, y el tribunal lo único que hace es confirmarlo. Josef K., envuelto en el absurdo, en lo que no comunica, no puede escapar de su condena, que no es otra que la inutilidad de todos sus esfuerzos, es decir, la imposibilidad de alcanzar sus objetivos. A propósito de esto, Juan Diego Parra Valencia señala que la escritura, en el caso de Kafka, no tiene tintes de redención. Bien al contrario: se trata de una fuga hacia lo inestable, sin posibilidad de alivio. Él lo pone en los siguientes términos:

      [Kafka] se sentía impotente para la vida concreta, no podía comunicarse. Así, encontró como posibilidad de fuga la escritura. Mas esta no representaba una consolación o una terapia para el horror cotidiano, sino una ruta feroz hacia otros territorios, en donde la vida podía presentarse con toda su monstruosidad (recordemos la cercanía entre las palabras monstruo y mostrar) y donde la aparente estabilidad racional se desencajaba por completo. De alguna manera, el término “kafkiano” alude, sobre todo, a esa experiencia de lo monstruoso, o sea, de lo que se muestra sin control ni estabilidad, sin soporte y, por tal, in-soportable. Mundo de lo ilógico, de lo irracional, mundo sin referencia alguna, es el mundo de Kafka que escribe y que, si seguimos con detalle este punto, es el único mundo, pues para Kafka no había nada por fuera de la escritura (2007, p. 32).

      Tal apreciación no carece de fundamento, mas no quisiera pensar que Kafka, simplemente, nos recordó una insuperable condena a la nulidad. Aunque así fuera, no dejó de invitarnos a mirar todo eso con una sonrisa. No podemos olvidar que Josef K., ante una afrenta insoportable, dijo a sus vejadores: “Si me asaltan en la cama, no pueden esperar encontrarme en traje de gala” (2005, p. 22).

      El caso de Joseph Roth, el escritor que siempre buscó protección pero sólo encontró desamparo, también confirma que la literatura está hecha de lo adverso y de lo triste. La alegría y la felicidad, por lo que parece, tienen poco prestigio literario. En septiembre de 1930, Roth le escribía a Stefan Zweig: “No puedo mortificarme en lo literario sin entregarme al vicio en lo corporal” (2014, p. 41). Atormentado de manera permanente por la falta de dinero, el emperador de la desdicha nunca tuvo una casa: desde los diez y ocho años malvivió en hoteles. Tuvo el don del infortunio, el don del sufrimiento.

      Pero ese montón de escombros creó a Mendel Singer y a Andreas Pum, a Franz Tunda y a Andreas Kartak, entidades ficticias que, sin embargo, ruedan todos los días por las calles efectivas de nuestra vida. Un alcohólico creando seres marginales, desprovistos de cualquier consuelo. Roth necesitaba el placer corporal para poder atormentarse fabulando. El alcohol, en su caso, no era la causa, sino la consecuencia. Era noble y generoso: “Cuando alguien se encuentra en estado de extrema necesidad (le escribía en julio de 1934 a Zweig), soy presa del mayor de los pánicos, que Dios me perdone decirlo y hasta escribirlo: el 50% de mis deudas las he contraído por otros, del mismo modo que la mitad de mi vida pertenece a los demás” (2014, p. 171). La expresión que más aparece en su correspondencia con Zweig, a partir de 1933, es esta: “me hundo”. Así transcurrían sus días en octubre de 1935, cuatro años antes de su muerte:

      Trabajo todas las tardes de 2 a 8. Después voy a otro café. A las 12 vuelvo a casa. Me acuesto. Tengo sueños terribles. Me despierto entre las 6 y las 7. Vomito bilis. Me acuesto. No duermo. Me tiembla el corazón. Me levanto. Me siento, como un tullido, en un sillón, dos horas, embobado y distraído. Poco a poco empiezo a pensar. Me visto. Voy abajo y evito al propietario del hotel. Se ha ido, respiro aliviado. Voy al bistró. Bebo para volver en mí. Comienzo poco a poco a escribir. Así es mi vida (2014, p. 231).

      Sólo se sentía seguro después de haber bebido. El alcohol lo conservaba, porque impedía la muerte inmediata. Concebía la escritura como un quehacer terrenal, que, por eso mismo, no podía distinguirse de hacer zapatos. Creía que el aguardiente lo volvía sabio y productivo. Tenía un olfato infalible para la desgracia. Escribía para perderse en destinos inventados: el de los Trotta, el de Gabriel Dan, el de Adam Fallmerayer, el de Menuchim, el de Nikolaus Tarabas, el de Arnold Zipper. A partir de 1936 sus pies empezaron a hincharse y, por lo tanto, no podía calzarse los zapatos. Deploraba la propensión a la ilusión y a las esperanzas indeterminadas, aunque sus personajes marginales siempre esperaban un azar benefactor. Afirmaba que la suya no era una dependencia del alcohol, sino una “dependencia esplendorosa del alcohol”. A Roth, como a Kafka, tampoco lo redimió la escritura, tampoco lo salvó la ficción.

      Cálido refugio o antro insoportable, la ficción, con su efecto persuasivo, no deja de movernos a actuar de cierta manera, y justamente por esto no quisiera poner en tela de juicio la utilidad de la imaginación literaria en la vida pública: las ideas objetivadas en las obras literarias nutren nuestras discusiones con los otros. Los códigos penales indican cuáles son los delitos, pero Jean Valjean nos muestra las causas de la rebelión del malestar contra el bienestar. Como individuo, pero también como miembro de una comunidad, el lector encuentra en la ficción recursos para entenderse en su faceta privada y en su presencia pública. Al respecto, Vargas Llosa observa lo siguiente: “Ella [la ficción] es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuántos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan” (1990, p. 8). A continuación voy a precisar esta idea desde una perspectiva ironista.

      Acostumbramos enfrentar nuestros deseos personales, privados, con los fines que socialmente, en la vida pública, encontramos valiosos. Hay, al parecer, una pugna insalvable entre esos dos ámbitos: la creación de sí mismo y la vida comunitaria. Rorty, un pragmatista norteamericano, cree que no es necesario postular esa tensión. Es dable luchar por nuestros fines privados, por nuestra autonomía, y, a la vez, pugnar por la reducción del sufrimiento, de la crueldad. No hay que quedarse sin sesos, parece insinuar, tratando de hacer coincidir los deseos privados con las necesidades públicas. Cuando esas coincidencias, accidentalmente, se presenten, simplemente hay que darles la bienvenida. Es posible, en últimas, ser ironista y, a la vez, liberal.

      Usamos dos léxicos distintos: uno privado y otro público. El primero es inadecuado para la argumentación, para la deliberación pública, mientras que el segundo es apto para esos ejercicios. El primero nos auxilia en la creación de nosotros mismos, nos ayuda a forjar nuestra autoimagen privada, nos permite entregarnos a la fantasía. El segundo es empleado para pronunciarnos sobre nuestras relaciones con los otros, para hablar sobre la justicia y sobre la solidaridad. A juicio de Rorty, es posible alcanzar la solidaridad por medio de la imaginación: sólo la capacidad imaginativa nos permite ver a los extraños como compañeros en el sufrimiento, como seres con los que compartimos la constante exposición al dolor.

      Aunque no se nota mucho, es posible advertir que en el curso de nuestras vidas paulatinamente dejamos de emplear ciertas palabras y a la vez adquirimos la costumbre de emplear otras. “Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar bien” (RORTY, 2001, p. 27). De esta suerte, nuestra historia atestigua varias pugnas entre léxicos alternativos. Unos establecidos, que en determinado momento se convierten en un estorbo, y otros nuevos, un tanto rudimentarios, que, con todo,

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