Legalidad e Imaginación. Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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Una ficción lograda encarna la subjetividad de una época y por eso las novelas, aunque, cotejadas con la historia, mientan, nos comunican unas verdades huidizas y evanescentes que escapan siempre a los descriptores científicos de la realidad. Sólo la literatura dispone de las técnicas y poderes para destilar ese delicado elíxir de la vida: la verdad escondida en el corazón de las mentiras humanas.

      (VARGAS LLOSA, 1990, p. 15)

      Aunque ordinariamente nuestros actos no son objeto de sesudas reflexiones, no deja de ser inquietante que, aparte de ocupaciones de claros provechos prácticos, como la albañilería y la agricultura, los hombres se entreguen a actividades que, en principio, no ofrecen beneficios materiales. Al tanto de lo anterior, quisiera reparar en que, desde que somos usuarios del lenguaje, no hemos dejado de inventar historias.

      Podríamos, ciertamente, dedicar todo nuestro tiempo a resolver problemas relativos al orden material de nuestra vida, como el de la producción de alimentos o el de la construcción de lugares para guarecernos, pero eso no es lo único que nos ha ocupado. Bien al contrario: quizá por no saber qué hacer con la pequeña cuota de tiempo de que disponemos, nos dedicamos a inventar, aunque nada obsta para que dijéramos “recordar” o “registrar”, “sucesos” que a lo mejor no han tenido lugar, pero que no por esto dejan de ser dignos de consideración. Las ficciones literarias, en cierto sentido, atestiguan lo que acabo de decir. La creación de historias ficticias ha sido una constante desde que el hombre empezó a juntar palabras, y los escritores de auténtico genio –aunque también los chapuceros emborronadores de cuartillas– no dejan de darse a la invención.

      A sabiendas de que lo anterior no está exento de polémica, quisiera proponer algo que puede resultar todavía más controversial: me refiero a que la literatura, que contiene una buena dosis de invención, tiene una particularidad que, justamente por el trabajo inventivo que supone, pasa inadvertida: es, quizá, el instrumento que ofrece las mejores descripciones nuestras. Quiero decir, en estricto sentido, que quienes se entregan al ejercicio literario, aquellos que hacen literatura, han producido las descripciones más sugestivas, por no decir precisas, que conocemos sobre nosotros mismos. En el caso de las obras clásicas, por lo que parece, esas descripciones son de una actualidad permanente. No hablo aquí de “descripciones” en el sentido lato del término. Me refiero, puntualmente, al contenido mismo de las obras literarias: a su capacidad para mostrar, no para demostrar, quiénes somos, a su virtud reveladora de lo íntimo.

      En un pequeño escrito, que antecede una de sus novelas1, el novelista bogotano Álvaro Salom Becerra, después de declarar que ha asistido a las funciones del circo político colombiano, hace la siguiente observación sobre su trabajo literario:

      De esas piezas teatrales y de esas funciones de circo he tomado, con mi vieja cámara fotográfica, algunas instantáneas que ojalá logren conformar un álbum digno de ese nombre, capaz de suscitar en quienes recorran sus páginas recuerdos agridulces, asociaciones de ideas, rictus de sorpresa, ademanes de cólera, protestas silenciosas contra la injusticia, contracciones musculares de rebeldía ante la iniquidad, sentimientos de repulsa por los farsantes y de conmiseración y solidaridad por las víctimas de la farsa, deseos vehementes de un cambio radical, sonrisas regocijadas o amargas frente a los trucos de los histriones y a los episodios tragicómicos que representan los personajes de la obra y una que otra lágrima. Si lo consigo, habré satisfecho plenamente mi ambición de fotógrafo de la realidad, que no de novelista (2000, p. 13).

      Una de las ideas que quiero discutir sobre las ficciones literarias es esta: quien hace literatura deja un registro, que es la obra misma. Un registro que puede parecernos precario o laudable, pero que no por esto deja de tener mucho de testimonio. La literatura, en suma, por más alejada que parezca de nuestras experiencias efectivas, nos retrata. En esos retratos, por cierto, no salimos muy airosos, mas es difícil, al tanto de nuestro fuste torcido, esperar otra cosa. El búlgaro Tzvetan Todorov lo advierte con mucho tino: “Las verdades desagradables –para el género humano, al que pertenecemos, o para nosotros mismos– tienen más posibilidades de llegar a expresarse y ser escuchadas en una obra literaria que en una obra filosófica o científica” (2009, p. 87).

      El lector de una obra literaria, pues, no ha de sorprenderse si la conducta de los personajes, frente a determinadas circunstancias, es idéntica a la que él adoptó en trances parecidos, o similar a la que, al toparse con cierto tipo de personas, adoptaría. Los personajes de las obras de ficción, en últimas, no son más que trasuntos del género humano: en prueba Don Quijote. Y las ficciones literarias funcionan, a la sazón, como instrumentos en que podemos advertir las vicisitudes de grupos humanos que, no siendo iguales a los efectivamente existentes, podrían parecerse mucho a estos. Martha Nussbaum lo pone en los siguientes términos:

      […] la novela es concreta hasta un punto con frecuencia sin paralelo en otros géneros narrativos. Adopta como su tema, podríamos decir, la interacción entre aspiraciones generales humanas y formas particulares de vida social que o bien permiten o bien impiden esas aspiraciones, y que las conforman poderosamente en el proceso. Las novelas […] presentan formas persistentes de necesidad y deseo humanos, tal y como ocurren en situaciones sociales concretas. Estas situaciones frecuentemente, de hecho usualmente, difieren en gran medida de las del lector. Las novelas que reconocen este hecho, se dirigen y elaboran hacia un lector implícito, que comparte con los personajes ciertas esperanzas, miedos y preocupaciones generales humanas y que, debido a ello, es capaz de formar lazos de identificación y compasión con los personajes, pero que, al mismo tiempo, está situado específicamente en un plano diferente y necesita ser informado acerca de la situación concreta de los personajes (1995, p. 46).

      Y es que hay obras literarias que, en lugar de darle, le exigen al lector. Cabe precisar que al afirmar que la literatura nos describe no estoy diciendo que ella constituya una duplicación de nuestra vida. Simplemente afirmo que muestra, para individuos y comunidades, perspectivas que no por inéditas, y remotas en muchos casos, salen del ámbito de lo posible. En este punto, desde luego, no sobra advertir de los riesgos de un idealismo exacerbado, que, sin lugar a dudas, tiene como consecuencia el fracaso. Con todo, esas perspectivas se muestran a veces tan seductoras, nos sugestionan tanto, que no renunciamos a concretarlas a nuestra manera. Mario Vargas Llosa, poniendo dos bellos ejemplos, lo sugiere de este modo: “Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee” (1990, p. 11).

      El poder de la literatura de imaginación, a mi juicio, radica en que muestra lo más íntimo sin exponer a nadie, y, por eso mismo, las ficciones producen en nosotros lo que producen. Hay personajes literarios que han dicho lo que no quisiéramos escuchar (porque sabemos que es cierto) o lo que no nos atreveríamos a decir (porque, dadas las circunstancias, podríamos vernos en aprietos), y nos detenemos con fruición en esto. Somos, pues, criaturas con problemas y limitaciones, turbulentas, y la literatura, como conjunto de descripciones, da cuenta de ello, al tiempo que nos invita a mirar esos problemas y limitaciones, esas turbulencias, con una sonrisa. Kundera lo expresa de este modo:

      En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se pregunta: ¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que “liberar el planeta de las garras del hombre”? Unir la extrema gravedad de la pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La unión de un estilo frívolo y un tema grave desvela la terrible insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras camas como los que representamos en el escenario de la Historia) (1987, p. 109).

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