Legalidad e Imaginación. Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia

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hay gente con talento para la descripción. Gente que nos descuella con la explicación de un fenómeno físico, que nos conmueve con una pintura o con un poema, que nos invita a la acción con su peculiar forma de entender las relaciones humanas.

      El que tiene talento para la descripción es el que no se empeña en negar su contingencia. La reconoce y ve en ella una fuente inagotable de ventajas, nunca una tragedia. El poeta se apropia de su propia contingencia. El poeta es alguien “que hace con marcas y sonidos lo que otras personas con sus cónyuges e hijos, sus compañeros de trabajo, las herramientas de su oficio, las cuentas de sus negocios, las posesiones que acumulan en sus casas, la música que escuchan, los deportes que ejercitan o de los que son espectadores, o los árboles frente a los cuales pasan cuando van a su trabajo” (RORTY, 2001, p. 56). Todas esas cosas hacen parte de las contingencias en virtud de las cuales generamos descripciones de nosotros mismos. A partir de ellas vamos formando nuestra identidad.

      Rorty afirma que las personas tienen un “léxico último”. Último en el sentido de que las personas no pueden defenderlo mediante “recursos argumentativos que no sean circulares”. Lo describe de esta forma:

      Todos los seres humanos llevan consigo un conjunto de palabras que emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas. Son ésas las palabras con las cuales formulamos la alabanza de nuestros amigos y el desdén por nuestros enemigos, nuestros proyectos a largo plazo, nuestras dudas más profundas acerca de nosotros mismos, y nuestras esperanzas más elevadas. Son las palabras con las cuales narramos, a veces prospectivamente y a veces retrospectivamente, la historia de nuestra vida (2001, p. 91).

      A quienes dudan permanentemente de su “léxico último” y, por otra parte, advierten que esas dudas no pueden ser resueltas en ese léxico y, además, admiten que con esa forma de hablar no están más cerca de la realidad que sus vecinos (personas que, a su vez, usan léxicos distintos), Rorty los llama ironistas. La elección de un léxico, para el ironista, no es el resultado de una apreciación objetiva, neutral.

      En la creación de sí mismo, el ironista no enfrenta lo esencial y lo accidental, lo real y lo ilusorio: enfrenta lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. “Mientras el metafísico considera a los europeos modernos como particularmente idóneos para el descubrimiento de cómo son las cosas, el ironista los considera particularmente rápidos en el cambio de la imagen que tienen de sí mismos, en la recreación de sí mismos” (RORTY, 2001, p. 96).

      El ironista es alguien que practica la autonomía, a la que se llega mediante el expediente de fabricar el propio léxico. En este ejercicio se precisa un constante cotejo con el pasado. Al ironista no le preocupa dar una descripción correcta de sí mismo: le interesa redescribirse constantemente. El reconocimiento de la propia contingencia, en tal sentido, es necesario para la autonomía. A partir de nuestras circunstancias limitadas, finitas, forjamos nuestra autoimagen privada.

      Rorty pugna por una postura que apunta a describirnos como criaturas signadas por la historia, no por algo que la rebasa, que está por encima de ella. Invita a enfrentar, en pos de mejores entendimientos de nosotros mismos, las contingentes circunstancias históricas en que vivimos. Con todo, esa renuncia a lo absoluto, a lo incondicionado, no comporta la desaparición del sentido de la solidaridad humana. Para el ironista, la solidaridad es “cuestión de identificación imaginativa con los detalles de las vidas de otros” (RORTY, 2001, p. 208), no de identificación de algo que está más allá de la historia, que nos explica y nos determina. Se puede, en suma, aborrecer la crueldad siendo un ironista. No hay que apelar a una esencia humana para preocuparse por la desesperanza de los que viven en vilo constante, en una infelicidad que parece insuperable.

      El progreso moral, para Rorty, se cifra en el hecho de que aumente la solidaridad humana. Es posible llevar a la práctica esa solidaridad cuando aceptamos que las notorias diferencias que hay entre nosotros, como las que se hacen explícitas en el color de la piel y en las costumbres que observamos, son irrelevantes al advertir que nos es común el dolor y la humillación. No hay diferencia relevante, en tal sentido, entre el dolor que padece un blanco cuando es torturado, si lo comparamos con el que sentiría un negro en iguales circunstancias. Tampoco hay un abismo entre lo que padece un enfermo de cáncer que, claramente, observa las costumbres occidentales, y lo que padecería, por la misma enfermedad, un partidario de la forma de vida oriental. En este sentido, las descripciones del dolor y de la humillación, como las de las novelas y las de otras formas de la literatura, a juicio de Rorty, son más relevantes para el progreso moral que el discurso de los filósofos profesionales.

      El punto crucial, en últimas, es el siguiente: las responsabilidades que tenemos con los demás constituyen la faceta pública de nuestra vida, y esa faceta, para Rorty, no tiene una primacía necesaria sobre el aspecto privado, el de la creación de nosotros mismos. La solidaridad, pues, no derrota fatalmente nuestro propósito de practicar la autonomía. La autonomía y la solidaridad, a la sazón, no son incompatibles. Simplemente hay que reservar la aspiración a lo sublime para el ámbito privado, y actuar en pos de lo bello en la vida pública.

      Los miembros del apartheid del que hablé en la introducción, según lo que vengo diciendo, dejarán de ser ellos, y pasarán a formar parte de nosotros, cuando seamos sensibles a su dolor y a su humillación, no aceptando que hay una esencia humana que nos iguala. Desde la perspectiva liberal de Rorty, “la crueldad es lo peor que podemos hacer”, y las instituciones liberales, por tanto, han de ser evaluadas en términos de su capacidad para hacer frente a la crueldad.

       Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil.

      (VARGAS LLOSA, 1990, p. 11)

      A lo mejor yerro, pero me late que algunas personas, al no encontrar otras formas de conjurar la insatisfacción, hallaron en la escritura un modo de hacerle frente, que no de deshacerse de ella. El ejercicio literario, en tal sentido, es un signo de rebeldía contra las efectivas circunstancias. Da cuenta de la insatisfacción de quien lo lleva a cabo frente a la vida misma, tal como la vive. Kafka, por ejemplo, llegó a decir que él consistía en literatura, y eso ya es bien diciente.

      El trato con la literatura es una forma de insubordinación. No es gratuito que Martha Nussbaum haya advertido en ella algo subversivo. Sus palabras son muy certeras:

      Sostendré a lo largo de este ensayo que […] la literatura y la imaginación literaria son subversivas. El pensamiento literario es, en modos que aún han de especificarse, el enemigo de cierta clase de pensamiento económico. Hasta ahora solíamos considerar la literatura como algo opcional: como algo genial, valioso, entretenido, pero que existe al margen del pensamiento político, económico y legal, en algún otro departamento de la universidad, más bien de orden secundario. […] la novela es una forma moralmente controvertida, que expresa en su misma forma y estilo, en sus modos de interacción con el lector, un sentido normativo de la vida. Insta a los lectores a advertir esto y no aquello; a ser activos de ciertas maneras y no de otras; les guía, en definitiva, hacia ciertas posturas de la mente y el corazón y no a otras (1995, p. 49).

      Los hombres siempre estarán sujetos a poderes que, en virtud de los avances técnicos, se revelan cada vez más deplorables. La inevitable degradación a que nos vemos sometidos por esos poderes puede ser combatida de formas muy diversas. La más estéril y envilecedora, a mi juicio, es la rebelión de tintes absolutistas que, inevitablemente, produce daños irreparables a quien la encarna, cuando no supone su propia eliminación. La más inteligente, me parece, es de una sencillez pasmosa, creo que mortífera,

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