Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós. Кэрол Мортимер
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–Docenas de veces. Siempre me ha gustado cocinar, aunque tengo que admitir que no he tenido muchas oportunidades de hacerlo. Jennifer, mi esposa, pensaba que no merecía la pena molestarse siquiera en sentarse a la mesa si no había nadie que pudiera admirarla mientras lo hacía.
Su esposa, Jennifer. Cuánto le había dolido en otro tiempo la sola mención de aquel nombre. Pero al oírselo decir al que había sido su marido, no sentía nada, ni siquiera esa especie de entumecimiento mental que en otra época había sido tan necesario para ella.
–Desgraciadamente –continuó explicando Gabe mientras cocinaba–, Jennifer era una mujer a la que le preocupaba más lo que pensaban los maridos de otras mujeres sobre ella que interesar a su propio marido.
Ante el rumbo que estaba tomando la conversación, Jane se había olvidado por completo de que tenía un cuchillo en la mano, y no fue consciente de ello hasta que vio gotear la sangre frente a ella. Qué ironía, pensó a través de su dolor, se había cortado el mismo dedo en el que tres años atrás llevaba una alianza.
–Era algo que yo… ¡Diablos, Jane! –Gabe vio entonces la sangre, apartó la sartén del fuego y se acercó a ella–. ¿Qué te ha pasado? ¿Crees que puedes necesitar puntos? Quizá debería llamar…
–Gabe –lo interrumpió Jane suavemente al verlo tan asustado–. Solo es un corte. Son gajes del oficio –añadió alegremente, decidiendo olvidar por el momento los problemas que aquel corte le supondría a la hora de cocinar durante las siguientes semanas.
Maldita fuera, no podía recordar la última vez que había hecho una tontería como aquella. Por supuesto, habían sido los comentarios de Gabe sobre su esposa los que le habían hecho perder la concentración.
–Encontrarás esparadrapo en el armario que está encima del lavaplatos –le dijo a Gabe mientras metía el dedo bajo el chorro de agua fría. El intenso dolor la ayudaba a recuperarse de la impresión que le había causado el oírlo hablar de su esposa con tanta naturalidad.
Gabe le colocó el esparadrapo tras secarle el dedo.
–Ya no estoy casado, Jane –le explicó, escrutando su rostro con la mirada.
Así que pensaba que había sido la idea de cenar con un hombre casado la culpable de aquel accidente. Quizá fuera preferible que continuara creyendo que había sido esa la razón de su despiste.
–Me alegro de oírlo. Porque, si lo estuvieras –añadió al ver el brillo triunfal de sus ojos–, Evie, la vecina de abajo, se iba a llevar un disgusto. Tendría que olvidar todas sus ilusiones románticas de un plumazo.
–Ya entiendo –suspiró y asintió bruscamente antes de volver a prestar atención a la salsa–. Mi mujer murió –dijo precipitadamente, sin mirarla.
Así que el recuerdo de Jennifer continuaba resultándole doloroso, pensó Jane. Ella, mejor que nadie, debería haber sabido que no era necesario que una persona fuera especialmente amable y bondadosa para que alguien se enamorara de ella.
Y Jennifer Vaughan no había sido ninguna de las dos cosas. Era una belleza extremadamente peligrosa, que sentía la necesidad imperiosa de seducir a cuanto hombre se cruzara con ella sin comprometerse nunca lo más mínimo. Solo un hombre había podido retenerla durante algún tiempo a su lado: Gabriel Vaughan. Y por lo que acababa de contar de Jennifer y lo poco que de ella sabía por propia experiencia, su relación había sido bastante agridulce. Y probablemente más amarga que dulce. A pesar de todo, Gabe parecía continuar enamorado de su esposa.
–Jennifer era una bruja –exclamó de pronto Gabe, volviéndose hacia ella con una intensa mirada–. Hermosa, inmoral… Su único placer en la vida parecía consistir en destrozar lo que otros construían –dijo con amargura.
Jane tragó saliva. No quería seguir escuchándolo.
–Gabe…
–No te preocupes, Jane. La única razón por la que te estoy contando todo esto es porque quiero que sepas que no estoy a punto de empezar a contarte lo maravilloso que fue mi matrimonio.
–Pero tú la querrías…
–Claro que la quise –le espetó–. Me casé con ella. Quizá fue ese el error. No lo sé –sacudió la cabeza con impaciencia–. A Jennifer solo le gustaban los desafíos. Lo último que quería era una amor cautivo.
–Gabe, realmente yo…
–¿No quieres oírlo? Pues es una pena, porque pretendo contártelo, quieras oírlo o no –contestó, agarrándola del brazo con firmeza.
–¿Pero por qué? –preguntó Jane con la voz atragantada. Lo miraba con gesto suplicante–. Yo no te he pedido nada, no quiero saber nada de ti. No quiero que nadie…
–No quieres que nadie interrumpa la paz que has alcanzado en tu torre de marfil –dijo sombrío–. Lo comprendo, Jane. Supongo que es muy cómodo para ti, pero no deja de ser una torre de marfil y yo quiero que te des cuenta de que quiero derrumbar esas paredes y…
–¿Y eres tú el que acabas de describir a tu esposa como un ser destructivo? –lo interrumpió Jane. Tenía todos los miembros en tensión y permanecía tan lejos de él como la mano con la que la tenía sujeta se lo permitía.
–Mi esposa pertenece al pasado, Jane. Eso no me convierte en una persona parecida a Jennifer. Yo no destruyo por el poder de la destrucción. Yo quiero construir…
–¿Para no aburrirte durante el par de meses que vas a pasar en Inglaterra? –replicó disgustada–. No, gracias, Gabe. ¿Por qué no lo intentas con Celia Barnaby? Estoy segura de que estaría encantada de…
Sus palabras fueron bruscamente interrumpidas cuando los labios de Gabe alcanzaron su boca, robándole el aliento. Aprovechándose de la ventaja que le proporcionaba la sorpresa, Gabe se regodeó en el beso, disfrutando cuanto quiso del néctar de sus labios. Pero en cuanto comenzó a ser consciente de su falta de respuesta, amainó la violencia de su beso. Le enmarcó el rostro con las manos y movió lentamente sus labios contra su boca… ¡Hasta que Jane comenzó a responder!
Algo muy dentro de ella había comenzado a liberarse bajo las caricias de los labios de Gabe. Era el anhelo de algo que se había negado a sí misma durante años, una cálida emoción que hacía una eternidad no se permitía sentir.
Pero Gabe no la amaba. Y, desde luego, ella tampoco lo amaba a él. Y cualquier cosa que pudieran empezar a construir entre ambos se haría añicos en el momento en que Gabe descubriera quién era realmente ella.
Gabe alzó la cabeza lentamente y buscó sus ojos. De los suyos había desaparecido el enfado para dar paso a un sentimiento completamente diferente.
–No tengo ningún interés en Celia, Jane –le dijo con voz ronca–. La única razón por la que fui a cenar la otra noche a su casa era porque sabía que ibas a estar allí.
Era lo que la propia Jane se había imaginado. Pero aun así le costaba creer que fuera cierto.
–Te deseo, Jane…
Jane se separó bruscamente de él.
–Pero no puedes tenerme.