Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós. Кэрол Мортимер
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Pero aquel gesto tuvo el efecto de conjurar la imagen de Gabe en su apartamento, besándola hasta hacerla responder a su beso.
Capítulo 6
LA CASA tenía el mismo aspecto de siempre. Todavía había nieve sobre la cerca y los árboles del jardín, pero no en el camino de grava que conducía hacia la casa, lo que significaba que sus padres habían salido durante los últimos días.
A Jane siempre le había encantado aquella casa situada en Berkshire. Había pasado allí su infancia y su adolescencia, rodeada de bosques y praderas. Aquella era la casa de sus padres, en la que siempre había conocido el amor y la felicidad de contar con el afecto de una familia.
Pero no sentía ninguna de esas cosas mientras aparcaba la furgoneta. Aquella ya no era la casa que una vez había sido. Hacía falta volver a pintar el exterior y en el interior solo una pequeña parte permanecía habitable.
Jane salió de la furgoneta, sacó la tarta que había hecho para celebrar el aniversario de sus padres y un ramo de flores.
Abrió la puerta de la entrada y se detuvo en el vestíbulo. Dejó la caja de la tarta en una mesa que allí había antes de alzar la mirada hacia las escaleras y recordar el baile que habían organizado en su casa el día que había cumplido dieciocho años. Se recordaba bajando esas escaleras con el precioso vestido negro que su madre la había ayudado a elegir.
En esa época, Jane parecía tener el mundo entero a sus pies. Pero la vida se había encargado de destrozar los sueños de diez años atrás. Y en cuanto a su deseo de aquella noche de encontrar pronto al hombre de su vida y ser feliz para siempre con él… Tal como le había dicho a Gabriel Vaughan dos noches atrás, tampoco creía ya que eso fuera posible.
Gabriel Vaughan…
Había intentado no pensar en él durante esos dos días. El haber estado particularmente ocupada le había servido de mucha ayuda, aunque tenía que admitir que había sentido una ligera aprensión ante la posibilidad de encontrárselo como invitado en la cena que había servido la noche anterior.
Afortunadamente, había sido una noche libre de problemas. Llevaba por tanto dos días sin tener noticias de Gabe. Y, extrañamente, tras el inicial bombardeo de Gabe a su privacidad y a sus emociones, encontraba su silencio casi más enervante. ¿Qué se propondría hacer a continuación?
–Janette, querida –la recibió su madre con cariño cuando Jane entró en el salón. El fuego ardía en la chimenea, la única fuente de calor, además de la chimenea del dormitorio, que tenían en la casa desde que la calefacción central se había convertido en un lujo fuera de su alcance.
Su madre, tan elegante y hermosa como siempre, se levantó para darle un beso. A pesar de sus cincuenta y un años, Daphne Smith-Roberts seguía estando tan delgada como en su juventud.
Casi inmediatamente, Jane se volvió hacia a su padre. Y tuvo que hacer un serio esfuerzo para no permitir que su rostro mostrara la impresión que le causaba ver aquel cuerpo encorvado y falto de espíritu. Aunque solo era diez años más viejo que su madre, parecía mucho mayor; hacía tres años que había dejado de ser el hombre vitalista y atlético de tiempos atrás.
Jane se obligó a forzar una sonrisa mientras su padre se levantaba a besarla y abrazarla.
Y la asaltó nuevamente un angustioso sentimiento de culpabilidad.
La sobrecogía cada vez que iba a ver a sus padres. Si no se hubiera enamorado de Paul, si no se hubiera casado con él, si su padre no hubiera permitido que su yerno fuera asumiendo cada vez más responsabilidades en la empresa, si…
Porque Paul había abusado de la confianza que habían depositado en él. Y habiendo sido su esposa, y siendo en ese momento su viuda, Jane no podía menos que sentirse culpable y desesperada porque las mentiras de Paul habían terminado arrebatándoles a sus padres el cómodo retiro del que ambos esperaban poder disfrutar juntos.
–Tienes un aspecto maravilloso, hija –dijo su padre, mirándola con orgullo.
–Tú también –mintió Jane con inmenso cariño.
Su padre había perdido mucho más que un negocio tres años atrás. Había perdido también el respeto que se tenía a sí mismo por haber convertido su empresa de electrónica en una de las más importantes del país. A los cincuenta y ocho años se había sentido demasiado viejo y derrotado para empezar de nuevo. De modo que sus padres se habían visto obligados a pasar aquellos años con una rígida austeridad, en vez de recorriendo el mundo juntos, como durante toda su vida habían planeado.
Culpable, sí. Jane se sentía culpable.
–Creo que estás un poco pálida, Janette –comentó su madre con preocupación–. No estarás trabajando demasiado, ¿verdad?
Sí, también sus padres se sentían culpables, pero por razones diferentes. La vida que Jane llevaba, cocinando y sirviendo cenas, no era la que habían imaginado para su adorada hija. Pero tres años atrás, ninguno de ellos estaba en una situación económica que les permitiera algo más que darse apoyo emocional.
Las cosas ya iban mejor para Jane. Y sin que ellos se dieran cuenta, intentaba ayudarlos de todas las formas que podía. Esa misma tarde, antes de irse, le dejaría a la señora Weaver, la única ayuda con la que su madre contaba para atender aquella enorme casa, algunas cosas como el salmón ahumado que su madre adoraba, unas botellas del whisky que más le gustaba a su padre y otros muchos caprichos que ellos no podían comprar. Su madre probablemente fuera consciente de aquellos extras que Jane les suministraba puesto que había sido ella la que había llevado siempre las cuentas de la casa. Pero por tácito acuerdo, ninguna de ellas mencionaba esos pequeños lujos que aparecían tras sus visitas.
–En absoluto –le aseguró Jane a su madre–. El negocio marcha maravillosamente. Y esta es la época del año en la que estoy más ocupada. Pero no he venido a hablar de mí –sonrió y le tendió el ramo de flores a su madre–. ¡Feliz aniversario!
–Oh, querida, qué encanto –su madre pestañeó para apartar las lágrimas que amenazaban con desbordar sus ojos mientras miraba el ramo de lilas y orquídeas, sus flores favoritas.
–Y esto es para ti, papá –le tendió a su padre una botella de whisky y abrió los ojos de par en par al ver justo en ese momento el plantel de rosas que cubría el alféizar de la ventana–. Dios mío, papá –exclamó, admirando aquellas rosas amarillas y blancas, absolutamente hermosas–. ¿Has cultivado tú esas rosas en el jardín?
–Me temo que no –contestó su padre con una mueca de pesar–. Ojalá. Son bonitas, ¿verdad?
Eran preciosas. Pero, si su padre no las había cultivado, ¿de dónde habrían salido?
El círculo de amistades de sus padres se había visto reducido a un par de parejas que conocían de cuando estaban recién casados, y Jane no creía que ninguna de ellas se las hubiera enviado. Había por lo menos quince capullos allí y debía de haber costado una pequeña fortuna.
El cambio en la situación económica de sus padres había tenido un efecto extraño en la mayoría de las personas que hasta entonces consideraban amigas. La mayor