Un legado sorprendente. Кэтти Уильямс
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Las lágrimas amenazaron con aparecer. Una vez más.
Tragó saliva y las contuvo. Se centró en recoger la cocina mientras la radio sonaba. Música clásica, por supuesto. Su favorita.
Solo se dio cuenta de que había alguien en la puerta cuando resonaron unos fuertes golpes, incansables e innecesarios, porque, fuera quien fuera, no había tenido la decencia de darle tiempo a reaccionar para poder llegar a la puerta.
Se apresuró a abrir antes de que los vecinos empezaran a quejarse. Y allí estaba él.
Matt Falconer. Su jefe y la última persona que había esperado ver allí en aquel momento. ¿Cómo demonios sabía dónde vivía? Ella ciertamente nunca se lo había dicho. Había convertido la reticencia de hablar sobre su vida privada en un arte.
Sintió que se sonrojaba. Se sentía totalmente desprevenida, sin haber tenido tiempo para prepararse para el impacto que él ejercía sobre ella, por lo que solo pudo mirarlo y admirar los hermosos rasgos de su rostro.
Dos años y medio y él aún ejercía el mismo efecto sobre Violet. Era muy alto y su constitución perfecta, con una estrecha cintura y unas largas y musculosas piernas. Llevaba el cabello algo largo y sus ojos azules estaban enmarcados por unas oscuras y espesas pestañas. Además, tenía un tono de piel muy exótico, ligeramente bronceado. Tenía sangre española por parte de su madre. A su lado, el resto de los mortales tenían un aspecto enfermizo y anémico.
–¿Cómo? Señor, ¿qué está haciendo aquí? –tartamudeó Violet mientras se recogía unos mechones de su cabello castaño detrás de la oreja.
–¿Señor? ¿Señor dices? ¿Desde cuándo me tratas de usted? Hazte a un lado. Quiero entrar.
Violet dio automáticamente un paso atrás, pero no retiró la mano del pomo de la puerta. Esta estaba ligeramente abierta, pero ella no podría impedirle el paso por muy suave que fuera el empujón que él le diera. Además, por el gesto airado que él tenía en el rostro, se veía que no iba a pensárselo mucho si tenía que forzar la entrada.
–Es domingo –dijo Violet con voz muy tranquila, la voz que reservaba para el trabajo y, en especial, para su temperamental jefe–. Supongo que has venido por mi… carta… bueno, por mi correo.
–¿Carta? –rugió Matt–. De algún modo, una carta implica que el contenido de la misma va a ser cortés.
–Vas a molestar a los vecinos –le espetó Violet.
–En ese caso, déjame entrar y así no los molestaré.
–Ha sido una carta de dimisión muy educada.
–¿Quieres tener esta conversación aquí fuera, Violet? A mí no me importa llamar a todas las puertas de tus acaudalados vecinos para invitarles a que salgan a escuchar. A todo el mundo le gusta estar al aire libre con este tiempo tan bueno y mucho más si hay algo interesante que ver.
–Eres imposible, Matt.
–Bueno, al menos volvemos a tutearnos. Eso es un comienzo. Ahora, déjame entrar. Necesito beber algo fuerte.
Violet suspiró y se hizo a un lado para que él pudiera pasar al pequeño pero elegante recibidor. Durante unos segundos, Matt no dijo nada. Se limitó a mirar a su alrededor mientras que Violet lo observaba, imaginándose las preguntas que él le haría y lamentándose de las respuestas que ella se vería obligada a darle.
Cuando por fin volvió a mirarla, el gesto de Matt reflejaba curiosidad además de la ira que lo había llevado hasta allí.
–¿Cómo has conseguido mi dirección? –le preguntó ella.
–No hace falta ser un genio como para que se me haya ocurrido mirar en los archivos del personal. Bonita casa, Violet. ¿Quién lo habría imaginado?
Violet se sonrojó y lo miró con desaprobación. Él respondió aquella mirada con una sonrisa, la sonrisa de un tiburón que, de repente, se había encontrado compartiendo espacio con un delicioso bocado.
Violet se dio la vuelta y se dirigió directamente a la cocina.
La casa no era grande, pero tampoco pequeña. Desde el recibidor, salía una elegante escalera que conducía hasta la planta en la que se encontraba el dormitorio. En la planta inferior, varias puertas conducían a un generoso salón, a un pequeño cuarto que ella utilizaba como despacho y sala de música, a un armario ropero que estaba aún decorado con papel pintado y pintura de la época victoriana y, por supuesto, otra puerta que conducía a la cocina. Esta era lo suficiente espaciosa como albergar una mesa a la que podían sentarse seis personas y que, en aquellos momentos, estaba cubierta totalmente de papeles. Violet los recogió precipitadamente y, tras meterlos en el vestidor, regresó a la cocina. Totalmente sonrojada, se apoyó contra la encimera y se cruzó de brazos.
Se sentía totalmente fuera de su zona de confort. Los elegantes trajes que utilizaba para ir a trabajar la protegían de él, estableciendo todas las separaciones necesarias entre jefe y secretaria. Pero allí, en su casa, vestida con un par de vaqueros y una camiseta vieja que había heredado de su padre, se sentía expuesta y terriblemente vulnerable. Sin embargo, no iba a permitir que su rostro la delatara.
–Nunca me dijiste que vivías en una joya exquisita como esta –murmuró él mientras se sentaba en una de las sillas de la cocina.
–Creo que nunca mencioné nada sobre dónde vivía –replicó Violet.
–De eso se trata precisamente. ¿Por qué me ocultarías algo así? La mayoría de la gente no habla sobre sus casas porque se sienten avergonzadas.
–Tengo café –comentó Violet–. O té. ¿Qué prefieres?
–¿Significa eso que no tienes una botella de whisky escondida en ninguno de los aparadores? En ese caso, tomaré un café. Ya sabes cómo me gusta, Violet, porque, en realidad, sabes todo lo que hay que saber sobre mí…
Matt se acomodó un poco más en la silla y estiró las piernas. Su lenguaje corporal parecía indicar que no tenía nada de prisa. Se colocó las manos por detrás de la cabeza y la observó con descarada curiosidad.
En lo que se refería a las pesadillas hechas realidad, aquella ocupaba los primeros puestos.
Matt Falconer, multimillonario y leyenda del mundo de la tecnología y las telecomunicaciones, adorado por la prensa y las mujeres, estaba allí, en su casa, husmeando, porque nada le agradaría más que sacarle información a Violet sobre sí misma, una información que ella siempre había hecho todo lo posible por ocultar.
Desde el momento en el que ella había entrado en su despacho, situado en uno de los edificios más icónicos de Londres, Violet había presentido que su jefe no iba a parecerse en nada a los otros dos hombres para los que había trabajado.
No. Matt Falconer había empezado llegando tarde el primer día y dejándola prácticamente sola, enfrentándose a todo sin orientación alguna. Violet se había sobrepuesto al desafío y había aprendido