Un legado sorprendente. Кэтти Уильямс
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Tal vez se volvía loca por su pecaminoso atractivo como cualquier otra mujer, pero era lo suficientemente sensata para evitar ir más allá en el peligroso camino de la atracción.
Se encogió de hombros con expresión velada. Para matar el tiempo y ordenar sus pensamientos, le ofreció otra taza de café, que él declinó educadamente. Entonces, de mala gana, ella le sugirió una copa de vino, que él aceptó con avidez.
–Bueno, me estabas hablando de tu padre, el hombre del que has evitado hablar durante dos años y medio, que vive en Melbourne. Un lugar que yo conozco muy bien.
–Tiene problemas con el hígado, que ha ido llevando bastante bien, pero mi madrastra murió hace seis meses y, desde entonces, él está cada vez más deprimido –dijo Violet. Decidió que ella también necesitaba una copa de vino y se la sirvió antes de tomar asiento–. Me visitó hace dos meses y trató de hacerme ver que está bien, pero yo me di cuenta de que no era así.
–¿Problemas de hígado? ¿Bebe?
Violet se sonrojó. Era normal que hiciera aquella pregunta.
–Solía beber, pero, como sabes, la bebida siempre está al acecho en lo que se refiere a los ex… ex…
–¿Alcohólicos?
Violet asintió y apartó la mirada.
–La depresión es su enemigo y yo estoy muy preocupada de que, allí solo, pueda resultarle demasiado tentador.
–¿Sigue en Melbourne?
–Sí.
–¿Y por qué no vuelve a vivir aquí?
Matt miró a su alrededor. La elegante casa era pequeña y coqueta. Violet se dio cuenta de lo que él estaba pensando. No era una mansión, pero sí lo suficientemente grande para dos personas. Además, valía mucho dinero y se podría vender fácilmente para comprar algo más grande en un barrio menos exclusivo.
–¿Problemas de dinero?
–Si fueran problemas de dinero, yo no estaría viviendo en una casa como esta.
–Eso me lleva a la pregunta que llevo queriéndote hacer desde que entré por la puerta. Me importa un comino cómo puedes permitirte el alquiler de una casa como esta. Tal vez te gustan las casas pequeñas y caras y prefieres sacrificar tu sueldo en una en vez de hacerlo en vacaciones, coches o ropas de diseño. Eso es asunto tuyo. Lo que te quiero decir es que si no te puedes permitir mantener a tu padre cuando regrese, solo tienes que decirlo. Es decir, si lo que quieres es dinero, estoy dispuesto a darte todo lo que necesites. Podríamos decir que se trata de un préstamo sin intereses –comentó mientras se mesaba el cabello–. Pensé que nunca le suplicaría a una mujer, pero ya soy lo suficientemente mayor para admitir que siempre hay una primera vez para todo. Nunca había tenido una asistente que trabajara tan bien. Comprendes cómo pienso y no te vuelves loca si me acerco demasiado a ti.
Violet sabía que, entre aquellas palabras, había un cumplido escondido en alguna parte, pero en lo único en lo que podía pensar era en lo de «no te vuelves loca si me acerco demasiado a ti».
Los comentarios a lo largo de los años le habían informado a Violet que la única otra asistente personal que había aguantado con él, y lo había hecho a lo largo de toda una vida, era una mujer casada de sesenta años que se había jubilado anticipadamente y que le había dejado en la estacada hacía tres años. Antes de que apareciera Violet, el puesto lo habían ocupado una larga sucesión de atractivas candidatas, porque, según le había contado una de las chicas de contabilidad, a él le apetecía tener algo que le alegrara la vista todos los días. «Hasta que llegué yo», pensó Violet.
–Me siento muy halagada –le respondió a Matt–, pero no tiene nada que ver con el dinero.
Ella suspiró y se resignó al hecho de que él se quedaría boquiabierto al conocer un pasado que ella siempre se había guardado para sí misma. Se puso de pie, abrió uno de los cajones y sacó un álbum de fotos. Se lo entregó a Matt porque, en aquel caso, las imágenes hablarían mucho más claramente que las palabras.
Matt lo abrió y comenzó a hojearlo. Entonces, se incorporó un poco en el asiento y volvió a mirar las páginas más detenidamente, fijándose atentamente en cada una. Entonces, la miró asombrado.
–¿Tu padre es Mickey Dunn?
–En realidad se llama Victor. Me sorprende que hayas oído hablar de él.
–¿Y quién no? Se quemó muy joven. Alcohol y drogas.
–Deja de mirarme así –comentó Violet algo molesta. Se había tomado la copa de vino y sintió que el alcohol se le subía a la cabeza. Casi nunca bebía, resultado de haberse visto siempre rodeada de personas que bebían demasiado.
–Jamás me habría imaginado que eres la hija de alguien tan tremendo como Mickey Dunn –murmuró Matt sin ocultar su curiosidad. Entonces, miró a su alrededor–. Eso explica esta casa. Yo pensaba que ahorrabas todo lo que podías y evitabas irte de vacaciones porque pagar la hipoteca era más importante. Después, decidí que la alquilabas. Supongo que esta casa es tuya de arriba abajo, ¿verdad?
–Yo nunca te mentí –replicó Violet a la defensiva.
–En eso tienes razón.
–Mi padre me compró esta casa antes de que se marchara a Australia. No quería pensar que yo pudiera alojarme en cualquier sitio que pudiera ser peligroso. Yo siempre le dejé muy claro que no quería dinero de él, pero se empeñó –añadió con una sonrisa–. Cualquiera diría que le habría dado igual algo así, teniendo en cuenta lo descarriada que había sido su juventud, pero no fue así –comentó. Respiró profundamente y miró a Matt directamente a los ojos–. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años en un accidente de motocicleta. Mi padre conducía y no se recuperó nunca del hecho de que ella fuera de acompañante. No había estado bebiendo. Simplemente derrapó. Había llovido aquella noche y tomó una curva demasiado rápidamente…
–¿Dónde estabas tú en aquel momento?
–En casa. Estaba con mi niñera. Ellos siempre estaban de fiesta, pero cuando mi madre estaba viva, no tan frecuentemente como todo el mundo piensa. En ocasiones me llevaban con ellos, pero normalmente se aseguraban de que alguien responsable me cuidara. Recuerdo que me desperté por la mañana y, después de eso, nada volvió a ser lo mismo. Para abreviar, la vida de una estrella del rock lo sacó totalmente de sus casillas. Se perdió en el alcohol y las drogas, a pesar de que seguía ocupándose de mí todo lo que podía. A veces, ese todo lo que podía era un poco errático… –añadió mientras sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas. No se atrevió a mantener contacto visual con su jefe, por si acaso–. Tocaba música, tenía unas fans que lo adoraban y viajábamos por todo el mundo, pero era yo la que lo veía cuando estaba solo. Vi su tristeza. Al final, tal y como era de esperar, el grupo dejó de dar giras y, durante un tiempo, mi padre escribió canciones para otros músicos. En aquel momento, no hacía más que entrar y salir de clínicas de rehabilitación y yo me había convertido en su cuidadora. Más o menos.
–En su cuidadora…
–Esas cosas pasan –comentó ella encogiéndose de hombros. Por suerte, el momento de querer echarse a llorar había pasado y volvía a sentirse