La violencia y su sombra. María del Rosario Acosta López
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El elemento particular, o fotograma, que servirá para la elaboración del montaje será el del motivo iconográfico de la lengua cercenada o transfigurada, del que hacen parte las imágenes que se refieren al corte de corbata de la violencia de los años cincuenta y a la corbata colombiana o Colombian necktie a la que ya nos hemos referido. Este motivo será interpretado desde el punto de vista del concepto de Pathosformel, es decir, como la cristalización en una imagen de un intenso estado emotivo que se transmite y transfigura su significado a partir de los diversos mecanismos de la memoria social. Se mostrará que las imágenes del corte de corbata pueden ser consideradas como las variaciones de una Pathosformel que pone en escena relaciones patéticas entre el silencio y la violencia. En estas imágenes la lengua se escenifica como una naturaleza muerta o petrificada, que, al igual que la alegoría de la calavera del Barroco (vanitas), da cuenta de la transitoriedad y corruptibilidad de lo orgánico, pero, a diferencia de esta, no lo hace solo por efecto del mero paso del tiempo, sino por la transfiguración que una acción violenta efectiva puede ejercer sobre la corporalidad de un hablante.
1. Sobre las imágenes de la violencia. Entre la representación y lo irrepresentable
Algunas de las más importantes críticas al uso de imágenes para la representación del pasado han surgido en el contexto problemático de acontecimientos históricos de violencia extrema.4 Los límites de la representación han sido probados de manera ejemplar con el Holocausto y, en general, con los múltiples sucesos violentos que se han desencadenado en todo el mundo como masacres, desapariciones sistemáticas y genocidios.5
Las imágenes de los hechos violentos dan cuenta de una situación paradójica. Dejan en evidencia como ningún otro tipo de imágenes los límites de la representación, esto quiere decir que dan muestra de la imposibilidad de hacer sentido sobre aquello que fuerza los márgenes de lo decible o mostrable. Y, sin embargo, su inapelable existencia exige buscar modos de hacer sentido con ellas, y de tratar de comprender los contextos en los que han sido producidas.
Estas imágenes expresan al mismo tiempo la crisis de la representación y la exigencia de representar lo que parece irrepresentable. Ignorarlas es tan reprochable como reproducirlas de modo irreflexivo. Siendo las imágenes vehículos de información cada vez más presentes en el contexto de las sociedades contemporáneas, es fundamental someter a reflexión crítica la forma paradójica en que tiende a presentarse la discusión: entre el todo y la nada; entre el silencio reverencial y el fetiche de ídolos; entre el olvido indiferente y el recuerdo mercantilizado; entre las imágenes banales y las palabras sagradas. En este contexto se considera, tomando prestada la expresión de Georges Didi-Huberman, que la cuestión debe ser analizada desde los límites imprecisos del pese a todo (2004); un pese a todo que obliga a pensar las dicotomías irreconciliables como polaridades dinámicas. En ese intersticio es posible pensar al mismo tiempo los límites del lenguaje, y en general de las formas expresivas, y sus posibilidades pese a todo.
A pesar de las dificultades que señalan los diferentes críticos, no debe renunciarse a tratar de hacer decible lo que esas imágenes pueden decir.6 Es necesario establecer en qué sentido es posible hacer hablar las imágenes en un contexto en el que la circulación del material visual está sometido a una onda expansiva, de acuerdo con la cual su proliferación en todo tipo de soportes mediáticos y tecnológicos dirige la mirada de los sujetos hacia el consumo de un mercado gráfico que se alimenta de manera fetichista y voyerista del horror y del exceso. Es necesario salir del dilema entre lo irrepresentable y lo hiperrepresentable, y desplazarlo hacia el problema de cómo representar; o de la negación del ver al cómo ver con distancia reflexiva aquello que inevitablemente está presente y que no puede ser simplemente ignorado.7
Existe un abundante archivo de imágenes acerca de la violencia en Colombia, que puede ser organizado de diferentes maneras atendiendo a sus relaciones temáticas, morfológicas y gestuales. Dentro de todas esas posibilidades de organización se puede mencionar una iconografía bastante patética, que da cuenta de las diferentes técnicas de desmembramiento y mutilación, en las cuales el cuerpo humano es sometido a una serie de transformaciones que se efectúan con instrumentos cortantes como cuchillos, puñales y machetes. Esos cortes fueron practicados principalmente en la época de la violencia bipartidista. No obstante, diferentes estudios muestran que ya desde el siglo XIX se llevaban a cabo prácticas similares y que persisten aún en la actualidad en los procedimientos de los diferentes actores del conflicto.8
Los cuerpos rotos y las partes corporales desmembradas han sido fórmulas recurrentes de representación de la violencia en Colombia, sobre todo en los períodos de los años sesenta y setenta. En los años posteriores, la referencialidad directa a la corporalidad desaparece y, sin embargo, se sigue aludiendo a ella por medio de procedimientos metonímicos y asociativos a partir de los cuales se ha hecho recurrente el recurso a plantas, tumbas, siluetas, vestigios, instrumentos para cortar, objetos desechados e, incluso, juguetes.9
Lo que hace interesante el acercamiento a esta iconografía es que pareciera que hubiera perdido su actualidad. Incluso en los campos de la historia y crítica de arte, las imágenes más explícitas y viscerales sobre los cuerpos rotos son consideradas como anacrónicas, como el testimonio de momentos en que el arte estaba dedicado a desfiguraciones expresionistas o a estrategias de choque directo con pretensiones políticas (Roca, 2001). Esas imágenes son recurrentemente tildadas de sensacionalistas (Reyes, 1999),10 y se afirma que su crudeza ha perdido, “a fuerza de ser vistas, su capacidad de conmover” (Roca, 2001, p. 60).11 Estos críticos afirman que, debido a la exposición mediática desaforada de imágenes sobre violencia, tanto en el campo del arte como en el del archivo documental, estas imágenes han perdido el valor testimonial y de reflexión conceptual que en otro tiempo parecieron ostentar. De esta manera, este tipo de tendencias de crítica de arte entierran en un pasado anacrónico las imágenes explícitas, mientras valoran de forma positiva el hecho de que, por el contrario, los artistas desde la década de los noventa hasta el presente buscan aludir de modo indirecto, a través de diferentes tipos de asociaciones complejas, y en consonancia con las tendencias conceptuales del arte contemporáneo, a la violencia que se ha perpetrado sobre los cuerpos de los colombianos.
No obstante, esas imágenes no han perdido necesariamente su vigencia, siguen circulando, reactivando y actualizando sus significaciones, apareciendo aquí y allá en todo tipo de contextos. La hipótesis que se sostiene acá es que esto tiene que ver con que las prácticas que han dado origen a esas imágenes, el pathos que estas han cristalizado, no ha cesado, sigue manifestándose y haciendo parte de la cotidianidad de una sociedad en la que supuestamente deben ser catalogadas de excepcionales y anacrónicas. Por esta razón, la iconografía del cuerpo roto puede posibilitar una entrada crítica al asunto de la relación que hay entre el retorno o la supervivencia de ciertos motivos iconográficos y las prácticas violentas a las que estas se refieren. La pregunta sobre las condiciones de posibilidad de esas imágenes es una pregunta sobre la historia misma, sobre los contextos históricos en que han sido posibles. No pueden ser consideradas simplemente como meros simulacros, fenómenos mediáticos, sensacionalistas o espectaculares. El hecho de que sean recurrentes y supervivan autoriza a abrir la pregunta sobre el modo ambivalente de experimentar el tiempo, que se debate entre el eterno retorno de la violencia y el progreso de una sociedad en las que esta no tiene cabida.12
Es evidente que las imágenes que dan cuenta de las prácticas violentas sobre la corporalidad no son las mismas imágenes renacentistas a las que se refería Warburg, ni las mercancías desechadas del siglo XIX de Benjamin. Hay una distancia infranqueable entre estos objetos de investigación. La temporalidad en la que ambos autores se encontraban en el momento en el que realizaron sus investigaciones es distinta a la de quien a través de sus métodos quiera pensar las imágenes de la violencia en el contexto contemporáneo.
Algunas de estas variaciones están impuestas por los soportes de las imágenes y las vertiginosas condiciones de circulación.