En el ardor. Мишель Смарт

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En el ardor - Мишель Смарт Miniserie Bianca

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en marcha el extractor.

      Se puso en funcionamiento al instante, como todo en ese fabuloso apartamento del palacio, y eliminó el vapor del enorme cuarto de baño.

      Se agachó al lado de la bañera, con la cara delante de la de ella.

      –Si sigues cometiendo traición, tendré que castigarte.

      Su aliento, cálido y con cierto aroma a café, le acarició la piel.

      –¿Y cómo tendrías que castigarme…?

      El deseo, que creía saciado, volvió a bullirle por dentro y se le entrecortó la respiración.

      Él entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa con esos labios que la habían besado por todos lados. Era una boca que cualquier mujer estaría encantada de besar a todas horas.

      –Un castigo que no olvidarás nunca.

      Helios apretó los dientes y gruñó mientras la miraba con un brillo ardiente en los ojos y se daba la vuelta hacia el espejo sin dejar de mirar el reflejo de ella por el rabillo del ojo. Introdujo la brocha en el cuenco y empezó a cubrirse la barba negra con una espuma blanca y espesa.

      Amy tuvo que reconocerse que le fascinaba mirarlo. Se afeitaba como si fuera un caudillo medieval en una película. Sin embargo, también le asustaba. La hoja de afeitar era muy afilada, un mal gesto de la mano y…

      En cualquier caso, no podía apartar la mirada de él mientras se pasaba la cuchilla por la mejilla. Tenía un erotismo que la transportaba a otros tiempos, cuando los hombres eran hombres de verdad… Y Helios lo era de los pies a la cabeza.

      Si hubiese querido, podría haber chascado los dedos y un batallón de empleados se habría presentado para afeitarlo, pero ese no era su estilo. La familia Kalliakis era descendiente directa de Ares Patakis, el guerrero que liberó a Agon de los invasores venecianos hacía más de ochocientos años. Los príncipes de Agon aprendían a utilizar armas con el mismo esmero que aprendían el protocolo real. Para su amante, una cuchilla de afeitar era una más de las muchas armas que dominaba. Esperó a que él hubiera limpiado la cuchilla en una toalla para volver a hablar.

      –¿Tengo que interpretar que no me has reservado un poco de tiempo esta noche a pesar de mis pequeñas indirectas?

      Las pequeñas indirectas habían sido decirle en cada ocasión que había tenido que le encantaría asistir al baile real del que hablaba toda la isla, pero la verdad era que no había esperado recibir una invitación. Solo era una empleada del museo del palacio y, para más señas, una empleada temporal.

      Además, tampoco iban a estar juntos toda la vida, se dijo a sí misma con una punzada de melancolía. Su relación no había sido un secreto, pero tampoco la habían aireado. Era su amante, no su novia, y ella lo había sabido desde el principio. No tenía una relación oficial con él y no la tendría nunca.

      Helios volvió a llevarse la cuchilla a la mejilla y dejó ver otra franja de piel morena.

      –Aunque adoro estar contigo, no sería apropiado que asistieras.

      Ella hizo una mueca y la mascarilla se agrietó.

      –Ya lo sé. Soy una plebeya y los asistentes al baile son la flor y nata de la alta sociedad.

      –Nada me gustaría tanto como verte allí con el vestido más hermoso que se pueda comprar, pero no estaría bien que mi amante asista al baile donde tengo que elegir esposa.

      El relajante baño caliente se enfrió en cuestión de segundos y se sentó.

      –¿Elegir esposa? ¿De qué estás hablando?

      Volvió a mirarla a los ojos en el espejo.

      –El verdadero motivo del baile es que elija esposa.

      –¿Como en Cenicienta? –preguntó ella después de una pausa.

      –Exactamente –Helios se afeitó la barbilla y volvió a limpiar la hoja en una toalla–. Ya sabes todo esto…

      –No –replicó ella lentamente y con la sangre helada–. Creía que el baile era un acto más previo a la gala.

      Faltaban tres semanas para que todas las miradas se dirigieran hacia Agon. La isla celebraba el aniversario de los cincuenta años de reinado del rey Astraeus y jefes de Estado y mandatarios del todo el mundo acudirían para la ocasión.

      –Y lo es, creo que se dice «matar dos pájaros de un tiro».

      –¿Por qué no puedes encontrar una esposa de una forma normal?

      ¿Cómo era posible que le funcionaran las cuerdas vocales cuando tenía el resto del cuerpo paralizado?

      –Porque soy el heredero al trono y tengo que casarme con alguien de sangre real, ya lo sabes.

      Efectivamente, lo sabía, pero había pensado que sería en otro momento. No se le había pasado por la cabeza cuando se acostaba con él todas las noches.

      –Tengo que elegir acertadamente –siguió él en el mismo tono que si estuviera hablando de la cena que iban a pedir–. Naturalmente, tengo una lista de favoritas, de princesas y duquesas que he conocido a lo largo de los años y que me han llamado la atención.

      –Naturalmente… –repitió ella–. ¿Hay alguna que encabeza la lista o hay varias que se disputan el puesto?

      –La princesa Catalina de Monte Cleure es la mejor situada. Conozco a su familia desde hace años, han asistido a nuestro baile de Navidad desde que Catalina era un bebé. Su hermana y su cuñado se conocieron en el último –Helios sonrió al acordarse del escándalo–. Catalina y yo salimos a cenar un par de veces cuando estuve en Dinamarca la semana pasada. Tiene todos los requisitos para ser una magnífica reina.

      Amy vio en la cabeza una imagen de esa princesa con el pelo negro como el azabache, una belleza muy seguida por la prensa por su encanto regio y etéreo… y sintió náuseas.

      –No habías dicho nada…

      –No hay nada que decir.

      –¿Te has acostado con ella?

      –¿Qué pregunta es esa? –preguntó él mirándola fijamente con el ceño fruncido.

      –Una pregunta normal de una mujer a su amante.

      No se le había ocurrido hasta ese momento que podría haberse equivocado. Helios no le había prometido fidelidad, pero tampoco había hecho falta. El deseo de uno hacía el otro había sido devorador desde la primera noche que pasaron juntos.

      –La princesa es virgen, y seguirá siéndolo hasta que se case, sea conmigo o con otro hombre. ¿Contesta eso a tu pregunta?

      Ni lo más mínimo, solo daba pie a infinidad de preguntas que no tenía derecho a hacer y que prefería que él no contestara. Solo pudo hacerle una pregunta.

      –¿Cuándo crees que te casarás con esa mujer tan afortunada?

      Si él captó la ironía en su tono, lo disimuló muy bien.

      –Será

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