En el ardor. Мишель Смарт

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En el ardor - Мишель Смарт Miniserie Bianca

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botellas están tapadas.

      –¿Mejor? –preguntó Helios con una sonrisa forzada.

      –Ahora pareces un asesino en serie.

      –Tu apoyo no tiene precio, como siempre –Helios vació la copa y se levantó–. Si tenemos en cuenta que no soy el único príncipe que tiene que casarse y tener herederos, creo que tú también deberías mezclarte con nuestras hermosas invitadas.

      Sonrió con sorna ante el gesto de disgusto de Teseo. Si bien él aceptada su destino con la férrea resignación que le habían inculcado en el internado inglés donde se había criado, sabía que su hermano, más rebelde, tenía las mismas ganas de casarse que una cebra de entrar en la jaula de un león.

      Luego, mientras bailaba con la princesa Catalina a una distancia prudencial para que sus cuerpos no se tocaran, y sin la más mínima intención de salvar esa distancia, volvió a pensar en su abuelo.

      El rey no había asistido esa noche, estaba guardando las pocas fuerzas que le quedaban para la gala de celebración del aniversario. Si estaba dispuesto a dar el último paso y sentar la cabeza, era por ese hombre extraordinario que había criado a los tres hermanos desde que él tenía diez años.

      Haría cualquier cosa por su abuelo.

      Pronto recibiría la corona, antes de lo que había deseado y esperado, y necesitaba una reina a su lado. Quería que su abuelo pasara en paz a la otra vida, con la tranquilidad de saber que la continuidad del linaje de los Kalliakis estaba garantizada. Si el tiempo era considerado con ellos, su abuelo podría llegar a verlo en el altar.

      Capítulo 2

      DÓNDE SE había metido?

      Helios llevaba quince minutos en su apartamento y Amy no contestaba a sus llamadas. Según el jefe de seguridad, se había marchado del palacio. Su contraseña personal indicaba que se había marchado a las ocho menos cuarto, más o menos cuando sus hermanos y él estaban recibiendo a los invitados.

      Volvió a llamarla mientras iba al mueble bar y se servía una generosa copa de ginebra. La llamada terminó en el buzón de voz. Se bebió el líquido cristalino y se llevó la botella a su despacho.

      Los monitores de seguridad mostraban imágenes de los pasadizos secretos, pero solo él podía verlas. Miró con detenimiento la pantalla de la cámara número tres, que estaba enfocada hacia la puerta que los conectaba. Había algo en el suelo que no podía distinguir claramente…

      Fue a la puerta, la abrió y vio una caja. Era una caja llena de frascos de perfume, joyas y recuerdos. Eran los regalos que le había hecho a Amy mientras habían estado juntos. Los había amontonado en una caja y la había dejado en su puerta.

      El arrebato de furia lo desgarró por dentro. Levantó un pie antes de saber lo que estaba haciendo y le dio una patada a la caja. El cristal se hizo añicos y el ruido retumbó en medio del silencio.

      No hizo nada durante un buen rato, se limitó a tomar aire mientras temblaba de furia y dominaba las ganas de hacer mil pedazos lo que quedaba en la caja. La violencia había sido la solución de su padre para los problemas de la vida. Siempre había sabido que era algo que él también llevaba dentro, pero, al contrario que su padre, sabía controlarlo.

      Esa furia repentina que se había adueñado de él era incomprensible.

      Amy, que sabía lo retrasada que iba, cerró la puerta de su apartamento y bajó corriendo las escaleras que llevaban al museo del palacio. Marcó su contraseña, esperó a que se encendiera la luz verde, abrió la puerta y entró en la zona privada del museo, una zona vedada para los visitantes.

      Pasó al lado de la pequeña cocina para el personal y cruzó los dedos para que no se hubiesen acabado los pasteles y el café. Los bougatsas recién hechos por los cocineros del palacio que les llevaban todas las mañanas se habían convertido en su comida favorita.

      Se le hizo la boca agua solo de imaginarse los pasteles de pasta filo ligeros y saciantes a la vez. Esperaba que quedara alguno relleno de crema. No había comido casi nada durante los dos últimos días y en ese momento, después de haber conseguido dormir un poco, estaba hambrienta. Además, se había quedado dormida a pesar del despertador y aceleró el paso mientras subía un tramo de escaleras que llevaba a la sala de reuniones.

      –Siento el retraso –se disculpó ella mientras entraba con una mano en el pecho–. Me he…

      No pudo terminar la frase cuando vio a Helios sentado a la cabecera de la mesa redonda. Tenía los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos de una mano pegadas a las de la otra. Estaba recién afeitado y, aunque iba vestido informalmente, con un jersey verde oscuro de cuello redondo, irradiaba un poder abrumador, un poder que, en ese instante, estaba concentrado en ella.

      –Me alegro de que nos acompañe, señorita Green –comentó él en un tono equilibrado, aunque sus ojos eran como dos balas marrones que apuntaban hacia ella–. Siéntese.

      Ella, desasosegada al verlo allí, parpadeó varias veces y tomó aire. Helios era el presidente del museo del palacio, pero no participaba casi nada en la gestión cotidiana. Solo había asistido una vez a la reunión de los martes durante los cuatro meses que ella había trabajado allí.

      Anoche, cuando volvió al palacio, supo que tendría que verlo pronto, pero había esperado que le concediera unos días. ¿Por qué había tenido que aparecer ese día precisamente? Era la primera vez que se quedaba dormida y tenía un aspecto espantoso.

      Además, para colmo de la desdicha, el único asiento libre estaba justo enfrente de él. Lo separó de la mesa y se sentó con las manos agarradas sobre el regazo para que no se viera que estaban temblando. Greta, una de las conservadoras y la mejor amiga que tenía ella en la isla, estaba sentada a su lado. Le tomó una mano y se la apretó con delicadeza. Greta lo sabía todo.

      En el centro de la mesa estaba la bandeja con bougatsas que tanto había anhelado. Quedaban tres, pero había perdido todo el apetito y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba por todo el cuerpo.

      Greta le sirvió una taza de café y Amy se lo agradeció.

      –Estábamos hablando de las obras que seguimos esperando para la exposición de mi abuelo –siguió Helios mirándola fijamente.

      El museo del palacio de Agon era muy famoso y acudían especialistas de todo el mundo, lo que hacía que los empleados hablaran un popurrí de idiomas. Para simplificarlo, el inglés era el idioma oficial en horario de trabajo.

      Amy se aclaró la garganta e intentó ordenar las ideas.

      –Las estatuas de mármol están de camino desde Italia y deberían llegar mañana por la mañana al puerto.

      –¿Hay alguien para recibirlas?

      –Bruno me mandará un mensaje en cuanto entren en aguas de Agon –Amy se refería a uno de los conservadores que volvería a Italia con las estatuas–. Acudiremos en cuanto nos lo comuniquen. Los conductores están avisados y todo está organizado.

      –¿Y las obras del museo griego…?

      –Llegarán el viernes.

      Helios sabía todo eso.

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