Diplomacia y revolución. Manuel Alejandro Hernández Ponce

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Diplomacia y revolución - Manuel Alejandro Hernández Ponce

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el beneficio de la libertad y cosechar los beneficios de ello en sus relaciones con México” (Hart, 1998: 354). Se olvidaría cualquier sentimiento antiamericano siempre y cuando Estados Unidos respetaran el camino revolucionario.

      El gobierno de Madero: la esperanza al restablecimiento de la paz

      A finales de 1911, una vez que Madero fue proclamado presidente, las críticas a la postura neutral estadounidense se hicieron cada vez más enérgicas. Un caso ejemplar fue el de Juan Leets, político centroamericano, quien con el respaldo del embajador Wilson logró repartir un texto al Congreso y Senado estadounidense donde denunció que el intervencionismo estadounidense no se aplicó con el mismo rigor en toda Latinoamérica, siendo México un caso de excepcional tolerancia.

      Leets explicó que el fracaso del porfiriato se sustentó en la ignorancia mexicana y la complicidad estadounidense. Se consideró que el gobierno de Díaz fue una etapa de progreso y prosperidad, haciendo posible la paz por más de tres décadas; pero al no educar a las masas para disfrutar las libertades políticas, no estaban facultadas para “mantener estos esfuerzos altamente fructíferos, los que se derrumbaron en el primer asalto del huracán revolucionario que barrió al país y que está desgarrando las entrañas en el país” (Leets, 1912: 10).

      De igual forma, Leets señaló que otro culpable de la violencia fue la intervención indirecta de Estados Unidos, pues desde el llamado maderista “la frontera americana fue prácticamente abierta para la introducción de armas a México, y de la capital americana fueron enviadas en abundancia para respaldar la revolución” (Leets, 1912: 11). Esta intervención fue calificada como un juego estratégico, pues a Was­hington le interesó ahondar en la discordia mientras movilizaba tropas que permitirían invadir al país, ello bajo el pretexto de la protección de vidas y propiedades americanas.

      Para 1912, el profesor L. S. Rowe, de la Universidad de Pensilvania, señaló que el movimiento contra Porfirio Díaz no fue coyuntural, sino consecuencia del apoyo preferencial a empresarios sobre las masas obreras, la pobre calidad de la educación y principalmente el federalismo simulado. En general, el poder político del país fue acaparado en la oficina presidencial (Rowe, 1912: 286). La revolución fue comparada con el movimiento de 1876, en el cual el propio Díaz llamó a la guerra en rechazo a la reelección de Lerdo de Tejada.

      Para este autor, la neutralidad de Estados Unidos resultó del “marcado contraste con otras revoluciones que han tomado lugar en México, o en la misma América Latina, el levantamiento contra el gobierno de Díaz fue exclusivamente civil” (Rowe, 1912: 281). Contrario a otros movimientos armados latinoamericanos, los revolucionarios tenían ventaja sobre Díaz, pues aun ignorando tácticas militares contaban con el equipo y apoyo secreto de las masas en Chihuahua, Coahuila, Sonora y Durango. Díaz, pese a su voluntad para gobernar, fue “un presidente de edad, con asesores de edad, que en su familiaridad con tácticas militares modernas eran totalmente ineptos” (Rowe, 1912: 291).

      La abdicación de Díaz resultó gracias a la opinión pública, que por primera vez en la historia mexicana alcanzó proporciones nacionales. El triunfo de la revolución fue reflejo del sentir popular reprimido desde la guerra tuxtepecana. Finalmente, descartó que el encumbramiento de Madero garantizara la restauración de la paz, pues las demandas sociales no estaban resueltas, por lo que parecía probable que se viviera un nuevo periodo de anarquía. Advirtió que si el maderismo seguía en el poder era consecuencia de una posible “intervención por parte de los Estados Unidos [que] ha ejercido una cierta influencia aleccionadora, [aunque] no ha sido suficiente para evitar los movimientos insurreccionales” (Rowe, 1912: 297).

      Respecto a la potencial intervención, advirtió que la Casa Blanca debía ser cuidadosa, ya que probablemente “se despertarían los recelos de cada mexicano patriótico que se unirían a una causa común, por lo que sin duda no beneficiarían a los intereses estadounidenses” (Rowe, 1912: 297). Su hipótesis fue que si Estados Unidos intervenía, se desataría un sentimiento nacionalista que sólo generaría un derramamiento mayor de sangre.

      Mientras algunos círculos intelectuales en Estados Unidos discutían el caso mexicano, los estadounidenses que habitaban en la frontera solicitaron la pronta intervención armada, y a ellos se sumaron extranjeros de la Gran Bretaña y Alemania. En atención a los demandantes, el general Brigadier Hare, delegado militar en Dallas, declaró que era viable y justificable iniciar una movilización al sur del río Grande, pues demandó al gobierno mexicano que “si tú no nos dejas proteger a nuestros ciudadanos, entonces tú debes protegerlos [… De no ser así] considero que es una obligación moral de Estados Unidos mantener bajo protección a los ciudadanos de otras naciones” (The Amarillo Daily News, 24 de febrero de 1912: 4).

      Aun ante los clamores por una intervención armada en México, la posición del presidente Taft fue contraria. Basado en los informes periodísticos y diplomáticos que sus colaboradores le hacían llegar, consideró que su posición no cambiaría, pues eran esperanzadores los logros de Madero en los últimos días. Negó rotundamente haber “tomado medidas para fortalecer la milicia americana en la frontera, o preparar una fuerza expedicionaria para operar en territorio mexicano” (The Amarillo Daily News, 24 de febrero de 1912: 4).

      Por recomendación del embajador Wilson, Taft ordenó al servicio diplomático redoblar las medidas preventivas hacia México. Una de las primeras medidas fue enviar mil rifles Kragg estándar de Nueva York a la colonia americana en Ciudad de México. Es importante señalar que la Ciudad de México registró al mayor número de estadounidenses residentes en México con 3 987 (Secretaría de Agricultura y Fomento, 1918), por lo que era necesario extremar las medidas de protección. En consecuencia, en la capital se rumoró que, para cuidar a la embajada estadounidense, estaba por ser transportado un grupo de fuerzas militares especiales (The Amarillo Daily News, 30 de marzo de 1912: 1).

      A los llamados prointervencionistas en México, se sumó la voz de algunos ciudadanos de El Paso, quienes mediante comunicados y notas de prensa demandaron a Smithson, secretario de Guerra de Estados Unidos, que enviara un destacamento a Ciudad Juárez. La vida en México era intolerable, “los robos y atracos nocturnos en Juárez en que los estadounidenses son víctimas y sus negocios y casas son saqueadas” (The Amarillo Daily News, 30 de marzo de 1912: 1). Los solicitantes promovieron una intervención más no una invasión, pues señalaron que una patrulla de soldados sería suficiente para su seguridad, ello hasta que el gobierno mexicano retomara las riendas en la frontera. La Casa Blanca fue receptiva respecto a las demandas de protección, por lo que envió un destacamento para que resguardara la zona fronteriza.

      En México causó preocupación la declaración de Taft, quien refirió que “el ministro de la Guerra debió haber asistido a las fiestas de la coronación del Rey de Inglaterra, pero que no lo hizo por el temor que había de que estallara una guerra con Méjico [sic]” (El País, 24 de junio de 1911: 2). Parecía que la situación en México estaba lejos de restablecerse, por lo que la movilización de tropas y mandos militares en la frontera fue crucial para actuar en cuanto fuera necesario.

      La

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