Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego. Maisey Yates
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–Recogeré el traje después – indicó la sirvienta con ademán obediente. A toda prisa, agarró el carrito y se fue.
La puerta se cerró y Olivia y el sultán se quedaron a solas. Mirándose el uno al otro.
Él empezó a desabrocharse la camisa, contemplando cómo los ojos de ella seguían todos sus movimientos.
–Tal y como yo lo veo, tu futuro y tus probabilidades de sacar adelante a tu país dependen de mí. No hay nadie más para ayudarte. ¿A quién tienes de tu lado? ¿A los viejos consejeros de tu hermano? ¿A los nuevos empleados que apenas conocen su cargo? Iban a dejar que asistieras a la coronación con el mismo aspecto que tenías cuando te conocí. Tu pueblo se habría resentido contigo por no haberte tomado la molestia de afeitarte y arreglarte para un evento de esa magnitud. ¿Te han asesorado, al menos, sobre cómo tratar con la prensa?
Por primera vez, Tarek se sintió incómodo y perdido. Se había centrado en aclimatarse a la vida en palacio y a su nueva posición. Sabía que podía ayudar a su nación a salir de la ruina. Sin embargo, sobre la prensa y sobre un salón de baile, no sabía nada. No tenía ni idea de cómo mantener una conversación formal, ni mucho menos de cómo dar discursos. Sabía cómo inspirar terror a sus enemigos. Podía causar un reguero de sangre y destrucción en un ejército solo con su espada.
Pero las normas sociales eran algo extraño para él.
Tan extraño como sentir los cálidos dedos de Olivia sobre la piel.
Era un hombre acostumbrado a vivir entre la vida y la muerte. Había sobrevivido a batallas y torturas.
Aunque, en otro sentido, apenas era un hombre. No había sido entrenado para lo que se le presentaba.
Iba a tener que rehacerse de nuevo.
Pocas cosas le asustaban. Pero la perspectiva de tener que reformar su ser otra vez lo mareaba y lo llenaba de angustia.
Miró a la delicada Olivia. Antes que ella, ¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo habían tocado? Todo contacto que había recibido en los últimos años había ido dirigido a destruirlo, a acabar con él.
Tal vez, si se dejaba reformar por las manos de Olivia, la experiencia no sería dolorosa.
Quizá ella tenía razón. Tal vez era la única esperanza que le quedaba.
Había sido sincera con él. Sus ojos habían estado llenos de dolor cuando le había confesado que no tenía a donde ir. Lo necesitaba. Tal vez, si admitía que esa necesidad era mutua, no sería tan terrible, reflexionó el sultán.
–La coronación tendrá lugar dentro de dos semanas – señaló él–. No sé qué se espera de mí.
–Tú eres quien decide eso. Eres el sultán. Pero debes entender que, si te saltas ciertos protocolos, resultará extraño.
–¿Ayudaste a tu primer marido en su coronación?
–No tuve que hacerlo – contestó ella con una suave sonrisa–. Marcus había nacido para ser rey. Lo educaron para eso. Con traje o sin traje, parecía lo que era. Tú, sin embargo, no pareces un aristócrata ni con el mejor de los trajes. No te lo tomes a mal. Solo es la verdad. No, no lo ayudé. Yo no tenía ni idea de cómo ser reina hasta que Marcus me enseñó. Me temo que a ti te va a resultar un poco más difícil que a mí aprender, pero puedo ayudarte.
–Nos casaremos – afirmó él con voz ronca–. No sé nada de esta vida. Sé lo que quiero. Sé quién quiero ser. Pero no puedo lograrlo sin ti. Me has convencido.
Ella se quedó sin aliento.
–¿Tras solo cuatro días?
–Eres tenaz. Y muy convincente – afirmó él, y se quitó la camisa–. Anunciaremos nuestro compromiso en la coronación. Creo que es mejor ofrecer al país una imagen de solidez. Eso incluye el tener una esposa. ¿Podrás encontrar un vestido para la boda con la premura necesaria?
–Sí.
Por primera vez desde que la había conocido, Olivia Bretton parecía rendida. Se había mantenido altiva en todo momento, pero, cuando acababa de conseguir su propósito, parecía haberse encogido.
–No te eches atrás ahora – dijo él–. Cuando te conocí, pensé que te marchitarías en el desierto, pero me has demostrado que estás hecha de acero. No me decepciones. No cuando he admitido que te necesito.
Ella enderezó la espalda, recuperando parte de su altivez.
–No lo haré.
–Bien.
–Entiendes que, cuando aparezcamos en esa coronación, debemos parecer una pareja unida, ¿verdad? Debemos ser un ejemplo de solidez. Yo tengo una reputación que mantener. Los ciudadanos de mi país me aman. Nuestra unión fortalecerá el comercio entre Tahar y Alansund.
–¿Significa eso que tengo que llevarte de mi brazo?
–Creo que podemos pasar por alto el baile. Dudo que nadie te culpe. Pero sí, tenemos que dar la impresión de estar muy unidos. Tendrás que pronunciar un discurso sobre tus planes para Tahar.
–No tengo a nadie que me escriba los discursos. Lo despedí.
–¿Sabes… escribir? – preguntó ella, titubeando.
–Sí. Aunque admito que no lo hago a menudo.
–Quizá podamos hacerlo juntos. Si puedes poner tu plan sobre el papel, yo puedo revisarlo para que quede bien. Haces buen uso de las palabras, eso tengo que reconocerlo.
–Eso es por todo el tiempo que he pasado solo.
–¿Por qué dices eso?
–Porque pasaba mucho tiempo hablando conmigo mismo. He tenido cuidado de no perder todos los idiomas que me enseñó mi padre – explicó él. Eran los únicos retazos de humanidad que había seguido llevando en el alma. A pesar de que, muchas veces, las palabras le habían parecido fuera de lugar en un sitio como el desierto, se alegraba de no haberse olvidado de ellas.
–Bien. Eso nos será útil más adelante.
–Vivo para resultarte útil, mi reina.
–Lo dudo – repuso ella, sonriendo.
Entonces, Olivia bajó la mirada. El sultán vio cómo lo contemplaba de los pies a la cabeza. Cuando, al fin, ella levantó la vista, tenía las mejillas sonrojadas.
–Me estás observando.
–Me resultas fascinante.
–¿Por qué? – preguntó él con voz ronca. De nuevo, un extraño fuego se había apoderado de su cuerpo.
–Ahora mismo, me resulta fascinante tu cuerpo.
El color de las mejillas de Olivia se intensificó, al mismo tiempo que a él le subía la temperatura.