Una aristócrata en el desierto - Matrimonio en juego. Maisey Yates
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Nerviosa, se alisó el vestido de color ciruela y se atusó el pelo, recogido en un moño. Tenía el aspecto de una mujer compuesta y calmada, aunque no se sentía así.
Cuando llegó a la habitación de Tarek, lo encontró delante de su escritorio. Tenía la cabeza agachada y una expresión de intensa concentración.
Se había puesto el traje, que se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros, su cintura estrecha y sus musculosos muslos.
Olivia había tenido razón. Por muy caro y cuidado que fuera el atuendo, nada podía darle el aspecto de un rey. No parecía un aristócrata. Parecía un hombre recién salido del desierto. De todos modos, algo en su intento de aparentarse civilizado le daba un halo de peligrosidad, realzaba sus rasgos duros y acentuaba la fuerza de su cuerpo.
–Pareces listo para arrancarle la cabeza a alguien – comentó ella, intentando disipar la tensión que la atenazaba.
–Siempre hago lo que debo – repuso él.
–Qué miedo – dijo ella con sarcasmo. Sin embargo, intuyó que el sultán hablaba en serio. Un escalofrío la recorrió, pero no estaba segura de si era de miedo o de excitación. Había una frontera borrosa entre ambas sensaciones en lo relativo a Tarek.
–A menos que quieras hacerle daño a mi país, no tienes nada que temer de mí.
Olivia lo dudaba mucho. Aunque no quiso darle más vueltas.
–Bien.
–No estoy seguro de cómo hacer el discurso.
–Aquí estoy para ayudarte.
Al momento, Tarek le tendió un puñado de papeles escritos a mano.
–¿No podías haberlo mecanografiado? – inquirió ella, dándose cuenta casi al mismo tiempo de lo ridículo de su pregunta. Si él ni siquiera sabía usar el teléfono…
–No.
–Lo siento. ¿Sabes utilizar un ordenador?
–No lo he hecho desde hace años.
–La tecnología cambia muy rápido. A lo mejor tienes que aprender de nuevo – indicó ella, y bajó la vista hacia los papeles–. Pero eso no es prioritario ahora. Vayamos poco a poco.
El discurso no era muy elocuente. Olivia no iba a mentirle en eso.
–De acuerdo. Creo que hay una cierta estructura en lo que quieres decir. Es lo que quieres hacer por el país. Yo he hablado contigo y sé que hablas con propiedad – señaló ella, devolviéndole los escritos–. Puedes usar estos papeles, si te pierdes. Ahora cuéntame lo que quieres para Tahar, tus planes para el futuro. Hazlo con brevedad, pues la gente se cansa de escuchar. Y no es bueno que te excedas en tus promesas.
–No sé hablar en público.
–No creo que sea cierto – negó ella–. Estás acostumbrado a dirigir ejércitos. Tienes que darles instrucciones antes de la batalla, ¿no es así?
–Sí.
–Esto es lo mismo. Es como un grito de guerra para tu gente. La situación puede no ser muy halagüeña en el presente, pero nada es imposible. Te has enfrentado a tus enemigos y has triunfado. También triunfarás ahora. Y tu pueblo, contigo.
Él arqueó una ceja.
–Quizá sería mejor que dieras tú el discurso.
–Es una pena que el pueblo no quiera escuchar a la mujer del sultán. A menos que sea en la inauguración de un hospital para niños o algo así.
–También tengo que ocuparme de eso.
–No – dijo ella, conteniendo la tentación de tocarle–. Yo seré tu otra mitad. Seré la parte delicada y me encargaré de esa clase de cosas. Tú debes ocuparte del grito de guerra, de animar a tu gente.
–Parece factible.
–Así es el matrimonio. Nos repartimos las tareas. No nos amamos, pero eso no es necesario para cumplir nuestro objetivo. Llevas a este país en la sangre. Eres un guerrero. Son cosas que yo nunca seré. Juntos, podemos hacer que funcione.
Al pronunciar esas palabras, Olivia se sintió como si todo encajara. Se sintió completa, en su sitio. Por fin podía ser parte de algo, en vez de quedarse a solas en un rincón.
–Necesito que ahora seas más que mi otra mitad – señaló él, mirándola a los ojos–. Porque siento que yo tengo poco que ofrecer.
–No te preocupes – repuso ella, tragando saliva, todavía emocionada por lo que acababa de comprender–. Habrá ocasiones en que tú tengas que aportar más de la mitad.
–Si eso sucede, te juro que lo haré.
No fue una promesa apasionada, ni romántica. No se parecía en nada a la declaración de amor que Marcus le había dedicado en el yate familiar durante una cena. Sin embargo, significó mucho para ella.
–Si puedes prometer a tu país lo que acabas de prometerme a mí, creo que tu discurso irá bien.
–Se me dan bien las promesas – afirmó él en voz baja–. Mantuve la palabra que le di a mi hermano durante quince años. Me entregué a mi país. Ayudé cuando fue necesario. Nunca consideré mi propio placer por encima de la seguridad de la nación. A diferencia de mi hermano, mi propio placer no me importa. Cuando a un hombre se le quita todo lo que tiene, solo le queda su propósito en la vida. Si pones tu fe en las cosas pasajeras, el fuego del mundo las consumirá y te quedarás sin nada. Pero, si pones tu fe en una roca, siempre se mantendrá ahí. Este país es mi roca. Seguiré luchando por él hasta mi último aliento.
Olivia se sumergió en la intensidad de sus ojos negros y, durante un instante, deseó que estuviera hablando de ella. Tragó saliva.
–Cuando subas al podio para hablar, eso es lo único que tienes que decir. Esta es una nación herida y creo que tus palabras pueden curarla. Tú eres el hombre que tu pueblo necesita.
Y el hombre que Olivia necesitaba. Con el corazón acelerado, sintió que una oleada de pánico se apoderaba de ella. No quería pensar esas cosas. Debía de estar loca. Sabía que no debía depender emocionalmente de nadie. ¿Por qué, de pronto, ansiaba poner sus esperanzas en Tarek?
Necesitaba calmarse, se reprendió a sí misma.
–No puedo hacer más que confiar en ti – dijo él.
–Haré todo lo posible para que no lo lamentes nunca.
–Yo haré lo mismo – repuso él con gesto pétreo.
–No lo dudo.
–He buscado un anillo para ti – indicó el sultán tras un instante de titubeo.
–¿Sí? – dijo ella con el corazón en la garganta. ¿Por qué reaccionaba de esa manera?, se preguntó a sí misma. Estaba