Nacionalismos emergentes. Carlos Requena

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Nacionalismos emergentes - Carlos Requena

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sentimientos colectivos, que exige y reclama para sí el patriotismo de los dos siglos anteriores. Las personas en el siglo XXI no se disciplinan si no es con un fin útil claramente previsto por un programa realizado con mentalidad de cálculo, de previsiones, de rentabilidad. ¿Por qué un joven, al salir de la universidad, habría de sentirse obligado a sacrificar parte de su vida en aras del fortalecimiento de unos nexos que a ciencia cierta no entiende o no le interesan?

      Tal como lo explicaremos en las siguientes páginas la generación emergente, comúnmente llamada milenial, posee un sentido de la existencia poco apto para asumir un ideal nacionalista, o quizá debería decir poco apto para asumir una función en la colectividad que no implique un extremo respeto a su individualidad y a la esfera de protección jurídica de esta. ¿Egoísmo?, ¿falta de solidaridad?, ¿falta de conciencia social? Me niego a emplear esos calificativos que, si bien nos ahorraría tinta, papel y críticas de ciertos sectores nacionalistas, resultan demasiado apresurados y quizá injustos para definir la postura de la nueva generación frente a un mundo de ideales nacionalistas y patrióticos.

      Ni aun la generación anterior a la que pertenecemos los que nacimos entre 1961 y 1981, a quienes se nos denominó la generación X, puede dar razón de un tipo de nacionalismo como el que vemos surgir y que no conocíamos más que en los libros de historia.

      El nacionalismo que conocimos los que pertenecemos a esa generación era difuso. En México llegamos a escuchar un discurso sobre el nacionalismo revolucionario que no comprendíamos porque desconocíamos si aquella revolución a la que se referían los presidentes de la República, como José López Portillo o Miguel de la Madrid, había sido tan exitosa como se afirmaba en los libros de historia, pues lo que veíamos en nuestro entorno, no era sino un país depauperado por una reforma agraria inviable y por una práctica de corrupción cada vez más clamorosa, aunque se guardaran las apariencias bastante mejor que ahora.

      En nuestro entorno internacional tampoco experimentamos o vimos el tipo de nacionalismo que ahora parece reconquistar fueros perdidos. Crecimos en un mundo polarizado entre dos grandes Estados que incorporaban a sus respectivos bloques, países a los que poco importaba el valor de lo nacional si la posición geoestratégica era lo primordial. En el bloque soviético, inspirado por un universalismo revolucionario del proletariado internacional, el nacionalismo se convirtió en una palabra impronunciable, en una postura sospechosa de alta traición. Se domesticó el nacionalismo imponiendo una lengua, borrando del mapa fronteras y sustituyendo banderas y símbolos patrios por la hoz y el martillo.

      En Occidente no se llegó a ese nivel de fusión de antiguas naciones, pero tampoco se reafirmaron valores propios, sino occidentales, capitalistas o de lealtad a la otan. En América Latina los nacionalismos tuvieron muy mal cartel hasta hace unos cuantos años, pues los partidos de izquierda los vieron como expresión de valores poco solidarios con el ideal de unión del proletariado y, en su mayor parte, los de derecha acudieron al nacionalismo para dar golpes de Estado en nombre del interés de la nación frente a enemigos del exterior. Solo es necesario pensar, por ejemplo, en la más absurda de las guerras que presenciamos: la de las Malvinas, declarada en nombre de la defensa del territorio nacional argentino, pero que en realidad fue un pretexto para fortalecer el gobierno militar de Galtieri.

      Así pues, ni los milenial ni los de la generación X hemos tenido la experiencia de sentimientos nacionalistas. Nada hubo para nosotros más lejano e incomprensible que los honores a la bandera o el juramento de lealtad que nos hacía repetir palabras ininteligibles: bandera de nuestros héroes, símbolo de la unidad de nuestros padres y de nuestros hermanos (…). Nuestro patriotismo era como nuestro civismo: formal, aparente, y sin convicción. En una palabra, políticamente correcto.

      Los capítulos 7 y 8 están dedicados específicamente a los retos que esa emergencia del nacionalismo supone para México. Planteo algunas interrogantes acerca de nuestro patriotismo, de nuestro modo particular de entender lo propio y lo ajeno, y nuestra manera de vivirlo. Pero no me conformo con generar inquietudes; me he propuesto en este libro sondear posibles respuestas a los desafíos del nacionalismo en un mundo de neonacionalismos. Por obvias razones, me he planteado esos desafíos y he reflexionado sobre posibles respuestas en el marco de un antimexicanismo que parece amenazarnos a raíz del triunfo del conservador, nacionalista y populista Donald Trump. Pero no quisiera que mi reflexión fuera únicamente de reacción. Me parece que el momento presente es ideal para reinventar nuestro nacionalismo, superar ciertos traumas históricos y presentarnos al mundo con un rostro nacional más humano y positivo.

      No puedo dejar de mencionar en esta introducción la influencia que he recibido de mis maestros de la Universidad Panamericana, así como de un sinfín de lecturas en torno al fenómeno que me ocupa en el presente estudio. Pero mi aportación está quizá más allá de la academia, es una reflexión derivada también de mis años de experiencia profesional como abogado, en los que he aprendido a gozar con los éxitos de mi país y a compadecer sus sufrimientos e injusticias.

      1.1. El resurgir del discurso nacionalista

      En los últimos meses del año 2015 y a lo largo de 2016 vimos aparecer un discurso nacionalista derivado de una serie de fenómenos relacionados con la migración a nivel mundial y el despertar de ciertas tendencias polarizadas. La mayoría de los estudios y análisis que se han realizado sobre este fenómeno hablan de un desencanto del mundo globalizado y de los nocivos efectos del capitalismo rampante que ahogó todo sentimiento de justicia e igualdad. Pero sin duda la cuestión es más compleja. Estamos viendo aparecer o expandirse brotes de nacionalismos perfectamente localizados en países o regiones que no se vieron afectados gravemente por la globalización o incluso que se beneficiaron de ella, como en Cataluña, Escocia, Irlanda del Norte o Italia. Aunque también en algunas zonas que vienen cargando con el problema nacionalista de odios e injusticias como el Kurdistán.

      En ese contexto han surgido con renovado brío algunos movimientos más radicales de corte fundamentalista que no debemos confundir con el nacionalismo, a pesar de moverse en las mismas coordenadas de pensamiento (reivindicaciones territoriales, lingüísticas, religiosas, étnicas e históricas). No son lo mismo, pues mientras el nacionalismo al que podemos llamar occidental busca caminos generalmente democráticos para sus reivindicaciones, como el plebiscito, las asambleas o los pactos a futuro, los movimientos fundamentalistas tienden a hacerlo por medios violentos como la guerrilla, la guerra abierta o el terrorismo, o a través de los encontronazos callejeros con aquellos grupos que piensan de un modo diferente.

      Las causas de esta aparición de nacionalismos y fundamentalismos, como he dicho, son muy variadas y trataremos de esclarecerlas a lo largo de estas páginas. Sin embargo, por razones de orden expositivo daré cabida a la que se considera como causa de muchos de esos movimientos de reivindicación de lo nacional frente a los universalismos culturales, políticos y económicos: la crisis de la economía global de corte neoliberal.

      En ese marco donde tuvo su desarrollo un discurso universalista que desestimó la identidad nacional por no convenir a intereses comerciales e incuso obstaculizar la creación de mercados cautivos, ¿cómo una empresa de lujo pudo crear un monopolio en el que se consumen sus productos si estos son vistos como pecaminosos o excesivos por una sociedad que sigue a pie juntillas los preceptos de austeridad y renuncia como el islam o ciertos grupos calvinistas? Lo primero fue, por tanto, llevar a cabo un proceso de desculturización de los valores autóctonos y enseguida la transculturación de valores sociales favorables al consumo y al estilo de vida que vendían las empresas capitalistas. La nación pasó así a un segundo plano, al menos en la práctica cotidiana de los países y sus gobiernos, en los que pesaban más los dos criterios comerciales y mercantilistas que el ideal nacional.

      Desde luego, ese proceso de desculturización

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