Nacionalismos emergentes. Carlos Requena

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primer lugar, la renuncia al mundo de seguridades en el que nos hemos movido hasta hoy, y sin las cuales el mundo parece volverse terreno frágil que nos produce miedos de todo aquello que no tenga referentes claros en ideas, dogmas, principios y fórmulas. Por otra parte, la posverdad consiste en una forma de pensar sujeta a prueba y error. Como sostiene el Dr. Tal Ben-Shahar, en un libro que recopila sus cursos de Psicología Positiva, impartidos con enorme éxito en la Universidad de Harvard, el ser humano consigue su felicidad cuando logra despojarse de esa obsesión que se le ha inculcado por la perfección[12] y aprende a moverse en el terreno de lo variable, de lo contingente, sujeto siempre a prueba y error. Países como Bután, que es considerado de los más felices del mundo, ha propuesto en este sentido que, junto al pib, se mida la prosperidad de los países por el producto interno de felicidad (pif). Cuestión que nos aleja de nuestros esquemas individualistas en los que la verdad es solo cuantificable por medio de ecuaciones, y coloca las emociones fuera del margen de lo racional.

      Y es que existe una tendencia en el mundo actual a desestimar el papel que necesariamente juegan las emociones en el terreno de la política. Como si la emoción fuese una expresión de nuestra parte menos humana, menos racional y quizá, por ello, más animal. Lo cual no solo es erróneo sino contrario a la realidad de nuestro ser.

      El nacionalismo es una emoción suscitada en la sociedad por medio de una evocación sentimental, nostálgica o de indignación. Pero ¿acaso no tienen las emociones un lugar en la política? Y si no, ¿de qué hablamos cuando invocamos el patriotismo? ¿A qué nos referimos al hablar de nacionalismos? Incluso podríamos preguntarnos: ¿qué es el humanitarismo sino una emoción que nos mueve a actuar en favor de los demás? Todas son emociones políticas que hemos de someter al gobierno de la razón, pero no para ocultarlas o negarlas como si fuesen un defecto del ser humano, sino para encausarlas, pues lo cierto es que no se trata de vicios o debilidades, como se entiende en la modernidad, que debemos dominar de manera radical para liberarnos de su influencia negativa. Ciertamente hay emociones nocivas como el odio o la envidia y otras que son positivas como el anhelo, el afán, la lealtad o el amor. Negar que las emociones tengan un legítimo y digno papel en la política es contrario a nuestra naturaleza más elemental. No obstante, reconozco que se trata de la moral en la que fuimos educados la mayoría de quienes conformamos la generación X. Nuestro modelo de comportamiento era, como lo expresara Max Weber, la perfección racionalista recogida por la moral de origen protestante, según la cual los niños no lloran, las mujeres deben someterse a sus maridos y los sentimientos deben dejarse para la intimidad, que es su lugar ético. A tal grado se expandieron estas ideas en el mundo moderno del que somos herederos, que la idea que teníamos de democracia era absolutamente contraria al mundo de las emociones, era un sistema de diálogo, de razones, siempre razones. Por ello crecimos pensando que lo racional, lo serio, lo correcto era comportarnos según el modelo dialógico que reduce la democracia y, especialmente, la actividad electoral a normas rígidas que tratan de ignorar las emociones que suscitan sentimientos de aprobación, adhesión o crítica.

      Los nacionalismos nos sitúan en una dimensión diferente. No buscan reducir al ser humano a una sola de sus funciones naturales, como razonar, sino que mueven la voluntad por vías diversas a las del raciocinio: las emociones políticas. ¿Hasta dónde es éticamente válido hacerlo? Es una cuestión que nos llevaría demasiado lejos. Baste por ahora con señalar que, desde nuestro punto de vista, la emoción política no ha de sustraerse jamás del campo de la verificación y de la lealtad a la verdad. No debe dar motivo para tomar los intrincados caminos de la manipulación de sentimientos, la simulación o el chantaje basado en falsas promesas de repúblicas utópicas. En suma, la emoción no está reñida con la democracia. Es falso pensar que los sentimientos nacionalistas son regresiones culturales o tendencias fascistas o antidemocráticas.

      Como ha señalado Martha Nussbaum, “a veces suponemos que solo las sociedades fascistas o agresivas son intensamente emocionales y que son las únicas que tienen que esforzarse en cultivar las emociones para perdurar como tales”.[13] Por ello, en la mayoría de nosotros —educados según el modelo ético capitalista— parece habitar una suerte de contraposición categórica entre lo racional y lo emocional. En todo caso, para los convencidos de la democracia liberal es nocivo, pues como señala Nussbaum, dejan “las emociones a las fuerzas antiliberales que, como el fascismo o el populismo, tienen como efecto contrario que las personas juzguen a la democracia liberal como algo soso, lento y rutinario.

Una de las razones por las que Abraham Lincoln, Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru fueron líderes políticos de singular grandeza para sus respectivas sociedades liberales es que entendieron muy bien la necesidad de tocar los corazones de la ciudadanía y de inspirar deliberadamente unas emociones fuertes dirigidas hacia la labor común que ésta tenía ante sí.Martha Nussbaum

      Asumir esta indeterminación terminológica al referirnos a una realidad tan compleja como el nacionalismo no debe llevarnos a desesperar, la incertidumbre es esencia de la política y por tanto de su conocimiento. De tal manera que hay que dudar de las pretensiones de perfección y de precisión conceptual, como ocurre, por ejemplo, en la prensa o en los medios donde los analistas parten de supuestos generalmente aceptados, como decir que el fundamentalismo islámico en todas sus expresiones es un movimiento violento e intolerante. Si nos referimos a los actos de terrorismo perpetrados en nombre de valores nacionales (y al tiempo religiosos) por algunos grupos fundamentalistas en Europa y en otras partes del mundo, se trata de una violencia explícita¸ pero no ocurre lo mismo si hablamos de algunos partidos políticos que consideran necesario recuperar ciertos valores que consideran fundamentales. Por ello, siempre hay que recomendar a los jóvenes que estén atentos ante cualquier forma de dogmatismo político que intente reducir los conceptos (como el nacionalismo) a “ideas claras y distintas” como decía René Descartes.

      La violencia no es lo deseable ni constituye un valor político. Por ejemplo, lo que sucedió en la sede de la revista Charlie Hebdo, en París, cuando en 2015 fueron acribillados algunos periodistas por haber dibujado una caricatura de Mahoma en una de sus ediciones, ha desatado una fuerte campaña de odio contra los musulmanes, no únicamente en Francia sino en muchos otros países que han puesto sus barbas a remojar. Así pues, es reprobable a todas luces que el reclamo se haga por medio de una acción punitiva de esa naturaleza. Sin embargo, ¿quién se ha preguntado el nivel de gravedad que el dibujo de Mahoma representa para la conservación de la paz? Quizá para nosotros, los occidentales, la caricatura de Mahoma y de cualquier personaje no represente mayor problema, e incluso se podría argumentar que se trata de una forma de ejercer el derecho fundamental de la libertad de expresión o de libre circulación de las ideas. De acuerdo. Eso podría ser si asumimos que esos derechos son compartidos por todos los pueblos del mismo modo. Los musulmanes tienen un nivel de tolerancia para ese tipo de expresiones que no se corresponde con el nuestro; pero ¿por qué habrían de tenerlo?

      No obstante, por el acto de violencia en sí, el mundo occidental se ha puesto en alerta frente a los movimientos islámicos, sean terroristas o no. He ahí una nueva generalización, una etiqueta que nos hace sentir seguros: afirmar que todos los movimientos en defensa del islam y sus valores y creencias constituyen una amenaza mundial. Los países occidentales, sin embargo, han asumido ese criterio y han levantado todo tipo de alertas, y no sin fundamento, evidentemente. En Alemania, por ejemplo, ha habido una avalancha de manifestaciones de inconformidad respecto de la política de apertura asumida por el gobierno de Merkel en materia de migración. Uno de los más fuertes representantes de esa tendencia crítica es el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes) —PEGIDA, por sus siglas en alemán—, fundado en Dresde en 2014, contra la migración, en especial de los musulmanes a quienes considera incapaces de integrarse a la cultura occidental,[14] pues aunque asisten a sus escuelas y aprenden el idioma tienden a segregarse en pequeños grupos vecinales, conservan su lengua, y sus usos y costumbres perfectamente diferenciados y apartados del grueso de la población. Ángela Merkel utilizó esta actitud con gran astucia para señalar la necesidad de tomar medidas de seguridad como, por ejemplo, el uso del velo islámico; que le valió la aprobación de sus compañeros de partido para continuar

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