El enviado del Reino. Carlos Silgado-Bernal

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El enviado del Reino - Carlos Silgado-Bernal Ciencias Humanas

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la esperanza de un nuevo orden divino constituía un mandato de fe en el que confía y usa el lenguaje de las revelaciones para leer la realidad y expresar su posición. Para la segunda, el culto sacrificial practicado en el Templo y el principio misterioso de la presencia divina en él, representaban su propio poder sacralizado. En el relato, Jesús gana aparentemente la disputa dialéctica.

      Según Reimarus, en estos acontecimientos —de haber sucedido así— se revela una sola línea de explicación: Jesús se proponía ser declarado rey de los judíos. Sus acciones y las de Juan se reforzaban entre sí. De hecho, Jesús llegó hasta Juan para hacerse conocer como mesías a través suyo, y cada uno alababa al otro delante de la gente. Ambos formaban parte de movimientos que preparaban activamente al pueblo para el reinado de Dios. Ese era, afirma Reimarus, el significado de la interrupción violenta del orden en el Templo y del discurso sedicioso contra las autoridades; hechos que resultaban inconsistentes con el credo tardío de un sagrado salvador.

      El autor de los Fragmentos quiso conectar estos sucesos; es decir, los riesgos que Jesús estaba dispuesto a correr al predicar en Jerusalén durante la festividad de la Pascua, como se narró en los evangelios, con su desenlace desventurado. Así lo escribió:

      Jesús muestra aquí, con claridad suficiente, cuál era su intención, pero este era el actus criticus y decretorius —el acto que debía conducir al éxito toda la empresa y del cual todo dependía—, pero todo fue insuficiente para lograr el objetivo principal: ser declarado rey de los judíos. Nadie prestante, ningún fariseo, solo la turba había seguido a Jesús. La convicción acerca de la realidad de sus milagros no había sido lo suficientemente fuerte. Si así fuera habría tenido adherentes más poderosos […]. En este momento crucial, y en presencia de líderes y gente educada, no realizó ningún milagro. Milagro que hubiera sido demostrativo de su identidad […]. Muchos antes de él habían pretendido mediante milagros hacerse proclamar como mesías, y sus motivos ambiciosos se habían descubierto al desarrollarse y fracasar sus planes […]. A su muerte en la cruz, se hizo entonces claro que la intención y el objetivo de Jesús no eran sufrir y morir, sino construir un reino terrenal y salvar a los israelitas de la servidumbre. En ese sentido, Dios lo abandonó y sus esperanzas fueron frustradas19.

      La expectativa de un reinado del Dios de los judíos no era una cuestión de poca monta para las comunidades judías del siglo I. Por el contrario, ella representaba esperanzas, propósitos y temores trascendentales. Además, ansias de independencia del dominio extranjero, demandas políticas por un orden social en manos de monarcas y sacerdotes más justos, la puesta a prueba de la alianza entre Dios y el pueblo hebreo, el valor de creencias ancestrales en la acción prodigiosa directa de Dios a favor de su pueblo; como también, el interés por acceder al poder de distintos individuos, grupos y linajes —quizás hasta de la estirpe familiar del mismo Jesús—, todo ello expresado en el lenguaje enigmático de las profecías.

      También el comentarista e historiador católico John P. Meier al repensar la figura histórica de Jesús ha destacado que, al menos hacia el final de su vida, el profeta actuó como pretendiente mesiánico del linaje de David. La entrada triunfal y la disputa en el Templo eran gestos públicos de provocación a los que este autor llama gestos regios proféticos, acciones metafóricas, que habrían sacado a la luz su proyecto real y que fueron la causa de su arresto.20

      Otro historiador y estudioso del siglo XX, Geza Vermes, procedente de una familia judía, expresó desde otro ángulo —el cual sostiene que Jesús no pretendía simplemente un reino terrenal para sí, sino una cierta forma de restauración religiosa y espiritual—, una conclusión de matices diferentes en relación con la concatenación de los hechos y su contexto:

      Teniendo en cuenta la atmósfera espiritual de la Palestina del siglo I d. C., y su fermento escatológico21, político y revolucionario, es muy probable que la negativa de Jesús a las aspiraciones mesiánicas fuese rechazada tanto por sus amigos como por sus adversarios. Sus partidarios galileos continuaban esperando, aún después del golpe aplastante de su muerte en la cruz que, tarde o temprano volviese a aparecer para «restaurar el reino de Israel». Además, sus adversarios de Jerusalén tenían necesariamente que sospechar que aquel galileo, cuya influencia se extendía ya entre el pueblo de la propia Judea, estaba impulsado por motivos subversivos22.

      La imagen de Jesús como un caudillo a quien seguían discípulos y partidarios es irrefutable, así como su predicación sobre la venida inminente del reinado de Dios. De allí su peligrosidad a los ojos del sumo sacerdote responsable de prevenir sublevaciones en Jerusalén. Para Reimarus, y para un gran número de historiadores y estudiosos modernos, resulta admisible considerar como causa de la ejecución de Jesús de Nazaret, por orden de la autoridad romana y con sus métodos, los actos de fuerza y la actitud de desacato en el Templo. Acciones derivadas del alcance sedicioso de su prédica del reinado de Dios: opuestas al poder imperial de nombrar autoridades y reyes en Israel, enfrentadas a la connivencia del sacerdocio de Judea con el poder romano y, es posible, en pugna dinástica con el linaje saduceo que controlaba el Templo.

      El lenguaje religioso en el que estaba envuelta la prédica del Reino de Dios no ocultaba la intención política; por el contrario, la expresaba con los matices y gestos propios de su cultura. La inscripción puesta en la cruz, encima de su cabeza, lo afirma taxativamente: «Este es Jesús, el rey de los judíos». La causa era política y no religiosa. El letrero expresaba el motivo de la sentencia de muerte y justificaba el suplicio23.

      La forma en la que esperaba Jesús la restauración de Israel, con una liberación simultáneamente política y religiosa, ha sido interpretada de diversas maneras; la mayoría de ellas, anacrónicamente modernas. La historia de las contiendas militares entre Roma y la nación judía, así como la variedad de actos de sublevación y resistencia que hicieron parte de ella, han dado fuerza a la imagen de Jesús como un caudillo rebelde. Esta interpretación, realista en apariencia, se lleva a un extremo de simplicidad cuando se emplea para construir con ella el perfil de un caudillo militar judío, similar a otros descritos en anales históricos de su época, fusionando —sin necesidad ni evidencia directa alguna— la imagen de Jesús con la de ellos.

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       Mapa 1. Mapa de Judea y de los reinos de los príncipes herodianos que los gobernaron como etnarcas a principios del siglo I e.c.

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       Mapa 2. Roma y las provincias imperiales del Mediterráneo Oriental a principios del siglo I e.c.

      Estas contiendas definieron el cauce por el que habrían de discurrir dos de las religiones que las sobrevivieron: el judaísmo rabínico y el judaísmo nazareno, cuyos seguidores llegarían a ser llamados cristianos, como se relata en Hch 11, 26. Por ello, deben ser consideradas con atención.

      Al observar los acontecimientos sucedidos en Palestina durante los últimos dos tercios del siglo I —los que siguieron a la muerte de Jesús, acaecida entre los años 26 y 37 e. c., durante la prefectura de Poncio Pilato— y el primer tercio del siglo II, se aprecia la intensidad de los conflictos sociales conocidos por los historiadores como las guerras judeo-romanas cuyas consecuencias finales, a pesar de múltiples episodios heroicos, fueron trágicas para las comunidades de Galilea y Judea, y devastadoras para la nación judía que pugnaba por formarse.

      Estas guerras y revueltas contra el imperio romano muestran la fina

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