El enviado del Reino. Carlos Silgado-Bernal

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El enviado del Reino - Carlos Silgado-Bernal Ciencias Humanas

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antes como después, conservaron la ilusión o la creencia en él como un mesías salvador de Israel, y no se convirtieron a ningún otro [...].

      No se puede justificar esta acción de Jesús de otra forma. Enviando a estos misioneros, él no pudo tener otro objetivo que levantar en todas partes de Judea a los judíos, que llevaban tanto tiempo gimiendo bajo el yugo romano, y que se venían preparando para la esperada liberación, e inducirlos a acudir en bandadas a Jerusalén14.

      Aunque en la actualidad es usual hacer una interpretación de la expresión «Reino de los Cielos» como una realidad inmaterial —ya que «de los Cielos» equivale a lo no terrenal—, los historiadores contemporáneos la entienden como una expectativa más acorde a un gobierno efectivo de Dios, comprensible a la luz de enseñanzas judías muy antiguas15. Sucintamente, esta proclamación profética anunciaba el establecimiento de un orden nuevo: un reinado de Dios traído por su acción poderosa que pondría fin al tiempo corriente para dar cumplimiento a la restauración del pueblo de Israel, prometida a través de sus profetas y consignada en múltiples escritos. Dicho reinado sería real e instauraría un orden social en el que los valores ordinarios del mundo se invertirían, sería visiblemente más justo y, además, en lo político y religioso, daría cumplimiento a la aspiración del pueblo hebreo de alcanzar una forma de gobierno teocrático soberano, libre de la opresión extranjera, que lo colocaría sobre las otras naciones.

      Un vistazo rápido de la realidad política de Palestina permite apreciar el carácter potencialmente sedicioso de esta proclamación profética que convocaba la deslealtad hacia el poder establecido y justificaba la insubordinación, así no estuviera acompañada de un llamado directo al levantamiento, como sucede en los relatos neotestamentarios conservados. Para la época de Jesús —durante el primer tercio del siglo I de la e. c. (era común)—, el dominio de Roma se había establecido en Palestina casi un siglo atrás. Galilea, como se ha dicho, era gobernada por un rey menor nombrado por el emperador, y Judea era una provincia sujeta a un prefecto romano, vecina de la provincia imperial más antigua: la de Siria. Este sistema de gobierno romano, a pesar de que conservaba una dinastía sacerdotal judía con poder en el Templo de Jerusalén, no se acomodaba al ideal profético.

      Cuando Reimarus se preguntó por qué Jesús proclamaba que estaba por llegar el Reino de Dios, buscó una interpretación verosímil, acorde con su época, de cuáles fueron los objetivos que pretendía en su predicación, de las razones que tuvo el llamamiento de sus discípulos y de su notable influencia entre las multitudes. Esta búsqueda ofrece claridad acerca de la genuina identidad de Jesús. Para el autor, el predicador galileo se entiende primordialmente como un mesías de Israel, como un caudillo religioso que buscó, como otros, el establecimiento del reinado de Dios prometido a su pueblo.

      La investigación de Reimarus sacó a la luz, en la tradición textual del Nuevo Testamento, un proceso de cambio de ideario que es posible reconocer y rastrear por cualquier lector cuidadoso. Pablo y, después de él, los autores de los evangelios desarrollaron un sistema religioso en cual el predicador de origen galileo, crucificado por orden de la autoridad romana e instigación de la aristocracia sacerdotal, fue presentado como Jesucristo resucitado: el Señor. Un hombre al que aplicaron los títulos del mesías esperado por Israel —si bien de una forma nueva, aceptable solamente por algunas fracciones de la comunidad judía—, de hijo del hombre según la tradición del libro de Daniel y de Hijo de Dios o Salvador de toda la humanidad. Sin embargo, afirma Reimarus, el ideario original que movió a sus discípulos a seguirle y al que pertenece la figura histórica de Jesús, podía encontrarse aún en el texto de los relatos evangélicos: la promesa y la expectativa de un reino judío terrenal del que ellos mismos serían parte.

      En 1865 el pintor danés Carl Bloch recibió una comisión —que le tomaría cerca de catorce años terminar— para realizar una serie pinturas sobre la vida de Cristo que habrían de ser parte de la capilla del castillo Frederiksborg en Copenhague. Dotadas de un solemne carácter académico, se encuentra entre ellas una obra que representa la expulsión de los mercaderes del Templo (Ilustración 5), el pasaje evangélico en el que Jesús, al entrar en el Templo de Jerusalén, echa fuera a los que vendían y compraban en él, derriba las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, y enseña —es el verbo utilizado en el texto de Marcos—: «¿No está escrito que mi casa será casa de oración para todas las gentes? Pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones»16.

      En el centro de una agitada escena, flanqueada por enormes columnas de mármol, el pintor coloca a un Jesús nimbado de rostro adusto que levanta en la mano derecha un fuete. Viste una larga túnica roja y sobre ella, una toga azul. Delante de él se inclinan los cambistas protegiéndose del golpe que les amenaza, uno de los cuales se apresura a recoger sus monedas a punto de rodar por el suelo. Cerca de él un vendedor de palomas observa cómo se ha escapado una de ellas mientras sostiene entre sus brazos la jaula en la que les transporta. En actitud de autoridad, con el brazo izquierdo extendido, Jesús les ordena retirarse a los mercaderes y cambistas. En primer plano un personajefinamente ataviado, un príncipe de los sacerdotes, aprieta los puños y se aleja de él mirándolo con resentimiento. Detrás un hombre lo observa; ¿acaso escucha su enseñanza? Entre tanto, otros personajes acarrean bultos y, en el fondo, unos más hablan entre sí mirándolo a distancia, semiocultos en la oscuridad; quizás se trate de sus adversarios, de quienes buscaban hacerle desaparecer y le temían, como afirma el relato evangélico.

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       Ilustración 5. La purificación del templo. Óleo del pintor Carl Bloch (1865).

      El modelo de esta representación se encuentra en la xilografía que, sobre el mismo tema, realizó Alberto Durero hacia 1509. En ella, Jesús se ha hecho un látigo con cuerdas y golpea con fuerza a un mercader derribado por el suelo, representado en un logrado escorzo. Por su parte, la pintura de Bloch da continuidad formal a un ícono de siglos en el que los historiadores ven la expresión del conflictivo entorno que rodea al predicador. ¿Cuentan, en realidad, una historia estas representaciones?

      Para Reimarus, el significado de esta escena era crucial y se lo podía comprender cabalmente a través de dos momentos presentados en los evangelios, uno previo y otro posterior a ella. El primero describe la entrada de Jesús a Jerusalén, sentado en un borrico y a las gentes que lo aclamaban, tendiendo mantos y ramas de árboles en su camino, mientras exclamaban: Bendito el reino que viene de nuestro padre David; hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en nombre del Señor; bendito el que viene, el rey en nombre del Señor; bendito el que viene en nombre del Señor y el rey de Israel17. El sentido directo de esta aclamación era claro: la gente que precedía y acompañaba a Jesús, y también sus discípulos, acogieron a grandes voces a un pretendiente al trono de Israel; un cargo ocupado, en ese entonces, por autoridades romanas o nombradas por el emperador.

      El momento posterior se enfoca en una polémica sobre el bautismo de Juan, el profeta cuya predicación precedió a la de Jesús. Según cuenta el texto evangélico, Jesús fue interrogado en el Templo por los príncipes de los sacerdotes y por los ancianos del pueblo: «¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio este poder?». El nazareno los increpó con una contra pregunta de alto calado religioso, como era frecuente en él y cuyas opciones de respuesta venían sugeridas: «El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres?», advirtiéndoles que, si no respondían, tampoco él contestaría su pregunta. Ellos niegan conocer la respuesta y evitan exponer su oposición a la enseñanza y al bautismo de Juan. Jesús, en consecuencia, tampoco justificó sus acciones18. Probablemente, en este diálogo se revela un pulso de autoridad entre

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