Penélope, ¿pececilla o tiburón?. Lorraine Cocó
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Penélope miró a las dos mujeres que tenían la vista clavada en ella, esperando su ansiada respuesta. Una respuesta que suponía el mayor de los dilemas en su vida. ¿Era capaz de convertirse en tiburón, o seguiría siendo la pececilla de colores que todo el mundo veía en ella?
Tomó tanto oxígeno como para llenar sus pulmones por completo, y luego soltó el aire con la lentitud de un globo pinchado, mientras la tensión de la espera se hacía palpable. Una voz interior, esa que la recriminaba por no haber conseguido llegar al punto que quería en su profesión, se rio de ella y entonces, cerrando los ojos con fuerza, como si temiese cada palabra que iba a salir de sus labios, dijo:
—Está bien, lo haré. —Nada estalló a su alrededor, pero antes de darse cuenta, estaba siendo abrazada por Ingrid y Zola, que celebraban su respuesta con un entusiasmo tan grande como la ansiedad que empezó a atenazarle las entrañas.
Capítulo 5
—¡Oh, Dios mío! No voy a ser capaz. —Su tono fue tan lamentable como la fe que tenía en sí misma en ese momento.
Se dejó caer en el suelo, a los pies de su cama, pues sobre esta reposaba gran parte de su ropa. No quería aplastarla y terminar por arrugarla justo antes de meterla en la maleta. Y desde allí, con el trasero en la alfombra color teja de pelo corto de su cuarto, sentada con las piernas cruzadas y mirando hacia arriba, se sintió aún más insegura. Empezaba a preguntarse en qué momento de su vida había comenzado a seguir los locos planes de Zola. Mucho más cuando se trataba de trabajo. Peor, cuando se trataba de alcanzar su sueño de convertirse en agente y entraba en juego el mayor cliente con el que podía hacerlo. A veces le daba miedo la capacidad de su amiga no solo de tramar ese tipo de cosas sino también la facilidad con la que movilizaba a otros para convencerlos de que llevaran a cabo dichos planes con ella. ¡Había convencido incluso a Ingrid! La dura e inaccesible Ingrid. El mejor perro guardián que había visto en la profesión, temida por todos los agentes. Y la mujer no solo no estaba poniendo oposición, sino que le estaba sirviendo en bandeja a su jefe.
Todo aquello era una auténtica locura. Desde que dejaron el evento en la feria, hasta llegar a su casa, era lo que se había repetido una y otra vez. Entonces Zola la empujó hasta el baño para que se diese una ducha y después, envuelta en su esponjoso albornoz, había empezado a sacar toda su ropa sobre la cama, para decidir qué prendas debía llevarse para pasar las próximas cuatro semanas con Frank Beckett. «¡Frank Beckett!», repitió en su mente con esa mezcla de excitación, ansiedad e incredulidad que la tenía en una nube.
—¡Frank Beckett! —dijo en un susurro, por si al escucharlo de sus labios empezaba a parecerle más real, pero consiguió el efecto contrario. Apretó los labios uno contra otro, hasta emblanquecerlos, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida en algún punto de la pared.
—¿Ensayas caras de estar descompuesta? —le preguntó Zola asomando por la puerta. Su respuesta fue fruncir la frente, intentando encontrar sentido a lo que decía.
—Yo lo hago frente al espejo. Son las caras de huida. Cuando quieres irte del trabajo, o te das cuenta de que no llevas el monedero justo en el momento en que te toca pagar en la caja del súper. También es útil la mañana siguiente cuando quieres marcharte de la casa de un tío…, no funciona tanto en la casa de una tía. Ellas intentan hacerte una infusión y hasta darte friegas en la tripa. A mí fue lo que me pasó con una, que al final consiguió que me quedara todo el fin de semana —terminó por decir su amiga con los ojos tan abiertos como el espanto que intentaba mostrar.
Penélope, sin embargo, estaba alucinada por la velocidad con la que era capaz de mover los labios.
—¡Zola! No estaba ensayando nada. Yo no hago ninguna de esas cosas.
—Es verdad, tú eres la niña buena y pringada que paga la compra cuando ve que el de delante se ha olvidado el dinero…
—¿Por qué ser buena equivale a pringada? —preguntó molesta.
—No te enfades conmigo, el mundo está diseñado así, amiga. El mundo está programado así —repitió con condescendencia.
Penélope se limitó a poner los ojos en blanco. Después se dejó caer, echándose para atrás y apoyando el peso en los codos.
—No tengo ni idea de qué meter en la maleta. Ni siquiera sé a dónde vamos.
—¡Ojalá sea uno de esos autores a los que le gusta escribir frente al mar, en una isla caribeña, bebiendo combinados de zumos y ron!
Las dos suspiraron ante esa idea.
—Y tú a su lado, con un escueto bikini que realce esa piel paliducha que tienes.
El sueño en su mente se esfumó al instante, deshaciéndose sobre sus cabezas. Penélope le brindó una mueca a su amiga, que una vez más había conseguido quitar tensión al momento con una broma de las suyas. No sabía qué hacer con ella, pero tampoco sin ella.
—Son muchos días, cuatro semanas y en plenas fiestas. Menos mal que mis padres habían decidido hacer por fin ese crucero de enamorados. De lo contrario no habría sabido qué decirles, qué excusa ponerles.
—¿Que estás trabajando? —dijo con sorna como si fuera más que evidente—. Te gusta dramatizarlo todo. Son solo eso, unas semanas de trabajo —le dijo Zola empezando a meter prendas en su maleta.
No protestó. Su amiga había viajado muchísimo más que ella. Tras la universidad se había pasado dos años recorriendo mundo mientras ella hacía prácticas en diversas editoriales y agencias, para de esa forma enriquecer su currículum lo suficiente como para destacar y llamar la atención de Gina, su jefa. Lo había conseguido, pero muchas veces pensaba que se había perdido gran parte de la aventura y la diversión de aquellos años. Zola, sin embargo, se divertía al límite, aunque no pusiese ninguno en su vida, ni con las amistades, el trabajo, o las parejas, pues se consideraba «sexualmente fluida». Le gustaba tener el mayor número de opciones para todo. Ella, sin embargo, prefería la seguridad y las certezas. Volvió a preguntarse si aquellas diferencias eran las que las hacían tan compatibles, las que las convertían en mejores e inseparables amigas.
Sonrió cuando la vio debatirse entre dos jerséis, uno fucsia y otro naranja. El primero con rombos azules y blancos y el segundo salpicado de cabecitas de gatos en color verde.
—Lo sé, muchas veces yo tampoco sé cuál elegir —dijo ella encantada con sus prendas coloridas de estampados alegres y tiernos que la hacían feliz.
—No es eso, me pregunto si ese día hacían descuento de dos por uno en la tienda, para librarse de estas cosas. El dependiente debió flipar contigo. Porque luego he visto este —dijo mostrándole uno blanco de topos negros y otro con cuello de pico, color violeta con una franja naranja en cuello y puños.
—La verdad, no les veo el problema. He dejado de usar complementos llamativos con ellos, porque Gina me dijo que todo junto era…
—¿Demasiado?
—Confuso. Me dijo que resultaban looks confusos. Pero que las prendas solas eran alegres y mostraban mi esencia. —Alzó la barbilla.
—Desde luego, muestran a la payasita que vive en tu interior.
Cuando