La Orden de Caín. Lena Valenti
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En cambio, lo caduco transformaba cualquier horizonte. Cuando algo que siempre estaba ahí, dejaba de estarlo, todo se descomponía. Las estampas jamás volvían a ser las mismas.Y si era un pilar el que de verdad se iba, podía hacer caer los cimientos emocionales de una misma y teñir fotos que antiguamente habían sido de colores en sepia o en tonos grises y deprimentes.
Su madre Olga ya no las recibiría con una sonrisa ni con su bizcocho casero cuando fueran de nuevo a la Masía familiar. Ella ya no lo haría porque ya no estaba. Olga había muerto hacía un mes víctima de un terrible incendio que se produjo en la casa de montaña de su mejor amiga, en el sur de Francia, mientras pasaba ahí un fin de semana de mujeres, como ella los solía llamar.
Ambas murieron. Inesperado. Fatídico. Doloroso y trágico.
Un mes después dolía igual que el primer día y su corazón y el de sus hermanas la llorarían eternamente, pero habían decidido emprender juntas un viaje muy especial para hacer cumplir lo que siempre le habían prometido. Sus cenizas debían reposar en Donja Kupcina. Y era una orden inflexible e irrevocable. Y en eso estaban.
Erin nunca había estado en Istria, de hecho era un destino muy desconocido para ella. A excepción de las veces que su madre lo había nombrado por sus recuerdos de niña en Kringa. Donde solía veranear con sus padres, y donde ella ayudaba muy servilmente en la iglesia Parroquial de María Magdalena. Y era allí, por lo arraigada que su madre siempre se había sentido a ese lugar, y porque había sido muy de la Magdalena, donde quería descansar eternamente.
Era curioso advertir que ni ella ni sus hermanas habían salido creyentes. Ni siquiera eran católicas, ya que no se habían bautizado. Pero Olga nunca las obligó a creer ni a rezar… Siempre les dijo que cuando crecieran, y si llegaba el momento, ellas decidirían a quién venerar y a quién invocar.
Erin miró su propio reflejo en la ventana. Estaba triste, como todas. Sus ojos grandes y marrón chocolate le devolvían una mirada acuosa y nostálgica enmarcada por la estructura de sus gafas negras. En su libretita de apuntes para escribir su nueva novela ocupaba un par de hojas con una lluvia de ideas sobre lo que quería contar. Pero no estaba de humor para seguir indagando ni estimulando la glándula de su creatividad. Por eso se había detenido, para no pensar y disfrutar del maravilloso paisaje en tren con el que Croacia la abrazaba. No se consideraba muy buena describiendo o narrando. Su fuerte eran los diálogos y las tramas. Pero podía hacer un esfuerzo y dejarse abrigar por la imagen cincelada y en movimiento que sus ojos intentaban fotografiar. Sin duda, aquella parte del territorio croata era muy exuberante. De entre el verde de los árboles que rodeaban el raíl se asomaban los tonos turquesas y celestes, diamantinos, de las costas que los circundaban. Era rico en colores llenos de vida y, a pesar de ser octubre, la luz imperante la obligaba a imaginar que era verano. Pero no lo era.
Su tejano azul claro, su levita de punto negra, fina y larga hasta los tobillos, su chal rosado que rodeaba su garganta como una bufanda, y sus sneakers negras altas le recordaban que el otoño golpeaba a Europa con más frío que de costumbre, y que ese verde de las montañas quedaba espurreado por el ocre de la estación del ocaso. Si lo mirabas en conjunto, la uniformidad del espesor de los bosques no te dejaba observar la individualidad de cada platanero, abeto y picea que guarnecían la maravillosa ruta en ese vagón. Pero cuando te concentrabas en uno, como hacía Erin en ese momento, advertías el cambio: los árboles empezaban a quedarse desnudos. Un poco como ellas.
Si las mirabas una a una, podías darte cuenta de que más allá de sus aspectos había un dolor producto de la despedida de su madre. Y era una aflicción que, por mucho que lo quisieran ocultar, las desvestía.
Erin suspiró y volvió a concentrarse en su reflejo. Llevaba el pelo suelto y hacía poco que se había hecho mechas más claras, que contrastaban con su negro natural, para suavizar sus rasgos, que de por sí eran gatunos. Tenía la piel un tono más oscura que la de sus hermanas, unos labios ni muy grandes ni muy pequeños, pero cuando sonreía, según decían los que la querían, se iluminaba el mundo, y las preocupaciones desaparecían por la concavidad de los hoyuelos que se dibujaban en sus mejillas. Con veinticinco años era la mayor de las hermanas. Se llevaban uno de diferencia cada una. Y eran cuatro. Sí, su madre no perdió el tiempo.
Pero es que eran todas tan distintas… y, sin embargo, se parecían a su manera. Tal vez era el aire, el porte, la actitud… pero siempre que estaban juntas, a pesar de ser muy diferentes, todo el mundo decía lo mismo: «¿Sois hermanas?».
Con veinticuatro años la seguía muy de cerquita Alba. Ella tenía el pelo caoba, largo como ella, y liso. Sus ojos ámbar eran los más rasgados, de largas pestañas, tenía el rostro ligeramente pecoso, no en exceso, los labios rosados y era muy sexi y bonita. Pero a Erin todas sus hermanas se lo parecían. Y poseía un cuerpo atlético y trabajado. Tenía miles de seguidores en Instagram solo por ser como era y subir sus entrenamientos en el gimnasio. Se ganaba la vida con los sponsors. A Erin le parecía increíble que se la ganase tan bien solo con un perfil de Instagram. Porque Alba vivía a todo trapo y por todo lo alto, como ella nunca había ocultado.
La medalla de bronce era para Cami. Veintitrés espléndidos años y un futuro lleno de posibilidades como chef. Rubia, con la melena lisa y reflejos que, de tan claros, parecían blancos. Su mirada poseía el color del whisky rociado por el sol. Un amarillo oscuro impresionante. Siempre le decían que tenía ojos de tigresa, aunque ella se consideraba más bien una gatita. De pómulos altos y labios gruesos, Cami era, posiblemente, la más dulce y compasiva de las cuatro. Y también la más bajita.
Y con el diploma bajo el brazo, llegaba con toda la fuerza de su impertinencia, Astrid. Voluble, atrevida y poderosa a pesar de su juventud, tenía un cerebro voraz y lleno de ideas para los negocios, y a su corta edad, había vendido una empresa de dropshipping por medio millón. Y era incansable. Siempre quería más. Tenía el pelo espeso y castaño, con un flequillo largo que le llegaba por encima de sus ojos verdosos. Y nunca se despegaba de su ordenador ni de sus auriculares inalámbricos. Estaba casi siempre trabajando.
Erin las miró una a una y se sintió orgullosa de ellas, pero también deprimida y miserable. Siendo escritora era, de largo, la que una vida menos ostentosa llevaba, porque para ser sinceros, la escritura le daba para cubrir gastos y sobrevivir y gracias. Porque era una escritora de encargo. Una mal llamada «negra» literaria que escribía libros para otros por una cantidad acordada con la editorial.
Erin siempre pensó en ella misma con las típicas ínfulas de cualquier escritor. Ser la nueva J.K Rowling, o un nuevo Stephen King o Ken Follet, o una renovada Agatha Christie o, incluso, para ser más atrevidos, la reencarnación de Michael Ende… No importaba el género, porque podía escribir lo que le diera la gana, tal era su talento. Pero en vez de eso vendía su capacidad para escribir historias para hacer ricos a otros. Se prostituía.
Y esa era una de las cosas que su madre siempre le echó en cara. ¿De qué servía tener un don como el de ella si lo vendía a gente que no lo merecía y no lo usaba también en su provecho? Y tenía mucha razón. Ese viaje de despedida debía plantar en ella una semilla para escribir con su nombre sus propias historias. Quería que fuera su empujón definitivo.
—Diez letras —dijo Alba en voz alta mirando la pantalla de su móvil—. «Hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta».
Astrid ni siquiera lo había escuchado, porque tenía la música muy alta con el tema de Spirit in the Sky de Keiino reventándole los tímpanos.
Cami modificó su soñadora expresión a una más pensativa.
—Casualidad.
Alba