La Orden de Caín. Lena Valenti
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Читать онлайн книгу La Orden de Caín - Lena Valenti страница 6
Cayó al suelo y se golpeó el rostro de muy mala manera. Pero ni siquiera lo sintió. ¿Se le había dormido el cuerpo? ¡Ni siquiera podía hablar!
La señora se agachó para observar su rostro y le pasó uno de sus viejos dedos por la mejilla para susurrar:
—Morate se procistiti. Hay que purificarse.
«No entiendo el croata. Y le huele la boca a ajo».
Los ojos de Erin se llenaron de lágrimas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no podía gritar? Sus hermanas tenían que venir y ayudarla.
A continuación entraron dos hombres con botas militares. No atinaba a verlos. Y ni siquiera sabía por dónde habían entrado. ¿Qué…? ¿Pero qué hacían ahí? La cargaron sobre el hombro de uno de ellos y la sacaron de ese lugar. Erin se estaba quedando sin conocimiento. ¡La estaban secuestrando! ¿Por qué? ¡Ella no era nadie!
Lo último con lo que se quedó su retina fue con una explosión. No sabría dónde se originó, porque ya ni oía ni veía bien. No sabía si fue dentro de la estación, o afuera… sus hermanas estaban ahí... ¡sus hermanas no podían resultar heridas!
¡¿Y qué iban a hacer con ella?! ¡¿Dónde la llevaban?!
Erin no sabía rezar. Pero rogaba por que alguien la ayudase. Estaba bocabajo sobre el hombro de un desconocido. Se la llevaban. ¡La estaban metiendo en una furgoneta!
Kanfanar resultaba ser una maldita pesadilla de la que no sabía si iba a salir con vida. Ni siquiera sabía si sus hermanas estaban bien. ¿Qué demonios había sido esa explosión?
—Spavati. Duerme —la vieja le pasó los dedos por los ojos y se los cerró.
Erin se quedó dormida en medio de una exhalación. Ya no supo ni pudo ver nada más, solo entregarse al abrazo de la oscuridad inconsciente.
Dvigrad
Erin abrió los ojos para darse cuenta de que no se podía mover porque estaba atada de pies y de manos. El mareo no la dejaba pensar con claridad, y su mente seguía aletargada por lo que fuera que había inhalado. Abrió los dedos de las manos y los cerró de nuevo para tocar suavemente la superficie en la que estaba estirada. Era piedra. Una piedra rugosa, trabajada con torpeza.
Movió la cabeza a un lado y al otro y observó atónita que había dos personas cuyos rostros estaban ocultos por holgadas capuchas que formaban parte de unas capas largas hasta los tobillos. Se les asomaban las facciones. Eran un hombre y una mujer. Inexpresivos, no movían un solo músculo de su cara mientras la miraban.
Dios… necesitaba pensar con claridad y que la bruma de la confusión se disipara. ¿Estaba al aire libre? Sí, lo estaba. Las nubes grisáceas y lluviosas bailoteaban sobre el oscuro techo estelar en el que no se divisaba ni luna ni estrellas. Iba a llover.
—Je li spremna? ¿Está lista?
Una voz surgió de la oscuridad. Solo una pequeña lámpara de gas iluminaba aquel tétrico cónclave. Ellos hablaban en croata y Erin no comprendía absolutamente nada. Estaba temblando, presa de la ansiedad y del frío por sus extremidades entumecidas.
—¿Qué estáis haciendo? Sacadme de aquí… —pidió llorando—. Esto ha debido de ser una confusión. No sé qué queréis de mí…
—Chist.
Dos dedos fríos tocaron su frente y le hicieron la señal de la cruz. Era una tercera persona. Otro hombre. Posiblemente, el propietario de esa voz de ultratumba. El contacto la puso tan nerviosa que empezó a sollozar descontroladamente.
—Miran, miran…
—¡No! ¡Socorro! ¡Socorro! —la voz no le salía con la fuerza que deseaba así que nadie la podría oír. De entre los árboles que rodeaban aquel lugar tres pájaros oscuros y negros emprendieron el vuelo huyendo de allí, como si supieran lo que iba a pasar y no quisieran verlo. El estómago se le removió, le subió a la garganta, tosió y giró la cabeza para vomitar y manchar la capa negra de la mujer que estaba a su derecha.
No le hizo ninguna gracia, y murmuró algo en croata. Erin supuso que estaba pidiéndole al que le había hecho la cruz, que claramente llevaba la voz cantante, que agilizara los trámites.
No hacía falta ser un lince para darse cuenta de lo que iba a pasar. O la iban a violar, o le iban a extraer algún órgano para venderlo en el mercado negro o la iban a matar.
Las tres variantes eran espeluznantes pero una era definitiva, porque a las dos primeras podía sobrevivir, pero a la tercera no.
Ellos seguían hablando y Erin solo podía pensar en sus hermanas, en si estaban bien. Recordaba la explosión que había tenido lugar en la estación… ¿y si ellas habían muerto? ¿Y si estaban heridas? Nunca se imaginó que por cumplir el deseo de su madre ellas fueran a encontrar la muerte.
—Por favor, por favor —suplicó mirando al cielo—. Quiero vivir. No quiero morir… —las lágrimas empapaban sus sienes y hundían sus preciosos ojos grandes y oscuros bajo su mar cristalino. ¿Qué podía hacer? ¿Sería así como iba a acabar todo para ella? ¿Qué había hecho en su vida además de escribir para otros y permitir que sus obras llevasen otro nombre? Se había traicionado a sí misma, se había vendido, y le humillaba darse cuenta de que ahí, en esa especie de altar de piedra que se clavaba en su columna y en sus nalgas de forma desagradable, iban a segar su vida de un modo tan cobarde. No le permitían defenderse, ni tan siquiera correr para intentar huir y darle una oportunidad y alargar el juego. No. La ataban y la mostraban como una pieza de caza. Tenían mucha prisa.
Era un jodido sacrificio. Un ritual. No era un asesinato cualquiera.
La mente creativa y con necesidad de documentarse de Erin empezó a absorber datos de todo lo que la rodeaba, a pesar del miedo, más allá de la supervivencia y de los estremecimientos, su cabeza aún quería recopilar datos. Una era escritora hasta el día de su muerte.
Se encontraban en el interior de unas ruinas deterioradas y erosionadas por la implacable ley del tiempo. Los muros blanquecinos estaban cubiertos por la vegetación que luchaba incansable por recuperar su lugar perdido más allá de murallas y almenas, y torres de defensa. ¿Era una ciudad antigua? ¿Un castillo? ¿Era un manido campanario lo que veía a los lejos? Se trataba de un pueblo abandonado.
Sobre su cabeza las nubes se agolpaban formando oscuras aglomeraciones en movimiento, y un relámpago iluminó el cielo.
La mujer y el hombre encapuchados colocaron las palmas de las manos bocarriba y alzaron el rostro hacia la tormenta venidera.
En ese momento Erin vio al tercer individuo. La miraba con cariño. Jodido, hijo de perra. La miraba con compasión pero no ocultaba el resplandeciente objeto que sostenía su mano derecha. Era una daga cuya hoja dibujaba ondas y profundas curvas. Parecía un maldito cura con esa indumentaria eclesiástica. Era un hombre joven, demasiado para vestir así, con sotana negra y el alzacuello blanco. Sus ojos eran azules