La Orden de Caín. Lena Valenti

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La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

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por sus cuerpos, especialmente por el de la más atrevida, una pelirroja con pechos grandes y culo enorme. En otro momento se la habría llevado al baño y habría hecho con ella lo que hubiese querido y a ella le habría encantado.

      Pero no era una buena idea. No en ese instante ni en ese lugar. Hacía mucho tiempo que no se dejaba llevar por esos instintos.

      Se sentía inquieto y expectante, sabedor de que algo iba a cambiar. Los animales presagiaban el peligro y el cambio de energía antes de que este se manifestase. Él también.

      Dejó el vaso sobre la mesa, aburrido de ver a esas chicas y se pasó la lengua por los dientes superiores, rectos y blancos. Observó penetrantemente el líquido parduzco hasta que escuchó un ligero pitido en el oído derecho, y percibió algo. Una energía que era imposible de calificar o definir. Sus sentidos se afinaron, y en el interior del vaso, el brebaje destilado dibujó una onda, producto de una vibración intangible para cualquiera, aunque no para él. Sus sentidos eran tan agudos que observó cómo esa onda se extendía hasta las botellas expuestas detrás del barman, que llegaron a tintinear por el remezón resultante sobre los estantes metálicos adosados a la pared. Fue una oleada imperceptible para cualquiera de los ahí presentes, distraídos y concentrados en su realidad más mundana y superficial.

      Para Viggo Blodox, en cambio, fue como un pistoletazo de salida.

      ¿Podía ser que…? ¿Era posible?

      Tomó su iPhone negro e hizo una llamada con tono tan serio como su rictus. La voz que contestó al otro lado de la línea era masculina y ronca:

      —No es posible. ¿A qué se debe esta inesperada sorpresa?

      Ni un «hola», ni un «¿cómo estás?»…

      Viggo se dio la vuelta y apoyó las caderas sobre la barra sin dejar de sujetar su teléfono.

      —Está pasando —contestó sin más.

      La pelirroja se acercó más a su cuerpo pensando que él le estaba prestando atención por fin. Pero nada más lejos de la realidad. Y al otro lado de la línea el silencio era tan tenso y se alargó tanto que parecía que hablaba con el vacío. Pero Viggo comprendía su reacción, aunque no tenía todo el tiempo del mundo.

      —¿Estás absolutamente seguro?

      —Has estado soñando con el pequeño sembrador. Como yo. Todos lo hemos hecho. Niégalo si no es así —le ordenó Viggo.

      Se oyó una larga exhalación y una maldición proferida entre dientes.

      —Joder…

      —Sí —reafirmó.

      —Te ha dicho que estemos atentos.

      —Sí. ¿Dónde demonios están tus huesos ahora, Blodox?

      —En Croacia —la pelirroja se aproximó más a él hasta empezar a rozar su trasero con su entrepierna, meneando las caderas—. En Dubrovnik.

      Otro silencio, este más corto que el anterior.

      —Croacia… ¿Qué mierda haces en Croacia?

      —Pues, como ves, sigo los augurios. Y yo estoy aquí —contestó Viggo mirando fijamente la nuca que la mujer descubría para él—. Vosotros deberíais estar aquí también. Avisa a los demás. ¿Sigues en contacto con todos?

      —Sí. El único que desertó fuiste tú.

      En ese tono aún había resquemor y muy poca comprensión.

      —Bien, porque esto, a diferencia de mi vida, Daven —replicó Viggo—, sí concierne a la Orden. Es probable que sea lo más importante que haya en nuestra existencia desde que despertamos. Espabilad porque el cerco acaba de abrirse y sabéis lo que va a pasar a continuación…

      —Sangre.

      —Exacto.

      —En breve nos vemos.

      Daven colgó sin un «adiós», ni un «hasta luego». Frío, cortante y conciso como había sido su conversación. Viggo guardó su móvil en su abrigo corto negro, que le llegaba por el muslo, con las solapas del cuello levantadas y el cierre de botones y apartó a la mujer de su entrepierna, con un ademán educado pero muy severo.

      —Oye, guapo… ¿no quieres invitarme a una copa?

      Viggo ni siquiera parpadeó. Ella lucía embriagada y con los ojos rojos y el rímel un poco corrido. Sería hermosa más al natural y no pintada como una puerta. Y las tetas estaban a punto de salirse de su escote.

      —No. No quiero invitarte a una copa.

      —¿Y quieres invitarme a… —le acarició la barbilla con su indice— tu casa, tal vez?

      Viggo la tomó de la muñeca suavemente y tironeó levemente de su cuerpo para acercar sus labios a su oído.

      —No te voy a invitar a mi casa —con el mismo tono aburrido le ordenó—: Ahora ve al baño, bájate las bragas —usó su tono natural e hipnótico para someter la mente de esa hembra—, ábrete bien de piernas y acaríciate tantas veces como desees hasta que tu deseo haya desaparecido. Y luego vuelve con tus amigas. No te acordarás de mí después.

      Apartó de nuevo a la chica, pero esta iba tan borracha que trastabilló, aunque no cayó al suelo. Lo miró con los labios entreabiertos y las mejillas sonrosadas. Parecía mucho más caliente que antes. Pero su orden surtió efecto. La joven desaparecía entre la multitud en dirección al baño.

      Viggo se fue de ahí rápidamente, dejando el olor a alcohol y la música excesivamente alta tras él, con el Take you dancing de Jason Derulo que lo acompañó a cada paso hasta la calle y un objetivo entre ceja y ceja: seguir aquello que había atravesado el cerco antes de que se cruzara en su camino hombres mucho menos agradables de lo que podía llegar a ser él.

      El baile acababa de empezar.

      Kanfanar, Croacia

      Quedaban diez minutos para llegar. Erin no podía dejar de mirar el paisaje que el trayecto en tren cincelaba de esa península en forma de corazón. Con razón aquel lugar había inspirado a tantos escritores, como Julio Verne, para crear sus espléndidas obras literarias dotadas de paisajes fantásticos y playas con cantidad de calas insondables que disfrutaban de una comunión mágica con el Mar Adriático. Istria no era propiedad solo de un país. Obviamente, las grandes bellezas eran codiciadas por muchos y por ello a Istria la poseían tres países más. Una parte, la Norte, se compartía con Eslovenia, otra pequeña parcela era de Italia, y por supuesto, todo lo demás estaba atada a Croacia. Rovinj justamente se encontraba en el puerto pesquero, en la Costa Oeste. Pero no irían allí hasta el día siguiente. Eran las diez de la noche y querían cenar tranquilas y descansar en un hotel que estuviera a tiro de piedra de esa estación. Por eso se hospedarían por esa noche en Villa Valentina a cuatrocientos metros de la estación.

      Haber hecho ese viaje en tren con sus hermanas desde España había sido, al principio, un tanto complicado, por la logística, claro. Pero les había dado unos días para visitar partes de Europa que no conocían. Por sus trabajos y sus distintas ocupaciones,

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