La Orden de Caín. Lena Valenti
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La Orden de Caín - Lena Valenti страница 7
—¿Qué vas a hacer con eso? ¡Suéltame! —le rogó intentando liberarse de los duros amarres que inmovilizaban sus tobillos y sus muñecas.
—Chist… Spavati zauvijek, bogomil. Dormirás para siempre.
—No sé hablar tu idioma. Hablo castellano e inglés. Hablo inglés —le explicó con la voz entrecortada—. Por favor, esto debe de ser un error…
El cura cubrió los ojos de Erin con su mano libre. Esta intentó liberarse porque quería mirar al hombre que, de un modo tan injustificado y cruel, iba a enviarla a otro lugar.
—Ucini to —le ordenó a la mujer.
Esta procedió a romper la ropa de Erin, y a descubrirla de torso para arriba.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡No! —protestaba Erin atragantándose con sus lágrimas y su ansiedad—. ¡Eres un cura, maldito cerdo! ¡¿A qué tipo de dios le rezas tú?! ¡Él no te da libertad para hacer estas cosas y acabar impune!
Él sonrió levemente como si la hubiese comprendido, pero no detuvo su propósito. Al contrario. Sujetó bien a Erin apretando la palma de su mano contra sus ojos, manteniendo recta su cabeza y dirigió la punta de la daga entre sus costillas.
Erin dejó ir un grito ahogado y movió las piernas con brío cuando percibió cómo el objeto afilado atravesaba sus costillas hasta la empuñadura. De repente, el dolor fue tan intenso que ya no podía respirar y se removió como una culebra, hasta hacerse cortes en las muñecas por tensar tanto la cuerda que la amarraba. Notaba cómo se le llenaba el pulmón de sangre, porque lo había atravesado. La hoja salió de su carne, pero lejos de cesar la tortura, volvió a internarse, esta vez por debajo de la clavícula. Erin aún seguía gritando. Le vino a la mente un toro. Una matanza con banderillas, espadas y lanzas… igual.
El puñal volvió a internarse en su estómago y lo hizo repetidas veces más hasta que el hombre retiró la mano y vio la mirada ida y lacrimosa de Erin, que ya estaba abatida, casi muerta. En el rostro impío y maligno del hombre las gotas de sangre salpicadas del cuerpo de Erin le bañaban la frente, la boca, la nariz y las mejillas. Incluso la ropa de los encapuchados estaba estucada y lo poco que se veía de sus facciones también se había salpicado.
El hombre cogió aire, dado que el esfuerzo por las repetidas puñaladas violentas lo había agotado. Sujetó el puñal por la empuñadura con ambas manos y lo levantó por encima de su cabeza. Un nuevo relámpago iluminó el cielo y empezó a llover.
Dejó caer el puñal con fuerza para que se clavase en el corazón de Erin y acabar ya con su agonía, dado que aún seguía viva. Pero algo lo detuvo.
Un dolor terrible atravesó su pecho. Miró hacia abajo y observó atónito cómo una mano más morena marcada con pequeñas cicatrices y símbolos tatuados en sus dedos, impregnada en su propia sangre, sujetaba bizarramente su corazón. Lo presionó hasta hacerlo reventar.
La mano lo había atravesado por la espalda y había salido por el pecho. No le dio tiempo a pensar nada más, porque ya estaba muerto.
A su lado, la mujer encapuchada había corrido la misma suerte.
Y allí, con vida, solo quedaba el otro hombre que, al otro lado de aquella mesa de piedra de sacrificio, señalaba con mano temblorosa al individuo que aplastaba los corazones de sus colegas con expresión terrorífica en su rostro.
—Strigoi! —gritó dando pasos hacia atrás. Su rictus había palidecido más de la cuenta y estaba tan aterrado que se había meado encima.
Pero no pudo ir muy lejos de las ruinas. No pudo escapar.
El hombre que se había encargado de sus dos compañeros, estaba ahora frente a él, desafiando las leyes de la física. Lo agarró por el cuello y con una sola mano le partió la tráquea.
Capítulo 3
Viggo Blodox permanecía acuclillado ante su nueva víctima. Aquella noche no tenía planeado pasárselo así de bien, pero ahí estaba, acabando con la miserable existencia de tres asesinos. Descubrió el rostro del cómplice del intento de asesinato de la humana. Cada vez los reclutaban más jóvenes. Era otro chaval. Como la mujer. No tendrían más de veinte años. Pero como se castigaban tanto el cuerpo con las autoflagelaciones y las correas propias de la mortificación corporal aparentaban ser mayores de lo que eran. Para asegurarse de que tenía razón, levantó la capa que cubría sus piernas, rompió parte del pantalón y expuso la correa metálica cuyos clavos atravesaban la carne de su muslo provocándole hematomas, cicatrices y gangrena. Eso les infectaba la sangre y alteraba su comportamiento. El cilicio de esos extremistas era enfermizo.
Habían actuado muy rápido al percibir la rotura del cerco. Tenían personas desperdigadas por todas partes y poseían sus propios métodos oscuros para ser eficientes.
Blodox escuchó el frágil y desesperado latido del corazón de la presa que había caído en manos de esos verdugos.
Se acercó lentamente a ella. Se había asegurado de que no había nadie más en las proximidades de aquellos derruidos muros. Desde que en Dubrovnik sintió el círculo de éter romperse, se había sentido impelido a perseguir el origen de la fuga. Llegó a Istria y la energía lo llevó hasta Kanfanar, donde los bomberos apagaban el fuego provocado por una explosión en la estación y las ambulancias socorrían a los heridos. Pero no pudo quedarse a investigar porque no podía dejar de oler la persistente e incómoda fragancia a mercaptano que dejaba la presencia del mal.
Si eso era obra de ellos, no debían estar muy lejos. El hedor lo llevó hasta las ruinas de Dvigrad y allí no pudo llegar a tiempo para evitar que esa mujer fuese salvajemente apuñalada hasta casi su muerte, pero le evitó la estocada definitiva.
Ellos creyeron que ella había roto el cerco, por eso la debían eliminar. Porque la temían y porque no debía existir nadie vivo con la capacidad de poner en peligro sus leyes. Porque la existencia de una mujer así podía cambiar las reglas del juego. Lo cambiaba todo para Viggo y los suyos. Pero debía entender por qué y cómo había llegado a parar a ese lugar. ¿Con qué objetivo?
El olor de la deliciosa sangre de esa hembra lo golpeó con tanta fuerza que tuvo que detenerse unos segundos antes de alcanzar la piedra ritual en la que ella seguía desangrándose y cuyo líquido rubí salpicaba el suelo y chorreaba desde la plataforma superior de un modo obsceno.
Al final, se mantuvo fuerte y consiguió colocarse a su lado. Tenía los ojos abiertos y el cuerpo aún estaba caliente. Ella respiraba con pequeños espasmos, su caja torácica con profundas incisiones sangrantes subía y bajaba, señal de que luchaba por agarrarse a la vida, pero se le estaba escapando de entre los dedos.
Erin se sujetaba a la brizna de vida que aún le quedaba, a sabiendas de que era frágil y de que se podía romper en cualquier parpadeo que le hiciera cerrar los ojos para siempre.
Sentía tanto dolor que ya no lo sentía. Su cuerpo era una cuna de laceraciones y cortes, órganos triturados y deshechos y músculos desgarrados, de los cuales solo emanaba sangre y también mucha rabia y frustración. Y lloraba incluso sin pretenderlo, no por el dolor, sino por darse cuenta de que respirar y pedir a su corazón que siguiese bombeando en esas condiciones era una quimera. Le quedaba poco en esta vida. Se reuniría con su madre, tal vez. Aunque prefería quedarse en este plano para vengar su muerte y asegurarse de que sus hermanas estaban bien.