La Orden de Caín. Lena Valenti

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La Orden de Caín - Lena Valenti La Orden de Caín

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Se estaba ahogando con sus propios fluidos.

      Qué lamentable era morir así. No solo por la terrible tortura de su cuerpo. Era triste porque estaba sola, sin su familia. Como su madre Olga, que había muerto en un incendio aunque iba acompañada de su amiga. Pero murió lejos de ellas.

      La agonía abrazaba sus pulmones y tensaba sus músculos, y la muerte empezaba a mecerla, arrancándole el poco control que ella creía tener sobre la vida. Y de repente, en el ocaso ya de su existencia, su cuerpo se reveló y luchó como un pez fuera del agua para robar aire. Eran sus últimos coletazos.

      Fue en aquel instante cuando dejó de mirar el cielo y la lluvia caer sobre ella, porque un rostro salido del más allá ocupaba toda su visión.

      Era irreal. Ni siquiera tenía facciones típicas de galanes de novela romántica, era el colmo de la gallardía y también de la exuberancia y rara belleza que solo algunos podían poseer sin parecer afeminados o retocados por bisturí.

      Y pensó que no estaba tan mal morir frente a un ángel de ojos de color rosado, pelo blanco y grisáceo, largo y húmedo por la lluvia, y un mentón que podía encajar cualquier golpe. Morir frente a un ejemplar masculino así era mejor que hacerlo frente a los asesinos que habían usado su cuerpo para afilar la hoja de una daga. Y olía a algo que no sabía definir, porque se mezclaba con el olor de su propia sangre y todo la confundía. Pero su aroma estaba ahí.

      Él la miraba como un animal que estudiaba el tipo de especie que se debía comer, para averiguar si era comestible o no, básicamente. Esa era la impresión que le daba.

      Y porque Erin sabía que nada sería peor que lo que ya le habían hecho esperó que él, fuera quien fuese, tuviera clemencia.

      —A... ayú... ayúdame —dijo con el gorgoteo de la sangre emanar de su garganta.

      Blodox no era un hombre inseguro ni dubitativo. Hacía lo que se tenía que hacer, comportase lo que comportase. Sin embargo, la presencia moribunda de esa chica lo aturdía.

      Era la aguja en el pajar y la manzana del Edén. Todo en uno. Ella era la única excepción y advertencia que tuvieron en su transformación. Y estaba ahí, ante él.

      Su cuerpo era hermoso, de formas curvas, y montes y huecos donde debía haberlos. Tenía un pelo largo y abundante del color de la noche, y aquellos ojos podían deshacer glaciares. Y poseía una cara hermosa y evocadora, aunque ahora estuviera manchada de sangre y de lágrimas. Su corazón seguía bombeando.

      Erin expulsó sangre por la boca y entonces como si reaccionase al encontrarse aún con vida lo miró. Tenía fuerzas suficientes como para hacerlo. Su fuerza le asombró.

      —A… ayú… ayúdame —lo miró implorante. Sin miedo.

      Viggo tragó saliva pero su expresión permaneció impertérrita. Su voz se coló por debajo de la piel y erizó su vello. Sus ojos de ese color tan especial y luminoso se clavaron en los de ella. La chica hablaba la lengua de los conquistadores. Y él las sabía hablar todas.

      Observó las tremendas heridas de su cuerpo y escuchó a sus órganos malheridos. Así que procedió a ayudarla como mejor sabía. La colocó de lado y posó su mano abierta sobre su espalda. Tenía los pulmones completamente encharcados y se estaba ahogando. Presionó la mano entre sus omóplatos y Erin vomitó sangre por el impulso de Viggo, ni siquiera fue por el movimiento de sus propios músculos, algunos sementados por las puñaladas. Su corazón continuaba bombeando, aunque lo hacía muy lentamente y las hemorragias seguían ahí.

      Solo podía detenerlas de una manera.

      —Vivirás —le dijo él hablando en español sin problemas.

      Erin parpadeó una última vez, asombrada por respirar un poco mejor, aunque ya notaba cómo se volvían a encharcar sus alveólos. Cerró los ojos porque ya no podía lidiar con el sufrimiento.

      Viggo la tomó por la nuca y la incorporó un poco para darle el único elixir que podía ofrecerle para que no muriese y se recuperase de esas heridas mortales provocadas por dagas santas. Él pasó el pulgar por la comisura de sus ojos y recogió una lágrima perlada con sangre. La observó con extrañeza. De manera inconsciente se la llevó a la boca y el sabor explotó en sus papilas gustativas y lo dejó medio noqueado y sediento de más. Sin embargo, la sangre no le iba a hacer perder la cabeza. Llevaba mucho sabiendo controlarse. Aún embriagado y saboreando a Erin, Viggo dijo:

      —No sé quién eres. No sé por qué estás aquí ni lo que esto puede suponer para mí y los míos, pero como quiero descubrirlo, vivirás —repitió.

      Viggo se acercó la muñeca a la boca y sus colmillos se alargaron un centímetro más de lo habitual. Los clavó en su propia carne y acercó sus heridas a la boca de ella, que estaba entreabierta.

      —Bebe —le ordenó, impeliendo a sus músculos de deglución a que se movieran.

      La obligó a beber y esperó a que su sangre le llenase el esófago y cayese en su estómago. Desde ahí trabajaría para mantenerla estable. La mantuvo así durante largos minutos en los que Viggo no pudo apartar sus ojos ni un segundo de ella. Era un ser magnético y misterioso para él.

      Cuando consideró que tenía suficiente, la tomó en brazos y la cargó cubriéndola parcialmente con parte de su levita de tres cuartos negra, que hizo la función del ala de un cuervo protegiendo a su cría.

      Blodox oteó el alrededor y observó sin inmutarse que la escena había quedado decorada como el escenario de una película gore. Pero él tenía muy claro que no iba a limpiar nada de ahí. Esa mujer necesitaba cuidados, y además, los acólitos no tardarían mucho en borrar cualquier escena de ese crimen fallido.

      Se impulsó en los talones, olió el pelo de Erin porque le fue imposible no hacerlo, y se fue de allí tal y como vino: volando.

      Strigoi, así le había llamado el acólito. Significaba «vampiro». Y tenía razón. Lo era.

      Él era el auténtico vampiro. No el original, porque nadie estaba preparado para saber la verdad, pero sí uno de los puros. Viggo Blodox era un bebedor se sangre desde hacía tanto que hasta recordarlo era agotador. De esos que negaba la ciencia, y que los libros de historia ridiculizaban y, si los nombraban, lo hacían erróneamente. Pero él y unos cuantos más eran los mismos que la Legión del Amanecer perseguía con la misma vehemencia con la que cazaba a las brujas.

      Tenía muy claro lo que debía hacer con esa mujer. Se la llevaría porque, peligrosa o no, había jurado proteger a todos aquellos que caían bajo los verdugos portadores de banderas eclesiásticas, en nombre de un dios que no era el suyo. A esa mujer la habían torturado y asesinado con un rito de magia negra y con un puñal santo. Querían que su alma no reencarnase. Sin embargo, él lo había evitado.

      La observó. Su larga melena lisa azotaba su rostro y la esencia de sus hebras lo perfumaban. Joder, tendría su olor pegado a la nariz durante días. Y aún no sabía qué hacer con ella. Pero debía alejarla de ahí y colocarla en lugar seguro hasta que entendiera por qué había sido el objetivo, porque Viggo era incapaz de advertir qué había de especial en ella o qué poder podía tener, además del de poseer un rostro hermoso y lleno de hechizo que no había pasado inadvertido para él.

      Se detuvo entre las nubes y observó a través de ellas. Estaba justo encima de la estación de Kanfanar. Los bomberos sofocaban el fuego. Viggo inhaló y detectó entre el humo y las cenizas el paralisium, el polvo de la parálisis,

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