La Orden de Caín. Lena Valenti
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—Y las cuatro chicas bajaron del tren y se encontraron con un recibimiento hostil —recitó Alba añadiendo teatralidad a sus gestos, mientras apoyaba la barbilla en el hombro de Erin—. Fueron las únicas cuyo trayecto se detenía en la apartada y triste estación de Kanfanar, un lugar que incluso los fantasmas habían olvidado visitar.
Erin alzó la comisura del labio y contestó:
—Si hasta tienes más talento que yo.
Alba se colocó su gorrito de lana de una marca que ni siquiera Erin conocía, pero que seguro era carísima, y añadió:
—Pídeme ayuda cuando la necesites —continuó bromeando.
—Lo haré —contestó—. Espero que el señor de la Villa nos esté esperando con el coche tal y como acordamos.
—Seguro que sí. Hasta ahora Astrid lo ha preparado todo a pedir de boca. Es muy controladora nuestra pequeña.
Ambas hermanas miraron a las dos más pequeñas que se metían la una con la otra como si fueran crías. Astrid le pellizcaba las nalgas a Cami en cuanto se daba la vuelta y se moría de la risa al ver cómo la otra daba saltitos y gritaba molesta.
Cuando las puertas se abrieron, las cuatro bajaron una tras otra, con sus maletas a cuestas. Y casi fueron las únicas en pisar aquel lugar. También era el destino de un hombre y de una mujer de dos vagones más hacia delante.
Erin observó las mesas blancas con sillas negras dispuestas más allá de la cubierta del tejado que formaban parte de la cafetería de la estación, que obviamente estaba vacía. En uno de los bancos verdes, una mujer mayor vestida con ropas oscuras masticaba algo de un modo muy enérgico, posiblemente por la dentadura que le bailaba demasiado.
—Joder —silbó Astrid observando el panorama—. El fin del mundo.
—Anda, mira —dijo Cami con su aspecto dulce y risueño iluminado por la apática cafetería—. Seguro que ahí hacen cosas caseras…
—Ni se te ocurra pedir nada ahí —replicó Erin—. A saber qué cocinan… podrían ser cadáveres.
—Tu cabeza está enferma —contestó Cami sonriente.
—Además, tenemos la cena lista en la Villa. Salgamos de aquí que debe haber un coche esperándonos afuera.
—Sí, por favor, tengo hambre —Alba alzó la mano y se tocó el vientre plano.
—Pero si tú no comes —espetó Astrid con una mezcla de amor y odio—. Solo haces sentadillas.
—Deberías hacerlas, querida —insinuó Alba observando el perfil de su hermana pequeña—. Tienes que hacer más culo.
—¿Quieres culo? Yo te doy del mío —Cami se palmeó el trasero.
—Ni hablar. Tu culo es sagrado, perfecto y natural —aclaró Astrid—. Además, quiero que siga siendo así para que continúes alimentándome con esas magdalenas increíbles que haces. ¿Cuántas visualizaciones tienes ya en YouTube?
—¡Yo qué sé! —contesta sonriente—. No las cuento.
Erin fue la primera en empezar a caminar hacia la salida de la estación. Pero antes de eso iría un momento al baño. Tenía la sensación de que se había roto el frasquito de su perfume y quería asegurarse de que no era así. Además, se orinaba desde hacía rato, pero no quería volver a entrar al baño del tren porque olía muy mal y le daba un poco de asco.
—Id tirando —sugirió Erin abrigándose un poquito y cruzándose la parte delantera de su tres cuartos. Refrescaba a esas horas de la noche—. El señor de nuestra Villa tendrá un cartelito con nuestro apellido. Así que buscad al único señor que tenga una hoja con «Bonnet» escrito en negro y sin faltas de ortografía. Voy a mear.
—Te esperamos —dijo Alba.
—No. No hace falta. Id tirando, por favor, que el hombre se quede tranquilo ya al vernos.
—Perfecto. No tardes —contestó la del pelo caoba—. Vamos.
Mientras las tres se dirigían a la puerta de salida del edificio, Erin se desvió hacia la puerta de mano derecha y rezó por que el baño estuviera decente y limpio. Que no oliese mal, al menos.
No esperaba nada del otro mundo, porque la estación no lo era, así que no se sorprendió al encontrar un baño funcional con un par de lavamanos, un espejo de cristal agrietado por las esquinas, y una puerta abierta que quería decir que estaba libre, y que funcionaba, dado que la otra estaba cerrada y había un cartel de prohibido pasar.
Erin metió la maleta como pudo dentro del lavabo, y se dio prisa en orinar lo más rápido posible y sin sentarse en el retrete. Cuando salió, al menos tenía la vejiga más liberada, pero cuando vio su reflejo en el espejo se dio cuenta de que el poco rímel que llevaba se le había corrido y que le faltaba un poco de cacao en los labios. Se maquillaría, pero antes se aseguraría que su perfume Chanel no se había roto. Era de las pocas cosas en las que disfrutaba gastarse dinero: en los perfumes, en las libretas para hacer lluvias de ideas y en sus teclados para sus iPads. Ese era su único vicio y capricho.
Abrió la maleta en el suelo, que al menos no estaba sucio, y vio que el perfume seguía en su compartimento, entero. Pero se le había salido el tapón y eso había hecho que el vaporizador se activase de vez en cuando, por eso olía tanto a bergamota, rosa, cedro y sándalo. Gracias a su documentación para una de sus novelas «ordenadas» por la editorial tuvo que investigar sobre perfumes y descubrió que un solo perfume podía tener tres aromas diferentes. El de salida, el corazón y el de fondo. Había aprendido a olerlos. Su Chanel N.19 tenía muchas notas que ya sabía diferenciar. Siempre había sido muy buena de olfato, aunque la artista de la cocina era Cami. Su hermana muchas veces le decía que ojalá lo tuviera tan fino como ella. A lo que le contestaba que ojalá ella pudiera llegar a tanta gente como hacía Cami con su canal.
Erin cubrió el frasco con el tapón, cerró la maleta con la cremallera y cuando se levantó y miró al espejo otra vez, dio un grito ahogado y rápidamente se sujetó el pecho con una mano.
Al otro lado, la anciana que estaba sentada afuera, la miraba con sus ojos achicados por el tiempo y un rostro enjuto marcado por las arrugas. Era como la típica abuela de pueblo, con la espada visiblemente curvada, con su pelo blanco recogido en la nuca, sus zapatillas de tela negra en los pies, falda que le llegaba por debajo de las rodillas, y un cardinal azul oscuro.
—Qué susto me ha dado… por Dios —dijo cogiendo aire de nuevo.
La señora seguía mirándola, así que Erin procedió a lavarse las manos con rapidez, porque se sentía incómoda con la inspección. Esa mujer olía muy mal. Muy fuerte.
Erin procedió a enjabonarse rápido y a mirar hacia abajo, pero cuando volvió la mirada al frente