Correr, la experiencia total. George Sheehan

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Correr, la experiencia total - George Sheehan Deportes

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consigo mismo. Y esa contienda debería conducir a la perfección.

      Cuando era joven, sufría lo que mi tía llamaba «sordera de conveniencia». Y todavía la sufro. Tengo la habilidad de desconectarme de lo que pasa a mi alrededor. Es normal en mí encerrarme en mí mismo y ser cada vez más ajeno a lo que pasa a mi alrededor. Si estoy con un grupo y no hablo, no des por supuesto que estoy escuchando. Estoy «lejos». Me he ido a otro mundo. Lejos, en mi hábitat natural, en mi mente.

      Estar «lejos» es la verdadera libertad. Me escapo y voy donde quiero estar, pienso lo que quiero pensar, creo lo que quiero crear. Donde quiera que esté, quien quiera que yo sea, no importa. Lo más molesto tal vez sea mantener la obra en cartel, pero soy intocable. Soy, como dijo una vez Yeats, un niño en un rincón jugando con sus cubos.

      Y «lejos» de hacer el idiota. Cuando estoy con gente, siempre hablo por exceso o por defecto. Cosas que es mejor no decir, o cosas estúpidas o de las que pronto me lamento. Si me cuesta diez horas escribir un ensayo de seiscientas palabras, ¿cómo podría decir algo disparatado que valiese la pena ver repetido?

      Provengo de gente de mentalidad similar. Hombres como Kierkegaard, Emerson y Bertrand Russell, que pronto se consideraron diferentes y, al principio, de manera desastrosa. «Era un mojigato tímido y solitario», dice Russell. Tacaño y egoísta, cauteloso y frío, así se describió Emerson a sí mismo. Kierkegaard hizo un análisis muy parecido. «Las ideas −escribió− son mi única dicha, mientras que los seres humanos son objeto de mi indiferencia».

      Dichas personas, según Ortega, tienen pocos conocimientos sobre las mujeres, sobre el trabajo, el placer y la pasión. Llevan una vida abstracta, dijo él, y pocas echan un bocado de auténtica carne cruda a los dientes afilados de su intelecto.

      La forma de escapar de esa existencia abstracta es abrirse, si no a otras personas, por lo menos al cuerpo. Y es así como esos hombres se convirtieron en grandes caminantes, gente que paraba poco en casa. El diario de Emerson hace referencia a un paseo de sesenta y cuatro kilómetros de Roxbury a Worcester, y Russell describió la placentera relajación experimentada después de sus paseos de cuarenta kilómetros.

      Y es por eso, supongo, que corro y encuentro la vida auténtica. «Primero sé un buen animal», dijo Emerson. Cuando corro soy un animal, soy ese animal, el mejor animal posible, y hago aquello para lo que estoy hecho. Me muevo con gracia, ritmo y seguridad, como si hubiera poseído esos atributos toda mi vida.

      Y es así como encuentro la dicha. Kierkegaard estaba equivocado al respecto. No hay dicha en las ideas. La dicha llega en la cumbre de una experiencia y siempre en forma de sorpresa. No se alcanza la dicha a voluntad. Como máximo, va uno adonde ha experimentado la dicha con anterioridad. Y eso casi siempre es en la carretera del río, corriendo a un ritmo que podría mantener toda la vida y con la mente liberada. Así soy durante esa alternancia de esfuerzo y relajación, de sístole y diástole. Y luego vivo esa fusión en la que todo es un juego y en la que soy capaz de cualquier cosa. Y me vuelvo un niño.

      No te sorprenderá que los pensadores crean que nuestro verdadero viaje es de vuelta a la infancia. Un místico escribió que la perfección y el éxtasis radican en la transformación de la vida corporal en un juego feliz. Norman Brown declaró que el hombre es una especie animal que tiene el proyecto inmortal de recuperar la infancia.

      Así, pues, no me disculparé por una actividad que me hace volver a ser un niño. Una actividad que me aparta de las mujeres, del trabajo, del placer y la pasión. Una actividad con sentido propio. Una actividad sin propósito.

      Corro con alegría e, incluso después de correr, siento una plenitud que perdura durante esa larga ducha caliente. Estoy «lejos», no en la mente sino en mi cuerpo tibio, relajado, hormigueante y feliz, con las sensaciones de correr todavía en piernas, brazos y pecho. Todavía estoy disfrutando de quien fui y de lo que hice durante esa hora en la carretera.

      Quizás algunos os preguntéis si una vida se puede experimentar de manera tan completa en ausencia de otras personas. Yo mismo me lo pregunto. Va en contra de todo lo que me han enseñado. Contra todo lo que sirve para la preservación de nuestra cultura.

      Pero soy el que soy y no puedo ser más que eso. «No me confundas con otro», dijo Nietzsche. No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo. Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.

      El corredor de fondo, según he observado, suele ser una persona reservada. Así soy yo. Hubo una época antes de que empezara a correr en que pocas veces miraba a los ojos. Incluso ahora soy reacio a hacerlo. Hay gente, estoy seguro, que piensa que tengo la mirada esquiva y que no soy de fiar. Y en cierto grado tienen razón. Soy de mirada esquiva. Evito mirar directamente a la gente. Prefiero no ver ni ser visto.

      Ver, mirar a alguien a los ojos, puede ser una revelación total. La mirada, escribió Ortega, es un acto que emana directamente del interior con la precisión de una bala. Erving Goffman describió la mirada como «la reciprocidad más directa y pura que existe».

      La mirada, pues, ocurre en pretérito perfecto. No tiene nada que ver con el pasado o el futuro, ni con el fue ni con el será. La mirada es ahora. Al igual que un poema, no debe significar, sino ser. Miramos a través de los ojos, no con ellos. Los ojos, por tanto, son lo que somos. Mis ojos son yo.

      Los ojos, pues, revelan y, al revelar, apelan a la revelación. El fotógrafo Richard Avedon dice de sí mismo y sus temas: «Estamos allí, ojo con ojo, completamente abiertos, desnudos entre sí». Está allí, dice él, pidiéndoles que den mientras él está intentando dar, intentando mostrarse. Y cuando alcanza esa última revelación, él dice: «Gracias». Entonces los extraños vuelven a ser extraños. Los ojos se velan. Las miradas dejan de enfocarse. La conexión se rompe.

      La mirada, pues, dice poco menos que quién soy yo. «Éste soy yo de verdad». Dice la verdad en el sentido en que los griegos usaban la palabra: para desnudar. La mirada, esa mirada sutil pero tenaz, hace eso. Me desnuda hasta llegar al paisaje interno y sumergido que es mi alma.

      En el pasado me avergonzaba esa verdad, me avergonzaba del ser que se suponía que era yo. Y, al avergonzarme, evitaba la mirada de los demás. Hubo un tiempo en que no podía soportar el alma ni su paisaje interior. Únicamente trataba de esconderlos. Yo vivía entonces en cualquiera de los dos mundos. Si no eras una cosa, eras la otra. Yo siempre era el otro, el inaceptable, el pecador, el extranjero. Y eso se reflejaba en mis ojos. Una mirada clavada en mis ojos y el observador sabría quién era yo. Alguien que se preocupaba poco por los demás. Alguien que veía a los demás, si no como a enemigos, al menos como a una amenaza.

      En una mirada inequívoca y desnuda, en esa línea recta trazada entre un corazón y otro, me iluminaría como un paisaje por un relámpago. Mi desconcierto, mis errores, el hacerme el tonto. Por eso aprendí a protegerme. A llevar una máscara. A hablar con el aire. A controlar el acceso que los demás tenían sobre mí. A mantener alejados a los intrusos de mi ser verdadero o de quien creo que es mi ser verdadero.

      Por aquellos días, la peor orden que podía oír era: «Mírame a los ojos y dímelo». Entonces la verdad se imponía de manera inevitable. Me pillaban mintiendo. «Nunca dejes que te miren a los ojos», era el lema del famoso detective de Nueva York. Si lo hicieras, te conocerían. En ese instante todo el engaño se iba al garete. Mis ojos revelaban en esos segundos lo enterrado durante años. Cicatrices expuestas y heridas abiertas que creía largo tiempo atrás curadas.

      Correr ha cambiado todo eso. Me ha dado

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