Correr, la experiencia total. George Sheehan
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Si se analizase correctamente su estructura, se podría descubrir el somatotipo de una persona y, por tanto, saber qué tipo de persona es. También se podrían conocer sus puntos fuertes y débiles, lo que le gusta y lo que no, su relación con las personas y las cosas, e incluso su estilo de vida más apropiado. Con ese análisis llegaría a conocer su propia fisiología y filosofía. («La religión o filosofía de un hombre –escribió Ellen Glasgow – es tan connatural como el color de los ojos o el tono de voz.»)
A partir de entonces percibiría si su constitución física estaba hecha para la lucha o para la huida o la negociación. Si había nacido para dominar a sus congéneres o para socializarse con ellos o para evitarlos por completo. Ese estudio le diría cuál es su trabajo, su juego y si debía casarse y con quién.
Estas son las restricciones a nuestros derechos inalienables, es decir, la vida, la libertad y la consecución de la felicidad. Nuestros cuerpos definen y determinan esa vida, esa libertad y la forma de la consecución de la felicidad. Se diferencian de una persona a otra, y el cuerpo, escribe Sheldon, es el récord objetivo de esa persona. La tarea que tenemos por delante, afirma él, es convertir ese récord en un discurso hablado.
Para Sheldon no existe un problema entre el cuerpo y la mente, ni entre lo consciente y lo inconsciente, ni hay una fractura entre lo físico y lo mental. Él sólo ve la estructura y la conducta como un continuo funcional.
«Mi objetivo –escribe él− es que cada persona se desarrolle según su potencial máximo y protegerlas de falsas ambiciones, del deseo de ser alguien que nunca serán y, quizá más importante si cabe, que nunca deberían ser.»
Sin Sheldon, intentarás reformarte o que otros te reformen, sea despreciándote, sea viendo a los otros como a criminales o como a pelmazos. Al menos a dos tercios de la población mundial se les pondrán los pelos de punta por no conocer los somatotipos y la forma natural en que esas personas actúan.
La humanidad, dijo Sheldon, se divide en tres razas. Sin embargo, esas razas nada tienen que ver con el color, la geografía ni el grupo sanguíneo. Está la raza atlética, los musculosos mesomorfos (los que actúan); la raza relajada y amistosa de los endomorfos (los que hablan); y la raza delgada y de huesos pequeños de los ectomorfos (los que piensan).
Estas razas poseen cualidades especiales, y la armonía entre ellas es mucho más difícil de lo que se podría sospechar. Cada raza reacciona de manera distinta y de formas que las otras razas podrían definir como enojosas, penosas o incluso peligrosas. Los mesomorfos reaccionan a la tensión entrando en acción. La mejor forma de describirlos es como dominantes, alegres, enérgicos, seguros de sí mismos, competitivos, asertivos, optimistas, temerarios y emprendedores. Los endomorfos, por su parte, reaccionan a la tensión socializando. Lo más probable es que se describan como tranquilos, plácidos, generosos, afectuosos, tolerantes, misericordiosos, comprensivos y amables.
El ectomorfo no es ninguna de esas cosas. Es imparcial, ambivalente, reticente, suspicaz, cauto, terco y reflexivo. Las ideas le resultan mucho más interesantes que las personas. Y reacciona a la presión con retraimiento.
En un mundo donde la preocupación por el prójimo es básica, el ectomorfo preserva su integridad no implicándose, igual que Einstein, que estaba hecho para tirar de un solo arnés. Como Thoreau, que no ha encontrado un compañero más sociable que la soledad. Y, como decía Kazantzakis, «La gente siente que no los necesito, que soy capaz de vivir sin su conversación. Hay muy pocas personas con las que podría vivir algún tiempo sin que se sintieran enojadas».
Su solución, por supuesto, no es hacerse pasar por alguien que llega muy alto o por uno de esos que aman a su comunidad. Esto sería una pseudovida. Incluso si tiene éxito, fracasa. Debe darse cuenta de que la vida que los hombres elogian y consideran exitosa, tal y como dijo Thoreau, es de un solo tipo.
Y dejar que su cuerpo le indique cuál es.
Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy salta a la vista.
Mi cuerpo lo dice todo. Habla de mi carácter, de mi temperamento, de mi personalidad. Mi cuerpo habla de mis puntos fuertes y débiles, habla de lo que puedo hacer y de lo que no. Si estuviera metido en una caja negra y todo cuanto supieras de mí fueran mi talla, altura, anchura y contorno, podrías saber qué tipo de hombre soy.
William Sheldon usó esas técnicas en su obra Las variedades de la psique humana para describir los temperamentos dominantes asociados con los componentes físicos primarios.
Sheldon dijo algo que saben todos los retratistas, especialmente los caricaturistas. El hombre se revela a través del cuerpo. «Cuando dibujo a un hombre –escribió Max Beerbohm− me ocupo sólo del aspecto físico. Veo todos sus puntos sobresalientes exagerados y todos sus puntos insignificantes proporcionalmente disminuidos. En esos puntos sobresalientes se revela el alma de un hombre. Por tanto, si subrayas esos puntos y dejas que otros se desvanezcan, uno se arriesga a desnudar el alma».
Lo que cada uno de los cuerpos revela a la cinta métrica de Sheldon y al bolígrafo de Beerbohm son los límites de las reacciones humanas a la tensión, sea psíquica o física. Incluso los límites más amplios de los placeres y deseos. Y cada ser humano se debe considerar normal como individuo concreto. De lo contrario, viviríamos la vida de otro. En efecto, estaríamos jugando al deporte de otro. Mi vida sólo es auténtica cuando siento, pienso y hago lo que soy, y lo que sólo yo debo sentir, pensar y hacer.
En ningún otro caso como en el del solitario, introspectivo, indiferente y delgado corredor de fondo resulta tan evidente. En una sociedad competitiva e igualitaria donde no hay excusa para el fracaso, el corredor de fondo puntúa bastante por debajo de la media en su necesidad de cosechar éxitos. Carece de la energía psicológica necesaria, y del emprendimiento y la voluntad para asumir riesgos.
Es mucho que aprender, podrías decir, sólo con una larga mirada. Pero Sheldon no es el único que acepta esta idea. Son muchos los que piensan que el cuerpo, el producto de la herencia y los genes, sigue siendo la fuerza dominante sobre quiénes somos y sobre lo que nos ocurrirá. Así oímos hablar de personalidades tipo A que sufren cardiopatías y de la predicción de enfermedades coronarias a partir de la constitución física.
Hay muchos que no aceptan esta idea. Los freudianos, que creen haber nacido con una tabla rasa en la que se imprime la infancia y lo que nuestros padres nos inculcan, consideran esta idea una aberración. Así hacen quienes viven el sueño americano, quienes afirman poder ser lo que se propongan. Consideran que las teorías de Sheldon son deterministas, una amenaza para la libertad.
Yo lo veo de otro modo. Mi cuerpo me demuestra que soy libre para ser. No establece unos límites sino que me demuestra la capacidad de realización. Y me libera de un pasado deprimente y de un futuro imposible.
¿Quién eres tú? Veamos.
Soy corredor. Años atrás esa afirmación habría significado poco más que la elección accidental de un deporte. Una actividad para el tiempo de ocio seleccionada por razones tan superficiales como