Correr, la experiencia total. George Sheehan

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Correr, la experiencia total - George Sheehan Deportes

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paciencia y disfruto. Y, por encima de todo, no emito juicios excepto sobre mi esfuerzo. En ese sentido exijo el máximo y más.

      Por eso mi mirada ha dejado de ser furtiva. Ya no es una mirada desenfocada, superficial y huidiza. Ya no se posa cerca de la oreja del interlocutor ni sobre su hombro. Ahora soy capaz de mostrarme a otros seres humanos, deseoso de ofrecer mi amor y recibir el suyo. Ya no necesito apartar la mirada de los demás.

      Pero lo hago. Todavía soy un corredor reservado. Mis miradas siguen siendo sólo para los que son como yo. Para quienes comparten mi verdad, mis sentimientos, mi percepción del mundo tan feliz y tan triste. Cuando doy conferencias a corredores, recorro el auditorio con la vista deteniéndome en un rostro y el siguiente hablando y mirando a la gente a los ojos, mente con mente, corazón con corazón. Y me siento conmovido como también ellos se conmueven.

      Durante las carreras es muy parecido. No tanto, quizás, antes de la carrera, cuando estamos un poco asustados y preocupados por lo que se avecina. En ese momento, a veces exhibo una suficiencia espuria y una facilidad falsa para ocultar el miedo.

      Es más adelante cuando nos asomamos al interior de los demás. Es después de haber sobrevivido treinta minutos cuando afloran orgullo, felicidad y unidad en las miradas que intercambiamos.

      Aquí incluso fracasa la poesía. La poesía, dijo Eliot, son las mejores palabras posibles en el mejor orden posible. No obstante, es el lenguaje no verbal el que lo provoca. La poesía sólo traduce en palabras lo que mis ojos y los tuyos se han dicho.

      Siempre me he sentido inseguro en presencia de la autoridad. La visión de un coche patrulla por el retrovisor es suficiente para paralizarme de cintura para abajo. Cualquier documento de carácter legal en el buzón me puede arruinar el día. Y oír a alguien con un título o de uniforme provoca que me ponga firmes como un marine en el campo de instrucción. Mi mundo, como se ve, está lleno de instructores militares a los que evito todo lo posible.

      De vez en cuando cometo errores. Hace unos doce años, hice un giro de 180 grados en la calle mayor después de comprar la edición matinal del periódico. Cuando completé el giro, me vi directamente enfrente del jefe de policía. Él supo de inmediato quién era yo. Un hombre que aborrece las reglas pero que teme a quienes se encargan de hacer que se cumplan. «Nunca más haga eso», me dijo. No lo he hecho más y nunca lo haré.

      Pero las leyes humanas son secundarias. La autoridad se puede evitar o ignorar con pocas consecuencias en la vida diaria. La naturaleza no. Las leyes de la naturaleza son primarias o secundarias, pero no se pueden dejar de lado. La naturaleza −he descubierto− te respalda más que cualquier otro ser humano. Una cosa es evitar a directores, jefes y policías, pero otra muy distinta es evitar las leyes que gobiernan el universo.

      Las leyes humanas son comprensivas y compasivas en comparación con las que rigen el cosmos. Las infracciones y las multas de tráfico, las evasiones de impuestos y los pleitos legales son fácilmente negociables en comparación con la gravedad y las leyes del movimiento y la termodinámica. Las leyes, incidentalmente, son omnipresentes e inevitables. Puedo evitar un enfrentamiento con la cabeza, pero no con las reglas que rigen el mundo.

      Ese enfrentamiento comienza cuando me meto en el coche por la mañana. El coche se puede poner en marcha o no arrancar. De cualquier modo, el coche obedece las leyes que gobiernan la energía y su transformación. Reglas para las que no hay apelación posible. No existe el «pase por esta vez», ni libertad condicional ni indulgencias. Y ni oraciones y maldiciones devolverán a la vida a un alternador muerto.

      Si intentara burlar esta inevitable necesidad de contar con conformidad mecánica consiguiendo que alguien empuje el coche, sólo estaría haciendo el agujero más profundo, ya que entran en juego otras reglas, referentes a la fuerza, sus vectores y torque.

      ¿De qué sirve alegar circunstancias atenuantes? ¿Locura transitoria? ¿Un fallo en el control de esfínteres? El día apenas ha comenzado y estoy en manos de tiranos controlados por un dictador.

      Si el coche se pusiera en marcha, no desaparecería este despotismo. Al acelerar, el vaso de café que antes reposaba con seguridad en la puerta abierta de la guantera, cae al suelo. El café mancha mis Levi’s recién lavados y los libros y papeles depositados en el asiento del copiloto. Freno y la desaceleración cubre el suelo con una mezcla de café y correspondencia. Antes de acabar el viaje, he experimentado los efectos contrarios de la fuerza de la gravedad, la fuerza centrífuga y otras leyes de la naturaleza que te pueden arruinar el día.

      En momentos así, creo que el cielo es un lugar donde se pueden quebrantar todas las leyes. El café nunca se derramaría aunque lo dejase en cualquier sitio o cambiase de marcha con rapidez. Y todo ocuparía su lugar sin importar lo rápido que tomase las curvas. Y, si me olvidara algo en el techo del coche, se mantendría allí hasta que llegase a mi destino. Y estaría a salvo de cualquier manifestación de violencia o interferencia de las leyes humanas y naturales.

      En realidad, son las leyes las que me preservan de la violencia y las intromisiones. Como mis vecinos obedecen a la policía, a los legisladores y a los burócratas, como el café y el coche obedecen los preceptos de la física y la ciencia, es por ello que vivo en un mundo estable. Y por eso puedo elevarme por encima de la ley y ser un hombre libre. Lo menos que puedo hacer es obedecer las normas de tráfico y aprender a conducir.

      La generosidad no es uno de mis defectos. No siento impulso alguno por donar mi dinero. No siento la tentación de dar hasta que me duela. Trato a mis vecinos como a mí mismo, lo cual significa trabajar hasta el agotamiento, hasta el desgaste. Y que cada uno pague sus facturas.

      No me educaron así. Mi padre, cuando iba con otros a un restaurante, tenía la costumbre de localizat de inmediato al camarero para asegurarse de que fuera él al que le entregaran la cuenta. Si alguien intervenía para que no fuese así, lo consideraba una ofensa personal. Por aquellos días en que aún no existía la cuenta de gastos ni la tarjeta de crédito, mi padre era el más rápido que haya visto sacando la cartera.

      Por tanto, ser lento a la hora de sacar los dólares no es cuestión de práctica. Parece guardar relación con la constitución física y, aparentemente, es característico de personas débiles y de huesos pequeños como yo. Es un aspecto común a los solitarios corredores de fondo. Y también en mi caso.

      Los directores de las carreras lo saben a la perfección. Si subieran un cuarto de dólar el precio de la inscripción, recibirían quejas de todas partes.

      Y si suprimen las comidas gratuitas o las camisetas obsequio, habrá protestas incluso por parte de los corredores más adinerados. Es bastante común, pese a su dependencia de las organizaciones, que la mayoría de los corredores −con independencia de su situación económica− intenten competir sin aflojar unos pocos dólares para tener la tarjeta de la AAU. Y no son pocos a los que hay que apremiar para que paguen sus cuotas del Road Runners Club.

      Podrías considerarlo tacañería o miseria, y considerar poco cristianos, incluso inmorales, nuestros hábitos a la hora de compartir costes y ayudar a otros. Pero es porque tú eres tú, y nosotros somos muy diferentes. Mi actitud de contar las vueltas ante la vida viene de lo más profundo de mi ser. Forma parte de quien soy, del cuerpo que habito, de la unión peculiar entre carne y espíritu.

      Y no sólo es instinto. También es una evidencia externa de austeridad personal, una mortificación autoimpuesta, una propensión a la simplicidad, a la pobreza, y la actitud infantil que Bernanos afirmaba que era la única defensa contra el diablo. Podríamos decir contra su diablo,

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