Correr, la experiencia total. George Sheehan
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He renunciado a muchas cosas durante este proceso transformador. Ninguna supuso un sacrificio. Cuando algo se volvía prescindible, no había problema en abandonarlo. Y cuando algo se hacía claramente esencial, no había problema en aceptarlo y con ello todo lo que implicara.
Desde fuera, el mundo del corredor parece antinatural. Un cuerpo castigado, los apetitos suprimidos, las satisfacciones soslayadas, las motivaciones que impulsan a la mayoría de los hombres ignoradas. La verdad es que el corredor no está hecho para las cosas, las personas y las instituciones que le rodean. O como dice Aldous Huxley, sus pocos redaños y sus débiles músculos no le permiten comer ni abrirse paso luchando por el ordinaria confusión y violencia de la vida.
Que no está hecho para el mundo rutinario, que su naturaleza esencial y su razón de ser son distintas de las ordinarias y usuales, resulta difícil de entender para todos, incluso para el corredor. Pero una vez que lo entiende, el corredor se puede rendir a su ser y a su razón de ser. Y convertirse −en el sentido estricto de la palabra− en un «hombre libre», en el hombre que sólo tiende lazos con el bien.
Con esta renuncia, el corredor no niega su cuerpo, sino que lo acepta. No lo somete ni lo esclaviza ni lo mortifica. Lo perfecciona, lo potencia, lo magnifica. No suprime sus instintos, sino que los tiene en cuenta. Y va más allá de ese animal interior, y se encamina hacia lo que Ortega llamaba su veracidad, su propia verdad.
El producto final es, por tanto, una labor de toda una vida. Esa renuncia, ese dejarse ir, esa desafección de las ataduras, es un proceso desigual. Hay que renunciar sólo a lo que ya no atrae, o a lo que interfiere con algo muy deseado. Ésa era la regla de Gandhi. Aconsejaba a la gente que siguiera haciendo lo que les ayudara interiormente y lo que les reconfortara.
También he aprendido eso. A todo lo que renuncio, sean satisfacciones inocentes, placeres ordinarios o vicios extraordinarios, lo hago por compulsión interna, no como un sacrificio o por sentido del deber, sino simplemente porque me sale de forma natural.
Para el corredor, menos es más. La vida, que es su obra de arte, se subestima. Sus necesidades y apetencias son pocas; se le puede describir con unas pocas pinceladas: un amigo, algo de ropa, una comida de vez en cuando, algo de calderilla en los bolsillos y, para disfrutar, sus pensamientos y los elementos meteorológicos.
Y aunque corre, no tiene prisa. Aunque preocupado a veces por las décimas de segundo, en realidad se debe a las estaciones, pasando de un ciclo a otro, y cada vez prescinde de más cosas, hasta que cuerpo, mente y alma se funden y todo es uno.
Considero esa simplicidad como mi perfección. A ojos de los observadores, sin embargo, parece algo completamente diferente. Mi éxito al desprenderme de las cosas y las personas, de la ambición y los deseos ordinarios, se considera falta de interés, una prueba de desafecto, de falta de implicación, de incapacidad para contribuir.
Así sea. Una visión más amplia del mundo podría incluir la posibilidad de que esas personas fueran necesarias; de que los corredores que alientan una llamita en alguna carretera solitaria están aportando algo. Y, aunque un mundo compuesto únicamente por corredores sería impracticable, un mundo sin ellos sería invivible.
3. Comprender
Yo soy el que soy y no puedo ser más que eso. «No me confundas con otro», dijo Nietzsche. No me confundas con un espectador, un vecino o un amigo. Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.
Cuando salgo a correr por la carretera soy un santo. Soy San Francisco de Asís vestido con ropa minimalista y seráfica. Y soy Gandhi, el joven estudiante de Derecho en Londres, corriendo al trote diez o doce millas al día para luego ir a un restaurante barato a hincharme de pan. Soy Thoreau, el solitario, en busca de la unión con el mundo circundante.
En la carretera, pobreza, castidad y obediencia emanan de forma natural. Soy un pobre de espíritu que verá a Dios. Mi castidad es mi firma del contrato con el verdadero Eros, que es el juego. Y Los diez mandamientos son el modo en que funciona el mundo.
Sin embargo, lejos de la carretera, todo eso cambia. Todo el que haya vivido con un corredor de fondo lo sabe. Ven en él lo que dijeron de Moisés los consejeros del faraón. Mirando su retrato, dijeron: «Es un hombre cruel, codicioso, poco honrado y egoísta». El faraón quedó perplejo y preguntó a Moisés, el cual respondió que los expertos estaban en lo cierto. «De eso estoy hecho −dijo−. Luché contra ello y así es como me convertí en lo que soy».
Por desgracia, yo estoy todavía lejos de esa victoria. Y, como la mayoría de los corredores de fondo, tengo todas las malas cualidades de un santo sin sus cualidades redentoras. Siento lástima por la familia y los amigos que tienen que preocuparse de nosotros.
«Preocuparse» es su trabajo, porque los corredores de fondo suelen ser criaturas desvalidas que apenas saben cambiar una bombilla. Son incapaces de valerse por sí mismas en un mundo competitivo y desde hace mucho han renunciado a intentarlo. Por su larga experiencia, esperan que les hagan las cosas. Que les den de comer. Que les laven la ropa, que les hagan los recados. Que atiendan a todos sus asuntos para que puedan correr. Y que lo hagan con alegría de corazón.
Por eso, mi pobreza no es pobreza. Mis necesidades tal vez sean menores, como las de San Francisco. Pero, a diferencia de él, lo poco que necesito, lo necesito horrores. Lo poco que quiero, lo quiero sin mesura.
Mi desayuno es sencillo, pero debe ser perfecto. No cortes mi madalena con un cuchillo o no te hablaré el resto del día. Mi ropa puede ser regalada o estar tarada, pero, piérdela o déjala en la lavandería en el momento equivocado, y me habrás arruinado el día. Y así sucede con todo: desde las zapatillas hasta el yogur, todo tiene que estar correcto o el día se oscurece y se vuelve triste. Y no sólo para mí, sino para todos los que me rodean.
Si de veras me parezco en algo a San Francisco de Asís, es en la cuestión del dinero. Nunca tengo un duro. Págame la entrada. Atiende a mi comida. Sólo en momentos de distracción hago el gesto de ir a pagar con un cheque. Pocas veces a lo largo de los años me han pillado con suficiente cambio para comprar un boleto de caridad.
Y si la pobreza sigue siendo una batalla, ¿qué pasa con la castidad? Digamos que supera el grado de una lucha. Como otros miles de irlandeses escuálidos de rostro chupado, he luchado contra mi cuerpo desde la primera comunión, sabedor de que el cuerpo pertenece al diablo. Lee a Joyce, a O’Casey o incluso a Yeats, que escribió en su diario que dejaba esas cosas escritas para que otros jóvenes no se considerasen raritos.
Por tanto, lejos de las carreteras, la castidad procede de la forma más elevada de miedo: el miedo a la condenación eterna. Otros, yo no he sido el primero –escribió Housman− han deseado hacer más daño del que se atreven». Sólo superada esa restricción se halla la reconciliación del cuerpo, el alma y luego del verdadero Eros y el amor de los amigos y, finalmente, el ágape en que dando recibimos.
Y, por último, ¿qué pasa con la obediencia? La disciplina al correr, la disciplina en el entrenamiento surge con facilidad. La disciplina en la vida real es otra cosa. La mente, la voluntad y la imaginación no se controlan con la misma facilidad que las piernas, los muslos o el pecho jadeante.