Los chicos siguen bailando. Jake Shears

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Los chicos siguen bailando - Jake Shears

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Le mentía a Jennifer y le decía que me estaba quedando en casa de un amigo del colegio. Ella quería hablar con la madre de mi “amigo”, así que convencía a alguna de las señoritas que vivían en el garaje de Randy para que llamara a Jennifer y se hiciera pasar por la madre. Siempre funcionaba, pero me ponía nervioso la posibilidad de que me descubriera. Me mantenía alejado de la bebida y de las drogas; sabía que complicarían mucho más el asunto si me pillaran.

      Había algo paternal en Randy. Siempre que necesitaba un poco de atención extra, o algún consejo al final de un mal día, él siempre se mostraba dispuesto a hablar. Me sentía seguro a su alrededor, y él no me trataba como a un crío de quince años, sino como a alguien con opiniones e ideas formadas. Me contaba si se había encaprichado de algún tipo o cotilleaba conmigo sobre el drama que se formaba en The Edge. Un par de años más tarde, cuando intenté dar con él para saludarle, descubrí que estaba en prisión. Parece ser que lo habían pillado teniendo sexo con menores. No me enteré de los detalles de la historia, pero me hizo sentir dolido y traicionado. Me había parecido un buen tío y un buen amigo. El regusto ácido vino acompañado con alivio. Hubo tantísimas situaciones y tantísimas noches en las que podría haberse aprovechado de mí…

      * * *

      Finalmente entré a Preston’s, el bar gay en Phoenix del que Atticus había estado hablando entusiasmadamente durante meses. Era horrible y delicioso a la vez, un affaire de cobre y cristal con una pista de baile kitsch sobre la que moverse. Mary conducía hasta allí, pero a veces se sentía tan cansada que se quedaba durmiendo en el coche mientras yo bailaba. Después quedábamos en el aparcamiento y escuchábamos los radiocasetes tuneados de los coches. Descubrí un montón de música nueva gracias a los chavales fiesteros que había allí, con sus peinados engominados y sus elaborados zapatos.

      Es un milagro que nunca me metiera en líos. Los tipos mayores se me acercaban, me gritaban por mis cinturones bondage y me preguntaban: «¿Qué es esto? ¿De qué va todo este rollo?». Yo me llevaba unos mechones de mi flequillo verde por detrás de la oreja y sonreía. Siempre de forma educada, conseguía dirigirme hacia un lugar más seguro. Algunas mañanas de domingo abría los ojos y descubría a algunos conocidos fumando en pipas de agua, intentando mantenerse lo suficientemente despiertos como para poder llevarme a casa. Nunca probé ninguna de esas drogas, nunca abusaron de mí. Pero, aparte de Mary, este no era el tipo de gente que a ninguna madre le gustaría para su hijo.

      * * *

      Compensaba mis fines de semana secretos en Phoenix con mis reuniones con el grupo cristiano Young Life, que tenían lugar los miércoles. Las reuniones se celebraban en unas salas de estar de ambiente familiar, donde cantábamos canciones sobre Jesús mientras Desi, el pastor, tocaba la guitarra. No me vestía de forma tan extravagante en Young Life. Era un lugar donde, aunque solo por un par de horas, me gustaba sentirme integrado. A las reuniones acudían unos treinta chavales de diferentes institutos. Irónicamente, me sentía aceptado allí. Una noche, salí del armario con unos de los ayudantes del pastor en un Taco Bell mientras bebíamos unos refrescos. Él parecía confuso y no dijo mucho. En los meses siguientes, la calidez que sentía antaño se convirtió en distancia, y nunca volvimos a hablar del tema el uno con el otro. Me dolió.

      Pensaba que había tenido éxito en controlar todos los aspectos de mi vida que se tambaleaban. Pero era el descuido, principalmente, la mayor amenaza para que todo se descubriera. La independencia me había convertido en alguien arrogante. Mi madre vino a visitarnos un fin de semana. La llevé a Mill Avenue a dar un paseo con Randy y con otros de The Edge: ese chico adolescente, Fro-baby, el extraño compañero de habitación de Randy, que parecía Buffalo Bill, y una chica, que no dejó de decir que se sentía mareada y que pensaba que podría estar embarazada. Cuando llegamos a casa, mi madre estaba realmente conmocionada.

      —Jason, ¿quién es toda esa gente? —Se pasó las manos por su pelo rubio, algo que solía hacer cuando estaba nerviosa—. ¿De qué los conoces?

      —Solo son amigos que he conocido por ahí.

      —Son simpáticos, pero… —Me mostró una mueca dolida—. ¿Por qué sales con ellos? Hay algo… —“Gay” era la palabra que no conseguía decir.

      —Son gente amable, mamá. Salgo con todo tipo de gente.

      —Que salgas con todo tipo de gente está bien. —Se puso la mano sobre la frente—. Jennifer ha encontrado un paquete de cigarrillos en tu… bolso. —Pronunció “cigarrillos” escupiendo cada una de las consonantes. Se miró las rodillas por un momento, después levantó un dedo y con él dio un golpe en el aire—. Si crees por un instante que vas a salirte con la tuya de la misma forma que tus hermanas lo hicieron, ya te puedes ir preparando, amigo. —Ella podía sentir que yo me había deslizado ya fuera de su alcance—. ¡Tienes quince años! Y eres mi hijo. ¿Y estás fumando?

      Se cruzó de brazos y movió la cabeza; me miró como si fuera alguien a quien no reconocía. Me hizo odiarme a mí mismo. La última cosa que quería era hacerle daño a mi madre. Sí, había empezado a fumar, pero ¿de verdad había hecho algo tan malo? Hasta donde yo creía, había sido muy responsable. Ella se mostró tranquila cuando se marchó a Washington al día siguiente. Ahora no la culpo por haberse preocupado por mí. Debió hacerlo.

      * * *

      Mientras tanto, el instituto empeoró. A mi amiga Courtney la pillaron con metanfetamina en el táper donde guardaba la comida y la llevaron inmediatamente a rehabilitación. Su alegre personalidad había conseguido mantenerme a flote en la escuela, y había sido una de mis únicas amigas allí. Ahora, me abandonaba con los lobos. Muchos de mis profesores, conocedores del peligro que me acechaba y de la probabilidad de violencia a la que me enfrentaba, me dejaron acabar antes mis exámenes y saltarme así los dos últimos días de colegio. Grité: «¡Que os jodan!» a todos los críos mientras me marchaba, sacando la cabeza por la ventanilla del coche de un amigo, mientras les hacía la peineta con los dedos y me alejaba de aquel aparcamiento por última vez.

      * * *

      La semana posterior a que acabara el colegio asistí a un retiro de Young Life de una semana de duración, al cual nos habían estado intentando convencer para que fuéramos durante todo el año en mi grupo de jóvenes cristianos. El campamento era muy cursi, lleno de alegría y charlas sobre Dios. Desi, el joven pastor, supervisaba nuestra cabaña y lideraba las charlas con mi grupo cada noche. Mi sexualidad era puesta en entredicho bastante a menudo; eso sí, siempre entre líneas. Había muchas charlas sobre “querer cambiar”. Los líderes de los grupos me cogían en apartes para que tuviéramos pequeñas conversaciones, y me decían: «Siempre puedes hacer algo, si quieres hacerlo». Me sentía halagado por su consideración. Todo el mundo podía ver cómo de triste y abatido me había estado sintiendo y querían ayudarme. Todavía sigo pensando que solo estaban intentando ser amables.

      * * *

      Daba paseos en soledad y contemplaba cómo mi sexualidad no solo había sido una carga, sino que había convertido mi vida en un jodido coñazo. Ser gay me había metido en todo este lío, sin saber quién se suponía que era o dónde se suponía que debía estar. El cansancio estaba llegando hasta mis huesos. Estaba harto de tener que defenderme, harto de luchar. No tenía demasiado que perder. Durante el último día de campamento, recé con Desi, le pedí a Cristo que me salvara de mis pecados y me comprometí a caminar tras sus huellas.

      * * *

      Mi tiempo en Arizona concluyó en las profundidades de un río en pleno desierto. Vestía una túnica blanca. Courtney, que ya estaba sobria, me observaba desde la ribera a través de sus gafas de sol con forma de ojo

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