Los chicos siguen bailando. Jake Shears
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Mi golpe más osado y peligroso no fue planificado. Mi madre y yo estábamos en un centro comercial fuera de la isla. Estaba leyendo con detenimiento el estante de las revistas en un Waldenbooks cuando vi una Playgirl asomar por el estante superior. Sin pensármelo dos veces y como si nada, la alcancé y la cogí, sosteniéndola discretamente. Mientras caminaba hacia una parte más visible de la tienda, deslicé la revista en una de mis bolsas de la compra y salí de la librería. Esta acción ilegítima me provocó una repentina y ligera erección, que apresuré a cubrir con las bolsas. No podía creer que semejante material de contrabando estaba ahora en mi posesión: un tesoro que, si alguien lo encontraba, no habría forma de renegar de él. Su descubrimiento me etiquetaría de por vida como un ladrón y un maricón.
La Playgirl vivió debajo de mi colchón de agua todo aquel año, bien oculta en un compartimento al que solo podía acceder yo. Ya no rasgaría trozos de papel higiénico para ponerlos sobre los modelos de calzoncillos del catálogo de International Male. Tenía acceso completo a imágenes de hombres con pollas abultadas y pechos de paja. Si algún objeto ha cumplido con su razón de existir, dado el peso, fue esa revista. Me pajeaba viéndola cada día.
* * *
Ese verano me dieron un papel como Baby John en una deprimente producción teatral comunitaria de West side story. El director no pudo conseguir un grupo musical para la noche del estreno, así que cantamos con instrumentales grabados. Los disfraces fueron reinterpretados como desastres glam-punk que le sentaban fatal a la mayoría del elenco de treintañeros y cuarentones. La representación obtuvo una crítica abismal, casi al límite de lo escandaloso, en el periódico local. El artículo me señalaba a mí como lo único decente en la obra, pero probablemente tan solo estuvieran siendo amables porque yo tenía solo catorce años y era el más joven de los actores.
Era la tarde de un día entre semana y yo estaba en el ensayo teatral cuando escuché los gritos de una ambulancia fuera, en la calle —no era un sonido que uno pudiera escuchar a menudo en Friday Harbor—. Respondían a un accidente que acababa de ocurrir cerca de mi casa, en la parte oeste de la isla. Un chico se había caído de un acantilado mientras practicaba escalada. Era Ryan Smith. Mi memoria ha bloqueado quién me lo dijo o dónde estaba cuando lo descubrí. Pero fue como si hubiera entrado en una realidad alternativa, un extraño sentimiento de que ayer continuaba como se suponía que debía continuar, en otra parte.
A la mañana siguiente arrastré los pies hasta mi trabajo de verano en una tienda de ropa de consignación. Me sentía anestesiado, viéndolo todo como si estuviera mirando a través de un grueso y retorcido cristal. Me movía por inercia, sin ganas. Los miles de recuerdos se reproducían a una velocidad mucho mayor de la que yo podía procesar, saltos erráticos mezclados con visualizaciones de mi amigo cayéndose por el acantilado, una y otra vez. Podía ver a los padres de Ryan y a sus hermanos, en esa cabaña de leños que compartían de una forma tan unida, ahora simplemente cada uno dentro de su caparazón.
Fui al funeral, pero me salté el entierro. Ahora mismo no me acuerdo de si esto es real, pero tengo el recuerdo de conducir por el cementerio y dejarlo atrás mientras el entierro se desarrollaba. Me negaba a ver cómo Ryan desaparecía en la tierra. Las pocas veces que he experimentado en mi vida un dolor intenso, siempre he tenido una reacción retardada, he sido incapaz de llorar. Semanas después, mi hermana Sheryl insistió en que me cortara mi largo pelo para su inminente boda. Finalmente, esto causó que me derrumbara por completo.
* * *
Jennifer y Mat vinieron a la isla unas semanas más tarde para disfrutar de unas vacaciones. Ellos eran ahora como de la familia, y habíamos mantenido el contacto durante el último año. Se me antojaron como una señal de salida, un modo de escapar de la isla, cuyos alrededores no me parecían sino los de una preciosa prisión.
Por encima de todo eso, yo necesitaba música. A diferencia de cuando estaba en Arizona, en la isla tenía que desarrollar unos planes exhaustivos simplemente para comprar un CD o asistir a un concierto. Si era un día de colegio, mi madre nos llevaba a mí y a un amigo al ferri y embarcábamos tan pronto como las clases acababan. Después de ver a Faith No More, o a Nirvana, o a Jesus Jones, conducíamos de vuelta hasta el ferri y dormíamos un poco en el coche hasta que cogíamos el de las seis de la mañana. Llegábamos a tiempo a la escuela, soñolientos pero cubiertos por el resplandor de cualquiera que fuera la actuación que habíamos visto.
Mi madre intentaba por todos los medios asegurarse de que no me perdiera nada. Pero aun así no era suficiente. Tenía que encontrar más personas como yo. La Playgirl de debajo de mi cama me había promovido nuevas necesidades, había alimentado mi deseo por el sexo —con chicos—. La voz en mi cabeza que previamente había estado dejando a un lado la verdad había empezado a declararse y a reivindicarse. Yo era gay. Quizá mi madre sabía que había un vacío en mi vida, ahora que uno de mis mejores amigos había muerto. O quizá fue fruto de una profunda generosidad, pero después de muchas deliberaciones y charlas con Jennifer y Mat, decidieron dejarme marchar: dejé mi casa y me mudé otra vez a Arizona, donde los Lebert se convertirían en mis guardianes legales mientras asistía a un instituto público. Ni siquiera me detuve a pensar en lo que esto significaba. Simplemente quería salir de aquel lugar.
Supe que me tenía que deshacer de la Playgirl. Pero no podía dejarla simplemente debajo de mi cama o tirarla a la basura donde alguien pudiera encontrarla. Me la llevé a la playa y me la pelé una última vez viendo los cuerpos bronceados de aquellos hombres. Me doblé y caí sobre mis rodillas con un soplido, corriéndome sobre las rocas ancestrales de la playa. Líquido primordial. Mientras me subía los pantalones, apilé algunos trozos de madera arrastrada por la corriente con cuidado debajo de aquellas páginas desgastadas y arrugadas. El océano estaba calmado y tranquilo cuando quemé la revista. Poco a poco empezó a encenderse y desapareció, trozos flotando hacia el cielo.
6
La infancia se había acabado. Mi vieja piel estaba mudando mucho más rápido de lo que yo podía conseguir una nueva. Este otro yo estaba creciendo hacia fuera desde mis adentros, hizo que mi cabeza se inclinara hacia ciertos ángulos, que mis manos se convirtieran en débiles y flácidas. Cambiar de estado no facilitó el hecho de encajar con los demás —de hecho, lo empeoró—. Pero todavía encontraba algunos amigos inadaptados en las proximidades.
Como perros callejeros, quedábamos en el patio trasero de la casa de mi amigo John. Era bastante asqueroso: césped seco y sucio, latas de Coca-Cola y envoltorios de chocolatinas que se amontonaban en un trampolín que no se usaba desde hacía tiempo. Nos sentábamos en tumbonas oxidadas y fumábamos cigarrillos tan baratos que se desintegraban después de tres caladas. Courtney solía quedarse de pie, balanceándose a ritmo del handbag house[13] que resonaba en un radiocasete cansado, los altavoces dañados, el CD siempre saltando de canción en canción. Mientras el sol de Arizona cocinaba todo aquello que encontraba a su paso, nosotros encontramos refugio a la sombra del frágil tejado de aquella casa.
Atticus, un chico rubio fibradete y aficionado a vestir gorras de béisbol al revés, nos hizo una demostración de lo que era el dance-floor sandwich[14]. El fin de semana anterior había estado en Preston’s, una discoteca gay de Phoenix que dejaba entrar a los menores de edad a partir de las dos de la mañana. Entre sorbos de cerveza nos dijo con voz machacona: «… y las luces, ellos tienen como tres estroboscópicos. Puedo colaros allí sin problema».
Josh, con sus gafas de profesor de matemáticas y su pelo largo y alisado, estaba