Los chicos siguen bailando. Jake Shears

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Los chicos siguen bailando - Jake Shears

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en casa y me cuidaran. Jennifer y yo nos convertimos en íntimos, y aunque era una cristiana devota, nunca sentí que su actitud fuera crítica o represiva hacia mí. Ella era una de las guais. A los dos nos encantaban las películas, siempre teníamos un montón de cosas sobre las que cotillear y me descubrió sus bandas de música favoritas: OMD, The Phychedelich Furs y The Cure.

      Jennifer y Mat trabajan en múltiples empleos. Durante el día él vendía casas móviles en Mesa. Por la noche trabajaba en un restaurante temático llamado Bobby McGee’s, donde servía las mesas y tenía que disfrazarse como un curandero llamado Mel Practice, o como Drácula. También eran vendedores de Amway, que me parecía un esquema piramidal que vendía de todo, desde pasta de dientes hasta aspiradoras, a sus amigos y vecinos.

      Soñaba con tener amigos de verdad, pero eso me parecía imposible. Pensé que quería un hermano. Yo ya tenía un medio hermano, por supuesto, pero tenía veinte años más que yo y tampoco es que tuviéramos muchas cosas en común. A veces, el marido de Jennifer intentaba sacarme de casa para hacer cosas masculinas, como asistir a un espectáculo de acrobacias en el aire o ir a jugar al golf. Pero era evidente que yo me sentía aburrido, distraído y que deseaba estar en alguna otra parte.

      Una tarde, mi madre me llevó al centro comercial Fiesta y deambulé por la librería B. Dalton. Estaba buscando algún título en la sección de terror cuando un chico joven, en la veintena, apareció delante de mí y me preguntó acerca del libro que estaba mirando, un libro de bolsillo pulp de Dean Koontz. Empezamos a hablar sobre escritores, acerca de quiénes nos gustaban y qué libros no habíamos leído aún. Él eligió uno que le recomendé, Curfew, de Phil Rickman, y me dio las gracias por ello. Vi desde la otra parte de la tienda cómo pagó el libro y se marchó.

      Durante el trayecto de vuelta a casa con mi madre, me sentí imbuido por un nuevo tipo de tristeza. Apesadumbrado, supe que nunca volvería a ver a ese chico. Un chico mayor que tenía interés en las cosas que yo decía, y que conocía a los escritores de los que yo hablaba sin parar. Y ahora se había marchado, nunca lo volvería a ver. Observé cómo se marchaban también las plazas de aparcamiento de la iglesia y los puestos de comida rápida. Una ola de dolor se apoderó de mí. Debió de ser la primera vez que sentí que me rompían el corazón.

      * * *

      Tras haber convencido a mi madre para que dejara que mi prima Jackie Sue me hiciera la permanente en la parte frontal del pelo, empecé octavo con estilo. La nueva camisa de cachemira que mi madre me permitió comprar en el departamento de mujeres de un centro comercial de oportunidades me hizo sentirme chic. Sin embargo, las fotografías cuentan otra historia: tenía espinillas y llevaba aparato. Mi cara parecía un núcleo a punto de estallar. Además, tenía unos pies de paloma que se asemejaban a una flecha cada vez que caminaba.

      Fue en los recreativos, o en el centro comercial —donde los chicos guais avanzaban vestidos con monos, uno de los tirantes colgando por debajo de la cadera, moviéndose en grupo, ruidosos y violentos—, donde me di cuenta de verdad de lo raro y afeminado que yo era.

      Teníamos a uno de esos chicos guais en nuestra clase —solo uno—. Su nombre era Austin. Arrogante y bravucón, tenía el pelo grueso y negro, y sus labios se torcían perpetuamente en una mueca desdeñosa, aunque sexi. Austin siempre estaba presumiendo de sus hazañas sexuales y con el monopatín. En Educación Física, echaba un vistazo a sus jugosas piernas, peludas como las de un gorila. Tenía un año más que el resto de nosotros y ya no era un niño. En la escuela él podía ser cruel y despiadado conmigo, pero los fines de semana dormía en mi casa, nos acostábamos sobre el colchón de agua y hablábamos hasta bien entrada la noche de sexo y chicas, seduciéndonos el uno al otro con el lenguaje. Esas noches eran de agónica felicidad. Conforme iba pasando el tiempo, yo empezaba a temblar. Nunca nos besamos, ni siquiera lo intentamos. Eso hubiera sido demasiado gay. Pero todo del cuello hacia abajo estaba permitido.

      En el colegio nos guardábamos este peligroso secreto el uno al otro. Él se comportaba como un idiota la mayoría de los días, pero sabía que nunca podría sobrepasarse. Eso me mantenía despierto por las noches. ¿Se atrevería a decir algo? Seguimos con ello prácticamente hasta que se acabó el curso escolar. Sabía que una vez se acabara el semestre no lo volvería a ver nunca más. Nuestra última noche juntos fue hasta romántica; recuerdo haber sentido nostalgia incluso antes de que acabara. El romance se había terminado, pero pensaba que al menos lo habíamos pasado bien. Estoy seguro de que probablemente hoy tendrá mujer y niños; yo simplemente era alguien con el que hacerse una paja.

      Mis deseos por entonces, sin embargo, eran confusos. Cuando estaba solo, las palabras “soy gay” aparecían en mi cabeza, acompañadas por una afilada punzada de ansiedad. Solía intentar quitármelo de encima, me decía que eso era algo de lo que podría encargarme más adelante. La gente gay no era guay; supuestamente se cagaban unos encima de otros y todos tenían sida, un escenario no muy deseable desde mi punto de vista. No ayudaba cuando mi hermana me ponía las cintas de Andrew Dice Clay, con sus chistes sobre maricas muertos colgando de árboles, el sida expandiéndose entre los maricas como el moho. Yo intentaba hacer como que era gracioso, aunque por dentro me asustaba hasta decir basta.

      A la hora de la cena, en la mesa, mi madre exprimía al máximo mi mariconería. Me suplicaba que hiciera mi imitación de Lady Miss Kier y de Deee-Lite ante los invitados. Yo la complacía, vistiendo mi bolero rosa de piel falsa, caminando y haciendo muecas. «¿Cómo dices… delicioso, sensual y extraño? ¿Cómo dices… encantador, exquisito, divino? —Mimetizaba sus mismos pasos en el suelo de nuestro comedor—. ¿Cómo dices… estupendo?». Mis manos en el aire en forma de Y, las palmas hacia fuera. Era cojonudo.

      Esperaba a que no hubiera nadie más en casa y entonces reproducía Power of love, de Deee-Lite, a todo volumen, girando por toda la casa, agarrándome al sofá cuando el comedor no dejaba de dar vueltas y vueltas. Encontré una fotografía de Lady Miss Kier y de Kate Pierson, de los B-52’s, juntas en una movilización de PETA. ¡Había tantísimo estilo en esa diminuta y arrugada fotografía! Yo solía mirarla e imaginaba escribirle una carta a cada una de ellas. Quizá, y solo quizá, quisieran quedar conmigo para comer algún día.

      Colgaba pósteres de Budweiser que los amigos de mis hermanas me habían dado: estaban intentando, de un modo amable y a su manera, masculinizarme un poco. Pensé que si miraba a más chicas en biquini los deseos correctos acabarían por aflorar. Pero no importaba cómo de largas eran sus piernas, cómo de apetecibles parecían sus pechos; nada en mí quería follar con ellas.

      *

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