Los chicos siguen bailando. Jake Shears
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Windi pronto se esfumó de nuestras vidas. Se mudó con su novio lugareño antes de acabar el curso. Él era un extraño, y yo lo odiaba. A veces, desde el coche, la veía caminar por la acera con su novio al lado, vistiendo una chaqueta vaquera con forro polar y fumando. Me sentía tan solo; no podía comprender por qué nos había dejado. La división de nuestra familia carecía de sentido.
Mi otra hermana, Sheryl, que se había ido a la universidad, empezó a tener problemas también. Mis padres se preocupaban por sus payasadas y acabaron asumiendo que sus dos hijas se habían convertido en alcohólicas. En retrospectiva, no creo que fuera alcoholismo lo que les afectaba, sino simplemente infelicidad. Nos habíamos mudado a esa isla tan tranquila, imaginando una vida calmada y fácil, rodeada de tanta belleza. Pero estaba fuera de nuestro alcance. Los huesos que necesitábamos para mantenernos juntos se habían fracturado, y cuando intentamos curarlos volvieron a romperse. ¿Por qué nuestras vidas no podían ser como las de la familia de Ryan Smith, con sus apacibles atardeceres en la cabaña de leños?
Esos años fueron un jaleo de centros de rehabilitación y oficinas de terapeutas fuera de la isla, a los que me arrastraban a mí también. Eran lugares deprimentes y estériles, seguidos por noches en moteles cercanos, donde yo compartía una habitación doble con mis padres. En una ocasión cogimos el ferri de las seis de la mañana, recogimos a Windi de su rehabilitación a mediodía y celebramos un deplorable día de Acción de Gracias en Denny’s.
En estos desalentadores viajes intentaba ocupar mi tiempo con libros. Me encerraba en el cuarto de aseo con Piers Anthony y un baño caliente. Escritores como William Sleator y John Saul me ayudaron a pasar las horas en el asiento trasero del coche, esperando a que la sesión de terapia acabara. Me sentaba fuera en el ferri nocturno, viendo nada más que oscuridad, con el único sonido del motor y del agua.
Por muy preocupados que mis padres se volvieron, yo nunca me sentí ignorado. Mi madre venía a mi habitación y me abrazaba tras una batalla de tierra quemada, y me decía que me quería. Durante ese tiempo me pareció que mi familia estaba realmente jodida. Pero solo éramos gente normal. Creo que estábamos intentando hacer lo que considerábamos que era lo mejor.
[9] El centerfold de la revista Playboy era el reportaje fotográfico más importante de la misma, que iba siempre en las páginas centrales. (N. del T.)
4
En algún momento alrededor de los doce años, mis rasgos distintivos empezaron a deslizarse —o a gotear— por mi cara. Todavía no tenía pelo en los sobacos, pero mis ojos parecían haberse ensanchado, mi frente se estaba tornando más seria, mi cara era en su totalidad folículos y poros. Teniendo una vista tan mala como tenía, fui bendecido, gracias a mis gafas, con un nuevo tipo de visión mutante y una exquisita atención al detalle. Los recodos de los brazos de los chicos, el hueco en la clavícula, el grosor de algunas pantorrillas flexionadas, todo ello se magnificaba para mí y me hacía transpirar nuevas clases de sudores. Y cuando miraba mi reflejo sabía que ya no había vuelta atrás: ya no era guapo.
Los siguientes años fuimos de aquí para allá, constantemente. Arriba y abajo, desde Arizona a la isla, a merced de los caprichos de mi padre. Había empezado a diseñar y construir botes anfibios, llamados así porque podían funcionar en el agua y en la tierra. A finales de sexto, mis padres me dijeron que nos volvíamos a Mesa. Mi hermana Windi, que ya se había reconciliado con la familia, se iba a venir con nosotros e iba a buscar un trabajo y a conseguir su propio apartamento. Yo iba a echar de menos las reflexiones de la hora de la comida con Ms. Dyer y coger a escondidas sidra de la fuerte con Ryan Smith, pero volveríamos a la isla durante el verano.
Mesa había crecido hasta convertirse en una metrópolis, pero quizá nos lo parecía porque nos habíamos pasado los últimos tres años viviendo en una isla remota. Todo lo que parecía haber eran videoclubs Blockbuster y tiendas de yogur helado fuertemente climatizadas, con ese blanquecino olor a polvos de arco iris. Nos mudamos a una casa de una sola planta en un callejón sin salida, con un patio trasero polvoriento, donde las escuelas públicas cercanas eran mucho más grandes que a las que yo estaba acostumbrado. Ser el niño nuevo entre miles de alumnos era aterrador, así que mamá y papá encontraron un instituto modesto llamado Redeemer Christian School.
Éramos cristianos —por lo menos, mi madre lo era—, pero nunca habíamos sido superreligiosos. Mi padre no era del tipo que va a la iglesia, y el coraje de mi madre tenía preferencia sobre cualquier charla acerca de un infierno de fuego y azufre. Un instituto cristiano parecía menos estresante; su pequeño tamaño era tentador. Supuse que podría manejar mejor el drama asociado a la época del instituto en un lugar con tan solo veinticinco niños en cada curso.
Había un código de vestimenta muy poco entusiasta: las niñas tenían que llevar faldas y los niños camisas con cuello. Los chicos se las ingeniaban para darle la vuelta al código y vestían camisetas con marcas, y después se ponían una camisa de manga corta con cuello por encima. Me mortificaba Educación Física. Teníamos que jugar al baloncesto en el equipo de “con camiseta” o en el equipo de “sin camiseta”. A mí me avergonzaba tener que quitarme la camiseta porque era pequeño y flacucho.
Las clases se parecían a lo que imaginaba que sería la educación en casa. La primera cosa que hacíamos por la mañana era el estudio de la Biblia, que básicamente era examinar con detenimiento el salvajismo del Antiguo Testamento: bebés y corderos sacrificados, langostas, gente lapidada hasta la muerte. Todos nuestros libros de texto estaban basados en la fe cristiana, y eran inintencionadamente graciosos. Había un póster en la pared con un cavernícola que estaba al lado de un brontosaurio, y se podía leer: «Hombre y dinosaurios: viviendo en harmonía».
La evolución y el entretenimiento secular se veían con malos ojos, pero, por encima de ello, la homosexualidad era la mayor transgresión. Normalmente se describía el sida como un castigo. En clase teníamos todo tipo de conversaciones acerca de cómo a los gais les encantaba hacer cosas asquerosas y horribles, como mear y cagar unos encima de otros, expandir enfermedades y reclutar a niños. Y, sin embargo, no me parecía algo contra lo que rebelarme. Después de todo, no me percataba de que estaban hablando de mí. Así que simplemente me esforzaba por encajar y mostraba mi acuerdo: «Sí, los gais son asquerosos. Eh».
En Redeemer había cierta jerarquía social. Yo sabía que los otros chicos me consideraban un empollón, principalmente debido a las pintas que llevaba y a mi amor por los libros. Pero aun así era mucho más guay y conocía mucho más mundo que aquellos niños cristianos protegidos de la periferia. Los que venían de familias estrictas estaban en el escalafón más bajo, incapaces de contribuir a cualquier conversación sobre cultura secular. Me gustaba encontrarme en esa línea en la que no era el más popular, pero tampoco se me rechazaba.
No era tímido; a menudo abría la boca simplemente para hacer reír y me deleitaba cuando las miradas y los oídos se centraban en mí. Sentía la necesidad de saltar encima de mi pupitre y empezar a cantar y a mover los brazos. Quería disfrazarme, llenarme de rollos de papel de cocina y zapatear. Enérgico e hiperactivo, corría por ahí durante la hora de la comida, acosando a los demás niños con mis emocionantes actuaciones. Un día, una niña un año mayor que yo —estaba en octavo— rompió a llorar frente a uno de los profesores. Me señaló; su cara se arrugó en un sollozo, como si ella fuera la única capaz de reconocer que yo era un monstruo. «Es terrible, ¿no lo ves? Él es simplemente… ¡muy feliz!».
Una vez a la semana teníamos una clase de Arte, que impartía una glamorosa chica de veintiséis años llamada Jennifer Lebert. Pude ver que constituía un material perfecto