Los chicos siguen bailando. Jake Shears

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Los chicos siguen bailando - Jake Shears

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en mi clase durante ese año que se llamaba Rachel, y era perfecta. El primer día de clase llegó quitándose arroz del pelo porque la noche anterior había ido a un pase de The rocky horror picture show. Más tarde me explicaría lo que era la música alternativa, que yo podía escuchar en esta emisora, la KUKQ.

      El día que me lo dijo, estuve escuchándola en la oscuridad mientras me quedaba dormido. Quizá pensé que mi subconsciente absorbería las canciones, hasta tal punto estaba yo hambriento de estímulos que me hicieran progresar. Pero justo cuando estaba adormilándome, una canción empezó a sonar e hizo que me sentara, provocando así pequeñas olas en mi colchón de agua. Incliné el oído hacia los altavoces, con miedo de moverme, de perderme algo. No podía distinguir si el cantante era un hombre o una mujer: la voz era agresiva y alucinatoria. Era This is not a love song, de Public Image Limited.

      Violent Femmes, Red Hot Chilli Peppers, Big Audio Dynamite, REM… Descubrí tantos grupos musicales… Mi primer concierto de verdad fue de Siouxsie and the Banshees. La anticipación y la liberación de aquella actuación fueron casi como lo que sabía que el sexo debía de ser. Cada descubrimiento me llevaba a otro. En el concierto de Siouxsie le pregunté a un chico que estaba a mi lado quiénes eran los teloneros. Él me dijo que los Nine Inch Nails, que presentaban su nuevo disco llamado Pretty hate machine. Ahorraba todo mi dinero para poder comprar casetes, y cuando no podía permitirme algo, Rachel, que parecía conocerlo todo, simplemente me pasaba una copia de, qué sé yo, Ritual de lo habitual, de Jane’s Addiction.

      Mis padres me dieron bastante libertad. Ellos intuían que yo no estaba interesado en buscar problemas. No me interesaban los amigos que tenían acceso a la bebida y a las drogas. Yo lo que quería era obtener tantas experiencias de las películas y de la música como me fuera posible, tantas como mi tiempo libre y mi paga semanal me pudieran permitir. Pero mi madre dibujó la línea con The rocky horror picture show. La película estaba celebrando su decimoquinto aniversario y se acababa de estrenar en vídeo. Yo deseaba tantísimo ir a ver el pase que iban a proyectar en el cine de Mill Avenue el sábado por la noche, pero mi madre fue firme en su resolución, argumentando que había “temas peliagudos” para los que, según ella, yo no estaba “preparado” todavía. Estaba siendo ridícula, y yo iba a ver esa maldita película.

      Windi, que estaba viviendo cerca de nosotros en Arizona por aquel tiempo, me dejó alquilarla cuando mis padres se fueron de la ciudad, como en los viejos tiempos. Me la empapé entera: cada plano, canción, vestuario, movimiento de cadera. Rocky horror era como una invitación al resto de mi vida. Había encontrado el mensaje en la botella, un travieso telegrama llegado desde el futuro que me confirmaba que había gente como yo ahí fuera.

      Tanto mi profesora de arte, Jennifer, como Windi se quedaron embarazadas al mismo tiempo ese año. Windi iba a ser madre soltera, para disgusto de mis padres. Lo descubrí la noche previa a San Valentín. A la mañana siguiente me senté en el escritorio masticando corazones de caramelo, apesadumbrado. Estaba preocupado por ella, por cómo iba a seguir adelante y criar al niño al mismo tiempo.

      Jennifer estaba pletórica por tener una niña, pero a mitad de su embarazo surgieron algunas complicaciones. Mantenía en secreto las visitas al doctor, pero finalmente me dijo que la bebé moriría tan pronto como naciera. Jennifer decidió seguir adelante. Era diferente estar a su lado ahora: nuestras vidas continuaban, pero era imposible no sentir una inmensa tristeza. No había manera de que yo pudiera comprender el dolor tan privado que ella y Mat estaban sintiendo. Pero su optimismo alegre parecía no remitir y demostraba una valentía que hasta la fecha yo no había visto nunca.

      Fue un accidente, pero me las arreglé para asustar a Windi y ponerla así a parir. Después de haber entrado en su apartamento y darme cuenta de que estaba durmiendo, me quedé allí de pie, junto a ella, mirándola fijamente, mi nariz a escasos centímetros de la suya, pensando que aquello sería divertido. Cuando abrió los ojos y chilló, rompió aguas. Fue un momento tan gozoso que no pudo ni siquiera enfadarse conmigo. Mi sobrino, Caleb, nació en cuestión de horas.

      [10] Restaurantes donde la comida se recoge desde el coche. (N. del T.)

      [11] Tipo de refresco que contiene un litro del mismo. (N. del T.)

      [12] Marca de papel higiénico. (N. del T.)

      5

      La isla de San Juan parecía muchísimo más pequeña a nuestro regreso, cuando mi padre concluyó sus negocios en Arizona. Al principio pensé que aquello podría ser un nuevo comienzo, una oportunidad para mostrarme como alguien mucho más guay de lo que había sido. Pero el instituto planeaba sobre mí como un vaso de leche agria. La putrefacción fue sutil al principio. Podía sentirla en un ligero empujón de hombros de un porrero distante en el pasillo, o en ciertas palabras bomba —“jodida nenaza”— lanzadas desde la ventanilla de un coche. Me estaban golpeando oficialmente por lo que era: un marica.

      En el pasillo del instituto, tres tipos me pusieron la zancadilla y escribieron la palabra “maricón” con un rotulador negro en mi frente. No me defendí. Ellos eran tres y yo uno solo; simplemente me quedé allí, sin fuerzas, como una muñeca de trapo, y dejé que lo hicieran, asqueado conmigo mismo por no haber ofrecido resistencia. Incluso cuando ya me había lavado y deshecho de cualquier rastro de aquello, todavía podía ver aquella palabra en mi frente cuando me miraba en el espejo.

      Había ciertas cosas que intenté para mejorar mi reputación en el instituto. Celebré una fiesta en mi casa cuando mis padres no estaban. Me hice amigo de las chicas despreocupadas y libertinas de los cursos por encima del mío y probé la marihuana con ellas por primera vez. Pensé que si caía bien a unas pocas personas adecuadas, quizá podrían influenciar en cómo el resto de la gente me veía.

      Había un chico llamado Curtis con el que había crecido en la escuela elemental. No éramos tan íntimos pero acabamos saliendo juntos. Nuestras conversaciones sobre sexo acabaron convirtiéndose en mamadas espontáneas. Una noche, cogió el coche de su padre y lo aparcó en la carretera, caminó por la larga entrada al garaje de nuestra casa y se coló por mi ventana para que tonteáramos. No sentía con él esa extraña culpabilidad que sentía cuando besaba a las chicas, o la sensación nerviosa que experimentaba cuando quedaba con Austin. En las contadas ocasiones en las que había intentado algo con chicas me sentía como si hubiera estado haciendo algo asqueroso, como liarme con mi madre o con mi hermana.

      Mi ropa empezó a ser progresivamente más llamativa. Mi pelo —a veces tintado— fue creciendo. Me hice un piercing en la oreja izquierda, intentando demostrar así que era diferente. Buscaba cualquier cosa que supusiera una declaración. Por ejemplo, creía que era una idea estupenda llevar un monedero de punto en la cabeza a modo de sombrero.

      Todavía era amigo de Ryan Smith, cuya familia tenía los campos de manzanos, pero discutíamos a menudo. Cada semana nos peleábamos por tonterías intrascendentes. Él pensaba que yo me estaba convirtiendo en alguien diferente y podía ver mi necesidad de atención. En cambio, yo veía que Ryan se había convertido en alguien cuadriculado. A pesar de todo, nuestra conexión seguía siendo fuerte, y cuando quedábamos, a menudo, las diferencias desaparecían.

      A los dos nos ofrecieron papeles ese año en el musical escolar de Narnia, y nuestros papeles parecían espejos de aumento de aquello en lo que nos estábamos convirtiendo. A Ryan le dieron el papel de Edmund, un joven correcto, bien hablado y con buenos modales. Yo, por mi parte, interpretaría al monstruoso secuaz Fenris Ulf, el lobo sediento de sangre y mano derecha de la reina de las nieves. Vestiría unas botas

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