Los chicos siguen bailando. Jake Shears
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Era libertad lo que yo había estado buscando ese año lejos de mis padres, y hasta cierto punto la había encontrado. Jennifer no me armaba ningún lío por la forma en la que vestía, y tampoco me hacía muchas preguntas. Pero esa autonomía de la que gozaba me había abierto un nuevo tipo de problemas. No estaba realmente preparado para salir del armario con ella y con Mat, o con mis padres. Pero estaba preparado para decírselo a alguien. Y me daba cuenta de que cuanto más raro me vistiera, más atención atraía. Aunque fuera negativa, seguía siendo atención. Cuando entré con fuerza en el patio interior del instituto llevando mis enredaderas y mis cadenas, todo el mundo se quedó mirándome. No tardaron mucho en ponerse a chillar. Al final, empezaron a insultarme a la cara o a perseguirme. Me sentía como una jodida estrella del rock. Al menos sabían quién era.
* * *
La primera persona con la que salí del armario fue una chica de la escuela llamada Liz. Ella tenía un peculiar sentido del humor y vestía unos vestidos sueltos con flores bordadas. Liz fue una de las pocas personas en la escuela que intentó conocerme. Comíamos burritos del Taco Bell en el patio a la hora de la comida, realizábamos irónicas observaciones sobre los chicos populares y hablábamos de nuestro amor por Bowie.
A pesar de mi nueva amiga, una insoportable soledad se abría camino a través de la emoción de estar en un nuevo ambiente. Una noche me encontré escuchando la radio en mi habitación; la ansiedad me había agarrado por completo, sentía nostalgia por mis padres. ¿Valía la pena haber cambiado la belleza de las playas rocosas y los peñascos, el puerto tranquilo y el sonido profundo de la sirena del ferri por esta enorme alienación?
Llamé a Liz y, después de algunos minutos de tartamudeo, se lo dije mientras mis lágrimas se convertían en ríos. «Creo que soy gay —le confesé—. En realidad no lo creo; sé que soy gay». El dolor que sentí en ese momento fue espantoso. Era como si alguien hubiera muerto. A pesar de que pronunciaba aquellas palabras a través de un teléfono, escucharlas salir de mi boca hizo que se convirtieran en reales, que me definiera como algo nuevo. Abrumado y sollozando, me sentí atrapado por mi edad, cansado por mis deseos.
Supongo que Liz no supo qué decir y le dejó el teléfono a su padrastro. Él me escuchó llorar y me consoló durante lo que me pareció ser una hora, más o menos. Aunque parecía no estar muy puesto en la experiencia gay, su voz era fuerte y profunda e hizo lo mejor que pudo, diciéndome que todo iba a salir bien. Incluso podría tener hijos si quisiera algún día, me dijo. No había ningún problema en que yo fuera gay. Su padrastro, a quien yo no había conocido y con el que no había hablado nunca, se convirtió en un ángel momentáneo; necesitaba escuchar esas cosas de alguien, especialmente de un hombre.
Poco después, Liz dejó de quedar conmigo en el patio a la hora de la comida. Me llamó una tarde y me explicó que se había quedado embarazada y que iba a dejar el instituto. Nunca la volví a ver.
Desde entonces, cuando me preguntaban en el instituto si era maricón, yo me quedaba mirándolos con la cabeza bien alta y no respondía, o murmuraba un: «¿Y qué? ¿Qué coño pasa?», que junto con mi excéntrica apariencia se convertía en una provocación, que con el tiempo me dio una visión periférica, que se tradujo en estrategia. Aprendí a ver mi entorno en la periferia.
Cada día al llegar a casa me quitaba la armadura de tiendas de segunda mano que llevaba encima; nunca le decía nada a Jennifer o a mi madre acerca de lo que había ocurrido realmente en el instituto: las miradas de asco de los compañeros de clase, las miradas amenazantes, las risas que acababan convertidas en escandalosas carcajadas. Chicos feos y agresivos se movían alrededor de mí como si de un enjambre de avispas se tratara. Me lanzaban objetos a la cabeza cuando el profesor se daba la vuelta. Me daba miedo caminar por el extenso campus, sin saber nunca quién estaría detrás de la esquina. Aprendí a no usar mi taquilla; estaban colocadas en estructuras cuadradas como jaulas y era fácil arrinconar a alguien en ellas. A la hora de la comida, me recorría todo el campo de juego, ahora vacío, y me detenía al otro lado de la valla, donde me fumaba un cigarrillo hasta que la campana sonaba.
Las clases eran un infierno helado, con el aire acondicionado en marcha y sin ventanas; las paredes eran descomunales y de estuco. Antes de una pausa para la comida, Mrs. Connelly, mi profesora de Biología, me encontró en mi escondite —entre dos armarios que estaban en la parte trasera—.
—¿Qué estás haciendo ahí? —Era menuda y tranquila. Me gustaba porque siempre era amable conmigo. Me iba bien en sus clases.
—Estoy esperando a que los pasillos se vacíen —le dije.
—¿Por qué estás haciendo eso?
—Esos tipos me están esperando a la salida. No sé ni siquiera quiénes son.
—¿Para qué?
Me seguían y me gritaban en el pasillo, como si quisieran matarme. Me acojonaban cuando me los encontraba cara a cara. «Tú, jodido marica de caramelo».
—¡Santo cielo! —Sacudía su cabeza—.¡Esto no tiene ningún sentido! —Mrs. Connelly me ofreció su mano, me sacó de mi madriguera y me acompañó a través de la clase hasta la puerta. Yo tenía incluso miedo de mirar por si acaso estaban por allí.
—Mira, voy a quedarme por aquí y estaré atenta. Cada día. No es correcto lo que está sucediendo.
Mantuvo su promesa. De forma similar, también conseguí un par de aliados entre mis profesores.
Tenía un profesor de Literatura que se parecía a Robert Altman. Nos leía a Langston Hughes y nos animaba a escribir. Un día, después de que nos devolviera las tareas, me dijo que yo era el único en la clase que podía escribir correctamente una historia. A veces me miraba de forma extraña, como si estuviera viendo algo que le sorprendiera. Al final del año, fui el último en abandonar su clase y, antes de hacerlo, me llamó para que me quedara unos minutos. «Las responsabilidades especiales recaen sobre la gente especial», me comentó. Me enfadé a medida que salí de su clase por última vez. Yo no tenía ninguna responsabilidad. Simplemente era gay. Pero ahora entiendo que aquella fue una de las cosas más amables que alguien me ha dicho en toda mi vida.
A veces, no obstante, los profesores eran unos traidores. Podían parecer benevolentes, como si quisieran ayudarte, pero me llevaban de la mano otra vez hacia la boca de la bestia: la oficina del director. Mi profesor de Álgebra, con su gran y abultado bigote, fingía no enterarse de cuando un chico empezaba a lanzarme lápices a la cabeza o a golpear mi pupitre con su silla. Era como si el profesor no quisiera parecer débil reconociendo que estaban acosándome. El día que finalmente me di la vuelta y le dije a mi acosador que parara “de una puta vez”, el tipo se levantó de la silla y lanzó el escritorio en mi dirección. Los dos acabamos en la oficina del director.
Ese mierda presuntuoso sentado en su silla mostraba