Los chicos siguen bailando. Jake Shears
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«Tú no puedes conducir un coche, idiota. Hazme caso. No sabes ni cómo hacerlo», le decía Courtney. Ella era la mayor de nosotros, casi en los diecisiete, y todavía no se había sacado el carné. De todas formas siempre estaba demasiado colocada como para conducir. Angustiada, siempre estaba reorganizando el contenido de su caja para el almuerzo, buscando Dios sabe qué; su interior olía como a aceite de rosas. Courtney se volvió violentamente y se quedó mirando fijamente la pared de estuco.
«Pero mi padre es guay —afirmó Josh—. Él me deja hacerlo siempre que quiero». La ventana trasera de la casa, que daba a la cocina, estaba lo suficientemente limpia para que pudiéramos ver a su padre holgazaneando por ahí. Un par de semanas antes, nos colocamos con una pipa de agua mientras veíamos Cat people. Josh me dijo entonces en voz baja que su padre había estado abusando de él y de su hermana durante años. Nunca pregunté qué le ocurrió a su madre.
Su padre sacó la cabeza por la puerta de la cocina y nos hizo saltar a todos del susto. «¿Va todo bien, chicos?». Su voz era serena. Asentimos con nuestras cabezas al unísono. Parecía que no le importara que estuviéramos fumando maría y bebiendo cerveza. Mientras se desvanecía en la oscuridad de la casa, pensé: «Qué tío más escalofriante».
* * *
Algunos días regresaba a casa caminando bajo el calor seco y silencioso, y pasaba por delante de casas adosadas, los patios de grava adornados con cactus. Nadie por aquí caminaba a ninguna parte; hacía demasiado calor. Me preguntaba si la gente me observaba a través de las ventanas delanteras de sus casas. Me rascaba las medias de rejilla que llevaba en mis brazos y estiraba mi falda plisada de lana de color mostaza pálido. A veces Courtney me acompañaba en este tramo, pero a menudo la dejaba atrás en algún patio de alguna casa cualquiera. Normalmente, la próxima vez que la veía había estado despierta durante algunos días y llevaba unas gafas de sol enormes que cubrían sus ojos hinchados como pelotas de pimpón. Una vampiresa de la metanfetamina. Si no estaba en el instituto, estaba escondiéndose de la luz del sol en su habitación oscura, con el aire acondicionado encendido, los pósteres de la pared y las fotografías superponiéndose entre sí. Cuando no estaba con ella, imaginaba las cosas secretas y borrosas que debía de estar haciendo. Toda esa diversión que ella estaba experimentando y yo no. No juzgaba a la gente que se metía cristal; simplemente suponía que ellos estaban haciendo lo que querían hacer. Todos los colgados que conocía parecían bastante estables. Courtney se podía poner superdramática y emocionada por algo tan pequeño como un palillo de dientes, pero yo me limitaba a pensar que ella era entusiasta. Nunca me ofreció drogas. Y no creo que las hubiera aceptado de haberlo hecho. Estaba contento con la adrenalina que me daban mis genéricos cigarrillos GPC light. Solo costaban dos pavos en el 7-Eleven —siempre y cuando consiguieras que alguien mayor de dieciocho años te los comprara—. Los llevaba a todas partes en una vieja funda para gafas, adornada con una pegatina de los Sisters of Mercy.
* * *
Jennifer estaba en casa con su hija recién nacida, Emily, colgando de su pecho mientras removía la pasta.
Nuestras conversaciones estaban llenas de inexpresiva negación.
—Hey, ¿qué tal ha ido tu día? —Su alegría siempre era genuina, y yo me mostraba agradecido por ello.
—Bien —le mentía, y sentía como un pequeño soplo de miedo.
—La cena estará lista en diez minutos. Tu madre acaba de llamar.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere que la llames. Hemos estado hablando durante media hora. Le he dicho tus notas. Las matemáticas las llevas fatal, pero dice que puedes ir al concierto si es lo que quieres. —Le había estado implorando para que me dejara ir a ver a los Concrete Blonde en una sala de conciertos para todas las edades—. Probablemente os pueda llevar yo, pero deberíamos ver si la madre de Courtney os puede recoger cuando acabe; Mat y yo tenemos clase.
La “clase” era en realidad un seminario motivacional de Amway tras el cual las estanterías de Jennifer y Mat se llenarían de cientos de casetes sobre el arte de vender, con títulos como Sé un zapato cómodo o Jesús te quiere rico. Las fotografías de coches deportivos y campos de golf enganchadas a la puerta del frigorífico se suponía que eran un ejercicio de declaración de intenciones. A menudo, cuando ella y Mat se iban a las reuniones de Amway, yo acudía a un grupo cristiano de jóvenes llamado Young Life. Por lo menos tenía algo que hacer, y las devotas canciones familiares me resultaban bastante relajantes, a pesar de estar en contra de los principales temas que tocaban.
Al final de cada día escolar me encaminaba hacia mi habitación provisional, dejaba caer mi mochila manchada y empezaba a deshacer mi look, desatando primero el pesado cinturón de cuero bondage que llevaba. Me quitaba de encima más de dos kilos de peso cuando caía sobre la alfombra. Llevaba medias de rejilla en los brazos, con agujeros en la parte para el pie para poder meter los dedos de las manos, y mi cabeza asomaba por un roto que les había hecho en la parte de la entrepierna, pero para poder llegar a ellas tenía que quitarme primero una camiseta de Skinny Puppy o de Ministry que me estaba enorme, adornada con serpientes de aspecto satánico o un ángel borroso y que daba algo de grima. Estaba desesperado por dar a conocer los grupos musicales que me gustaban, y sus emblemas siempre tenían preferencia por encima de la talla de la camiseta.
La música era una forma primaria de identificarme, y asistir a los conciertos era como sellar un parte de mi historia personal, como si se tratara de un tatuaje. Mi momento favorito en cualquier actuación era la anticipación asociada a la salida al escenario del cabeza de cartel, la multitud aumentando lentamente, cada minuto que pasaba parecía una eternidad. Desde que había regresado a Arizona, ya había visto a los Nine Inch Nails dos veces en su gira de Downward spiral, así como a los KMFDM y a My Life con los Thrill Kill Kult.
Yo era como una visión infame: larguirucho y con granos, mis rasgos faciales se extendían por toda la cara como si estuvieran buscando un hogar. Mis ojos azules eran demasiado grandes y mi pelo negro y largo como un mocho se separaba hasta parecer una planta rodadora. Bultos que se parecían a quistes cubrían mi piel. El aparato de ortodoncia con las bandas en violeta estaba pegado a mis dientes y provocaba que las gomas se hincharan, llevando mi cara a un nuevo estadio de ruina. Me lo iban a quitar pronto, y soñaba con cómo sería eso de pasear la lengua por mis suaves dientes. Si cuando lo pensaba estaba enfrente del espejo, podía ver un destello de un chico mucho más guapo floreciendo debajo de mí. Mi acné era explosivo, así que convencí a Jennifer para que me dejara empezar a tomar Accutane. Encontramos un doctor algo sospechoso que pasaba consulta en una oficina algo destartalada y que accedió a recetármelo. Cada día me tomaba una pastilla naranja de un blíster decorado con la imagen de una mujer embarazada con una barra roja a través de ella. Parecía ser que podía causar deformaciones en el bebé si te quedabas embarazada mientras estabas en tratamiento. Más tarde se descubrió que tenía un gran efecto secundario: depresión adolescente y, por consiguiente, suicidio. A menudo me pregunto si aquellas pastillas tuvieron algo que ver con el hecho de que, allá donde fuera, me convertía en una diana perfecta, poniéndome en peligro casi de manera inconsciente.
Una vez quitadas, las medias de rejilla me dejaban marcas rojas por toda la piel. Entonces solo quedaba quitarme una simple falda o unos pantalones cortos muy holgados y unas botas. La falda era muy pequeña para mí, así que la tenía que abotonar por encima de la cadera. Resultaba