Los chicos siguen bailando. Jake Shears

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Los chicos siguen bailando - Jake Shears

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Ella se sentaba en un lado, en una silla plegable, y ponía la música, además de interrumpir a Bill cada diez minutos para decirle que estaba haciendo algo mal. Hacían un equipo curioso.

      Yo no era ningún prodigio del claqué, pero podía ciertamente recordar una secuencia, y por suerte este no era un deporte de exterior. Tom era el único chico en mi clase. Aunque ambos llevábamos gafas, él sufría permanentemente de moqueo nasal y le era imposible mantener el tempo adecuado. No podía evitar sentirme superior. Pero la superioridad era relativa. Para mí, el niño nuevo en el pueblo, no parecía un buen reclamo estar aprendiendo bailes para Don’t worry, be happy y The surrey with the fringe on top.

      El día del espectáculo, mi madre y yo estábamos preparándonos cuando me recordó que fuera a darle de comer a Oreo, el conejo que mi hermana Windi me había dado hacía seis meses. La gran jaula de Oreo estaba al final de un pequeño sendero a través de algunos árboles, sobre la colina de nuestra casa. Me aseguré de ir a darle de comer antes de irnos a la representación, así que antes de salir de casa en dirección a su jaula me puse los pelos de punta con un gel pringoso y me arreglé las mallas, dejando los zapatos de claqué para cuando fuéramos a salir al escenario. No quería arañarlos con el hormigón.

      Supe que algo iba mal tan pronto como iba saltando colina arriba y me acercaba a la jaula de Oreo. El aire estaba demasiado quieto. Aminoré la marcha y doblé la esquina; no estaba preparado para la revelación de violencia que iba a presenciar. Clyde, nuestro springer spaniel, había conseguido entrar en la jaula de algún modo y ahora estaba sentado, gruñéndome. La sangre fresca caía por sus dientes. Las dos pequeñas patas traseras de Oreo estaban completamente separadas en el aire, como si estuvieran a punto de realizar una festiva patada alta de competición.

      Grité como si fuera un globo que lentamente se deshinchaba, daba vueltas con las manos alzadas y corrí colina abajo, cegado por el pánico, hasta que tropecé con una piedra que me hizo salir por los aires. Caí de forma abrupta y me rasguñé la barbilla. Mi madre, maquillada ya como un payaso, intentó consolarme mientras me quitaba la gravilla de las palmas de las manos y lloraba.

      No podría actuar, pensé. ¿Cómo podría subirme al escenario en semejante estado de duelo? «Simplemente tienes que esperar a que acabe la actuación para pensar en ello», me dijo mi madre mientras me secaba la cara con una toalla caliente. «Vamos al coche, ¿de acuerdo?». Intenté controlarme durante el trayecto de seis millas al pueblo, pero no estaba seguro de que pudiera enfrentarme al público. ¿Y si me ponía a llorar en el escenario? Iba a tener mi cabeza en dos lugares al mismo tiempo, entre la fantasía de licra y pelo y las entrañas de un conejo.

      Acabé haciendo el número del saxofón con los ojos rojos y la cara hinchada por las lágrimas. Pero el número salió bien. De todas formas, el público nos iba a olvidar a Tom y a mí tan pronto como vieran ese montón de terroríficas madres-payaso. Cuando aparecieron, bañando al público en confeti, a mi madre se le quedó un gran trozo entre las muelas. Detrás del escenario, las otras mujeres-payaso la rodearon y le apuntaban con una linterna, su cabeza reclinada hacia atrás con la boca abierta tanto como le era posible, emulando un grito congelado de payaso. Todas ellas se convirtieron en una única bestia pintada con maquillaje de teatro mientras cacareaban y empujaban con unas pinzas, hasta que lograron sacar la deslumbrante pieza con aires de triunfo.

      Cuando regresamos a casa, me permití el suficiente espacio para sentirme mal por mi mascota devorada. Pero también me sentí realizado por haber sido capaz de salir al escenario de todos modos, sacando fuerzas de donde no tenía, haciéndole creer a la gente que estaba bailando alegremente. El público estaba allí para que se le entretuviera. A nadie le importaba que yo estuviera teniendo un mal día, y era mi trabajo no dejarles ver lo que estaba ocurriendo. Todo lo que presenciaron fue un número de baile bastante malo, y eso estaba bien.

      * * *

      Este episodio de violencia entre mascotas no fue el único responsable de introducirme en el mundo real; ahora tenía toda una exposición interactiva sobre el océano en el patio delantero de mi casa. En verano, cuando atardecía, trepaba por la península decolorada de maderas arrastradas que se había formado por la corriente y desde ahí veía cómo nadaban las ballenas. Me parecía surrealista cuando las orcas saltaban, lanzando agua y cayendo sobre uno de sus lados, a veces tan cerca de donde me encontraba que incluso me sobresaltaban. Golpeaba con un palo los charcos de pleamar, fascinantes y repletos de anémonas y mejillones, criaturas extrañas que eran desenterradas por la marea que se alejaba. Siempre he tenido un miedo irracional a los animales sin columna vertebral. Desafortunadamente para mí, la isla también era el hogar de babosas banana que podían crecer hasta los treinta centímetros.

      Tan pronto como los demás niños se enteraron de mi fobia por las babosas, empezaron a perseguirme por la playa, arrojándomelas, riéndose de mis gritos de niña. Algunas mañanas corría hacia la cocina y sufría un colapso tras haber abierto las persianas: a las gigantescas babosas les gustaba trepar hasta la ventana de mi habitación, como si pidieran que por favor las dejara entrar. Mi padre, desayunando en la mesa, fruncía el ceño, enfadado por los niveles que alcazaba mi histeria.

      Tenía un nuevo amigo llamado Ryan Smith, al que parecían no preocuparle mis propensiones remilgadas y femeninas. Era un niño amable y nos habíamos hecho amigos el primer día que pasé a cuarto. Divertido y con ganas de estar siempre al aire libre, era el segundo hijo más joven de una familia católica y tranquila que tenía un huerto de manzanos y vivía en una cabaña de troncos que habían construido ellos mismos. Preparábamos concursos de talento en verano y salíamos a patinar por el lago en invierno, cuando se congelaba. Ellos producían sidra, tenían un perro y no veían la televisión, excepto quizá alguna vieja película durante los fines de semana en su titilante VCR.

      Pasar la noche del sábado podía resultar peligroso. Al final acababa siendo arrastrado a misa a la mañana siguiente, un ejercicio de profundo aburrimiento. A veces deseaba participar en la comunión porque así por lo menos podría comer algo. El padre O’Neill compensaba estos domingos aburridos con su ecléctica colección de vídeos para toda la familia, que tenía en su casa, que estaba al lado de la iglesia. Casi todo era material de los sesenta y los setenta. Recibí mi primera gran educación en vídeo gracias a esas cintas. Ryan y yo íbamos y veíamos cómo Vincent Price caminaba afeminadamente en The abominable Dr. Phibes o cómo Madeline Khan sobreactuaba en What’s up, doc?

      Cuando estábamos en mi casa, Ryan y yo nos convertíamos en fanáticos de los videojuegos, y nos quedábamos toda la noche despiertos, con los ojos vidriosos y abiertos como platos, mirando los enormes píxeles de mi nueva Nintendo, que me habían regalado por mi octavo cumpleaños. A veces también jugábamos con mi colección de muñecos He-Man, pero sabíamos que nos estábamos haciendo demasiado mayores para esos juegos: ya no era guay jugar a ser.

      Yo ya no era un niño pequeño. Impaciente, deseaba experimentar la cultura con temas mucho más maduros. Quería ir al cine, y me daba igual lo

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