La organización familiar en la vejez. Ángela María Jaramillo DeMendoza
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En el siglo XX, la población colombiana se multiplicó por diez, al pasar de cuatro millones a comienzos de siglo, a más de 42 millones de personas en el 2000. Tal aumento se explica por el rápido ascenso de las tasas de crecimiento, que alcanzaron el 3,3 % anual en la década de los cincuenta, con un posterior descenso que llegó al 1,7 % en la década de los noventa (Palacios y Safford, 2002). Esta transición demográfica indica el desarrollo de una fase caracterizada por altos niveles de mortalidad y fecundidad, y de baja esperanza de vida, a otra en la cual la mortalidad y la fecundidad decrecen y aumenta la esperanza de vida. Colombia se destacó en América Latina por la velocidad con la que bajó su mortalidad (29,5 por mil en 1900 a 6,3 en 2000) y natalidad (47,7 por mil en 1900 a 27,5 en 2000) y con la que aumentó significativamente su esperanza de vida, que pasó de 31 a 72 años de edad (Flórez, 2007).
La fase inicial de este cambio demográfico sucedió en la primera mitad del siglo XX, en la que era común que las mujeres tuvieran un buen número de hijos (entre ocho y veinte), de los que sobrevivían muy pocos, debido a las precarias condiciones sanitarias de las viviendas, así como por el tratamiento de las aguas de consumo y de residuos. Solo hasta los años veinte –con las mejoras sanitarias, la conformación de los sistemas de salud, las mejoras de los recursos médicos contra la viruela, el tifo y la malaria, el uso del agua hervida y los hábitos de aseo doméstico– comienza a disminuir la mortalidad infantil (Rodríguez, 2004). El hecho de que cada vez sobrevivieran más hijos –acompañados por una importante influencia católica pronatalista– favoreció el aumento de la población que en los años cincuenta llegó a triplicar (11 548 200) los 4 000 000 de habitantes que se registraron a comienzos de siglo.
El control de la mortalidad influyó en el aumento de la esperanza de vida y, en consecuencia, de la población de edad. Según el censo de 1918, las personas mayores de 65 años escasamente llegaban al 3,5 % del total de la población.1 Para ese momento, la población anciana no registraba todavía una relevancia estadística, que iría ganando con la reducción en el número de hijos, que pasó de siete por mujer, entre 1950 y 1965, a tres hijos, entre 1990 y 1995 (Flórez, 2000). Para el 2005, la población mayor de 60 años alcanzaba el 9 % del total nacional, con más de 3,5 millones de personas, lo que expresaba el cambio de la distribución por edad, así como el avance del proceso de envejecimiento demográfico.
Uno de los principales efectos de los cambios demográficos observados en la primera mitad del siglo se registró en los tamaños y arreglos residenciales, en los que se volvía cada vez más común un tipo de familia, que se conoce como extensa. La componen los padres e hijos, así como la presencia de otros parientes como la abuela, tías, primos, hijos naturales o huérfanos (Gutiérrez, 1975). Tal organización doméstica se extendió hasta los años setenta, con un Índice Sintético de Fecundidad de 6,8 hijos por mujer. La mayoría de personas que hoy tienen 60 años participaron en esta forma de familia extensa. Su mayor prevalencia se encontraba en los estratos medios y altos; mientras que en los bajos se observaba con mayor fuerza la familia nuclear o más pequeña, en las que, probablemente, no disminuía la mortalidad infantil al mismo ritmo que en los estratos medios y altos, debido al bajo acceso que tenían a los sistemas sanitarios y de salud. En este tipo de familia, las mujeres –especialmente las hijas menores– estaban a cargo del cuidado de los integrantes dependientes del grupo familiar –niños, enfermos, ancianos...– y de las labores domésticas,2 en tanto que los hombres se ocupaban de las labores productivas para el sostenimiento familiar (Rodríguez, 2004). A comienzos de siglo, por cada 100 personas en edad productiva se registraban 82 dependientes, en su mayoría niños, porque en ese momento la esperanza de vida y la proporción de personas mayores de 60 años eran bajas (Flórez, 2007).
Solamente hasta la década de los sesenta, con el inicio de la segunda fase de la transición demográfica,3 que se caracterizó por el progresivo descenso de la fecundidad, se observan profundos cambios materiales y simbólicos en las formas de ordenamiento y relacionamiento familiar, es decir, en los arreglos residenciales.
El cambio en la orientación de la organización familiar extensa hace parte de las tendencias de urbanización e industrialización,4 en las que las mujeres aumentaron sus oportunidades de acceso al trabajo y la educación, primordialmente los relacionados con su participación en la industria y la artesanía (Arango, 1995; Archila, 1995; Gutiérrez, 1995). En la década de los treinta se generalizaron estos avances en la transformación de la función social de la mujer, con la ampliación de su participación en la formación secundaria y profesional y la apertura de nuevas facultades e institutos de educación en distintos lugares del país, dirigidos a la profesionalización femenina (Herrera, 1995). Estos avances se concretan en el campo político, con el reconocimiento de la mujer en la participación electoral, en 1957 (Reyes y González, 1995).
Luego de los años sesenta se hacen más frecuentes los cuestionamientos que las mujeres hacen acerca de los comportamientos reproductivos y domésticos de sus madres y abuelas, es decir, respecto a su función en el hogar y la relación con sus nuevos entornos de trabajo y estudio.5 La relativa normalidad que tenía para las mujeres atender a los dependientes del hogar se va a problematizar, porque las mujeres ya no se comportan como antes, sus actividades se han diversificado y ya no disponen de las mismas condiciones para dedicarse exclusivamente al cuidado de los otros, principalmente de los adultos mayores, que no cuentan con las condiciones sociales y económicas que debería garantizar el Estado para su autonomía.
La escasa institucionalización de los sistemas de seguridad social después de la década de los cincuenta es una de las presiones que produce más tensión entre las mujeres o los que están a cargo y las personas mayores, ya que no hay mecanismos sociales e institucionales que apoyen las rupturas de las tradicionales solidaridades familiares. Así lo evidencia la baja cobertura de las pensiones y la precaria oferta institucional para los mayores y sus familias a finales del siglo XX. En dicho momento, el país experimenta un proceso acelerado de envejecimiento, que se observa con las generaciones que nacieron en la década de los cincuenta, cuando el país presentaba las tasas de crecimiento poblacional más altas (CEPAL, 2008).
El cambio en las condiciones de la vida doméstica se expresa a finales de siglo en nuevas tensiones y desequilibrios dentro de los arreglos residenciales. Ya no se ve como normal o natural la centralización de lo doméstico en la mujer. Se revela una progresiva desfuncionalización de las relaciones internas de la familia, asociada a una continua desaparición de símbolos de orientación católica, como el matrimonio formal, acompañado del aumento de las separaciones y las uniones de hecho (Elias, 1998), así como el cuestionamiento por las funciones de cuidado y dependencia. Las relaciones internas de los grupos familiares se problematizan. ¿Quién cuida de quién y cómo? es una pregunta cada vez más habitual en los entornos familiares, que ya no encuentra una respuesta inmediata y natural orientada por la tradición (Verón, 2007; Dykstra y Komter, 2012).
En este contexto, los arreglos residenciales6 con personas mayores se volvieron más comunes. Para el 2010, en uno de cada tres hogares colombianos vivía por lo menos una persona mayor de 60 años (Fedesarrollo y Fundación Saldarriaga Concha, 2015). Al igual que los hogares sin personas mayores, su composición se diversificó, cuando pasó de formas tradicionales (como la familia extensa y nuclear) a otras (como la recompuesta, la monoparental, en pareja exclusivamente o unipersonal). Cada forma residencial responde a unas circunstancias particulares que se convierten en objeto de estudio, no solo para comprender las condiciones del cambio, sino para elaborar políticas públicas y acciones que favorezcan el bienestar de los ancianos, en medio de las transformaciones sociales.
La diversificación de los hogares de los ancianos es un asunto que todavía no hace parte de la agenda pública nacional. En Colombia, este campo de estudio ha sido poco explorado, tal vez porque todavía no estamos enfrentando su generalización y porque es poco visible. En la Política Nacional de Envejecimiento y Vejez no hay ningún lineamiento acerca de los hogares unipersonales o de pareja (Ministerio