La organización familiar en la vejez. Ángela María Jaramillo DeMendoza

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La organización familiar en la vejez - Ángela María Jaramillo DeMendoza

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hace parte de un campo de investigación más amplio que surgió de la evolución del fenómeno del envejecimiento y la vejez y de la observación de sus consecuencias en las sociedades. Dos tendencias de pensamiento han orientado las aproximaciones empíricas y teóricas al estudio de la vejez y el envejecimiento poblacional: por una parte, la geriatría y la gerontología; por otra, la perspectiva generacional, en el encuentro de la demografía y las ciencias sociales. Varios autores (Birren, 1961; Lehr, 1980; Ballesteros, 2000, citado en Carbajo, 2008) ha identificado tres momentos históricos en el estudio del envejecimiento y la vejez: el primero, relacionado con las aproximaciones precientíficas; el segundo, con los inicios de la investigación sistemática, y el tercero, con su consolidación y expansión.

      Como lo señalan John Grimley Evans (1997) y Jacques Légaré (2004), en las sociedades humanas siempre han existido las personas viejas. Tanto en el antiguo Egipto como en la Grecia clásica, las personas estaban familiarizadas con las discapacidades de las últimas etapas de la vida, y ya se buscaban aspectos comunes en la vejez. Aristóteles elaboró una teoría del envejecimiento fundamentada en la pérdida de calor del cuerpo; sin embargo, solo hasta el siglo XVII, con Francis Bacon, se propuso un programa científico orientado al estudio epidemiológico de la longevidad de las personas de diferentes lugares y condiciones. Durante los siglos XVIII y XIX se destacaron los escritos de los médicos Cheyne y Day, en Gran Bretaña; Rush, en Estados Unidos, y las conferencias de Charcot sobre la medicina de la vejez (Grimley, 1997). También se desarrollaron los primeros estudios demográficos que definieron el comienzo de la vejez en los 60 años y que aumentaron la edad propuesta por algunos autores del Renacimiento, como Montaigne, para quien la vejez iniciaba a los 40 (Albou, 2001). Hasta finales del siglo XIX, la vejez no era una situación común en las poblaciones humanas, debido a las altas tasas de mortalidad. Según Légaré (2004),

      cuando la esperanza de vida al nacimiento era de 25 años, el 15 % de la cohorte inicial sobrevivía hasta los 60 años, con la posibilidad de vivir otros 10 años en promedio. Con los impresionantes progresos contra la muerte prematura y con las actuales esperanzas de vida que están cerca de los 80 años en buena parte del planeta, es alrededor del 90 % de la cohorte inicial que llega a las grandes edades y que vive una vejez cada vez más larga. Asistimos a una democratización de la vejez. (Traducción de la autora)

      El progresivo aumento de la cantidad de años vividos por los seres humanos a lo largo de los siglos fue producto de la mejora en las condiciones de vida, especialmente las médicas y sanitarias del siglo XIX, que posibilitaron el descenso de la mortalidad infantil.

      En 1903, Michel Elie Metchnikoff propuso la gerontología como ciencia para el estudio del envejecimiento humano. En 1909, Ignatz Nascher escribió un artículo en el que proponía el término geriatría para identificar el lugar específico de la vejez dentro del campo médico. Para el autor, la senilidad era un periodo distinto de la vida, como la infancia, por lo que su atención médica debía considerarse un asunto independiente. En 1915, Nascher fundó el New York Geriatrics Society (Prieto, 2002). En 1928, Alfred Sauvy propuso la noción de envejecimiento de la población, entendida como el porcentaje de personas de 60 y más años en el total de la población (Albou, 2001):

      [...] las teorías del envejecimiento aparecen para responder a las implicaciones (llamados problemas) sociales, de salud y económicas, de los cambios demográficos (del fenómeno del envejecimiento). Por ello, desde sus inicios fue una gerontología funcionalista, caracterizada por el dominio de una dimensión empírica y aplicada, en la cual los métodos han sido la guía y han marcado el camino del desarrollo; con un enfoque basado en problemas o sitios de intervención (instituciones y estructuras sociales), que se ha nutrido de un pragmatismo empírico y a-teórico, es decir, con una marcada ausencia de reflexión sobre sus propias presunciones. Además, aunque nació entre los intersticios de las ciencias biológicas, médicas, psicológicas y sociales, sus marcos de referencia explicativos provienen especialmente de la biología y la psicología. (Curcio, 2010, p. 153)

      Hasta 1960, la ancianidad se explicó desde una perspectiva biomédica, con teorías positivistas como la actividad, la desvinculación, la modernización y la subcultura de la vejez. En la década de los setenta surgieron nuevas explicaciones desde las teorías de la continuidad, la competencia social, el intercambio y el curso de vida,2 que critican los modelos conceptuales clásicos como elaboraciones que se consideran “neutrales” sin carga moral y ética. En estas teorías se reconoce la importancia de los aportes sociales y económicos que hacen los ancianos a la sociedad, así como su funcionalidad para el sistema social. Por último, después de los años ochenta, las teorías son de carácter multidisciplinario y su principal interés son los asuntos sociales e ideológicos que se encuentran asociados a la construcción de teorías sobre el envejecimiento y la vejez (Yuni y Ariel, 2008).

      De acuerdo con los nuevos enfoques, los cambios en la estructura de la edad de la población tienen implicaciones significativas para la sociedad, en general, y, a la vez, caracterizan la complejidad social contemporánea (Bazo, 1996). El aumento de la esperanza de vida llevó a que crecieran nuevas generaciones en la estructura de las sociedades. Esto se reflejó en cambios de los arreglos residenciales, así como en los valores y en las expectativas respecto al papel del Estado en la vida de los individuos y de las familias. Sin embargo, el dominio de la orientación empírica e interventiva se refleja aún en la escasa producción de modelos teóricos por parte de las ciencias sociales, que responde en parte a una comprensión del envejecimiento como problema individual, delimitado cronológicamente, esencialmente biológico y deficitario (Curcio, 2010).

      La división del curso de vida por edades implica un determinismo de la edad y una relativa homogeneidad dentro de cada categoría etaria. Esto limita la comprensión de la evolución y cambio de las fronteras entre las edades a través del tiempo, si se consideran las transformaciones que se expresan en el estado de salud en una edad determinada o a las condiciones institucionales, como la edad de pensión, y que dependen de las formas en las que se organiza cada sociedad (Caradec, 1998):

      En este sentido, la construcción de categorías fundadas en la edad requiere un análisis crítico que lo vincule con la generación a la que pertenecen los sujetos. Por ejemplo: ¿En qué medida el comportamiento de las personas que hoy tienen entre 60 y 70 años depende de su edad? ¿Y en qué medida se explica por el hecho de que esta generación tiene una historia particular, que le es propia? Si el efecto historia singular es dominante, quienes tengan entre 60 y 70 años dentro de diez años no se les parecerán en absoluto. (Véron, 2007, p. 91; traduccción de la autora)

      La segunda tendencia del pensamiento en envejecimiento y vejez es la perspectiva generacional, que resulta de las contribuciones al campo gerontológico de la demografía crítica y la teoría social contemporánea. Se propone un enfoque analítico de la vejez y el envejecimiento como un proceso social dispuesto por las condiciones históricas que influyen en los individuos de diversas maneras, según el año de su nacimiento, exponiéndolos a múltiples acontecimientos que les ofrecen determinados medios para desarrollar sus vidas, con una forma propia y única de comprender, interpretar y construir la realidad (Courgeau, 1989).

      Según Mannheim (1970), el problema de las generaciones se plantea en dos sentidos: positivista e histórico-romántico. El primero se interesa por cuantificar la duración de la generación, a partir de la duración de la vida humana entre el nacimiento y la muerte; se considera aquí que es posible establecer intervalos precisos. El autor utiliza la idea de Hume y Comte acerca del cambio de datos. Para el primero, la continuidad política dependía de un dato biológico, es decir, de la sucesión de las generaciones; mientras que el segundo autor consideraba que la duración del cambio se podía cuantificar a partir de los años de vida promedio de los hombres, que era de 30 años. El propósito de este enfoque era encontrar una ley general del ritmo de la historia, basada en una ley biológica. La idea era comprender las orientaciones espirituales y sociales a partir de las condiciones biológicas del sujeto, entendiendo la edad y sus etapas como aspectos que aceleran o detienen el cambio (por ejemplo, la vejez como un estado conservador,

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