La organización familiar en la vejez. Ángela María Jaramillo DeMendoza
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Desde los años sesenta, el análisis económico de la familia intentó ofrecer explicaciones distintas a la adaptación de la familia al mercado. Empezó a considerar la familia una unidad compacta que actúa de forma coordinada y calcula los efectos de sus decisiones a lo largo del curso de vida. Así, puede definir estrategias para conseguir recursos escasos y mejorar sus condiciones materiales, con el fin de alcanzar altos niveles de satisfacción. Sin embargo, como lo señala Ruggles (1987), las limitaciones de esta propuesta son cuatro supuestos: primero, la familia como una unidad compacta que tiene información suficiente y adecuada para tomar sus decisiones; segundo, la satisfacción máxima como un absoluto en el curso de vida; tercero, el comportamiento humano como exclusivamente racional, y cuarto, una competición se da en condiciones perfectas. Luego, aparecen otras propuestas como la teoría del intercambio, que intenta superar la mirada homogénea y compacta de la familia, a partir del estudio de sus dinámicas internas. Esta perspectiva asume que las relaciones de parentesco surgen y se mantienen cuando todos los integrantes del grupo tienen beneficios. Se supone que los individuos tienen objetivos particulares, y que para alcanzarlos requieren apoyo.
La relación de parentesco se concibe como la primera forma de apoyo con la que los sujetos pueden enfrentar situaciones adversas como enfermedad, desempleo, pobreza, vejez, entre otros. En ese sentido, las necesidades materiales se convierten en la razón de mantener la relación de parentesco. Esto la instrumentaliza y limita la posibilidad de comprender que el estatus de los integrantes de la familia no depende siempre de su utilidad. Hay unos motivos no materiales que influyen en las decisiones que toman las familias y que no se reducen al resultado de un cálculo racional que busca la mejor ganancia. Emociones como “el altruismo, los celos, el amor, la ansiedad, el miedo, el orgullo, la responsabilidad, la culpa y todas las obligaciones sociales y morales” influyen en la forma de ver y sentir la vida y, en consecuencia, en la forma en que se decida enfrentarla. La combinación entre las condiciones materiales y no materiales de la decisión varían según el tiempo y el lugar. De tal forma que “comportamientos que para una época fueron plausibles y adecuados para otra ya no son lo mismo” (Ruggles, 1987; traducción de la autora).
La decisión residencial ha sido un asunto de interés para la sociología y la economía, especialmente en cuanto a la función de los costos y los beneficios no materiales. Los economistas plantearon las primeras inquietudes acerca del estudio de las orientaciones simbólicas de la decisión. Por su parte, los sociólogos destacan la importancia de las condiciones estructurales y materiales del hogar, como el acceso al empleo, y la relevancia de estudiar la familia desde el grupo y la sociedad. Entre tanto, las nuevas perspectivas económicas conciben la familia como una unidad de decisión y se enfocan en el comportamiento racional del individuo. En estas tensiones analíticas se debe reconocer que las decisiones se toman en el plano individual, pero las influencias que preceden la decisión son sociales, pues dependen de la sociedad y la familia que ha tenido cada sujeto a lo largo de su vida, así como de su función en el grupo familiar, su género, su ocupación, su edad, entre otros. La comprensión de las distintas formas de organización residencial que deciden las familias requiere estudiar cada individuo del grupo, su influencia en las decisiones del hogar y sus interrelaciones con los otros integrantes y con la sociedad (Ruggles, 1987).
Posteriores pistas teóricas aparecieron en los países industriales occidentales, como el crecimiento de las personas que viven solas, en pareja exclusivamente, en familias monoparentales y recompuestas. El rol del parentesco y de la solidaridad familiar fue redescubierto y reafirmado. Se observó que las familias nucleares no eran tan independientes del resto de los parientes. El cuestionamiento de la independencia de la familia nuclear favorece el surgimiento de una tensión teórica entre la emergencia de un modelo de familia posmoderno y la diversificación de las formas de organización familiar (Pilon, 2004).
El aumento de los hogares unipersonales en el mundo occidental industrial está ligado al alto nivel de independencia económica que tienen los adultos sin pareja, especialmente las mujeres, si se encuentran con buena salud. A diferencia del pasado, vivir solo es hoy en día una posibilidad que resulta de una decisión razonada, que no implica necesariamente un aislamiento de la persona en edad; por ello hay que ser prudente con los análisis del aislamiento en la vejez, pues no es equivalente vivir solo y estar aislado (Légaré, 2004).
Gierveld, Dykstra y Schenk (2012) señalan la importancia de analizar la soledad de los adultos en relación con sus condiciones habitacionales y apoyo intergeneracional. En sus estudios revelan que en Europa es cada vez más común que las familias respeten la independencia de sus padres y su vida en solitario. Sin embargo, se reconoce que uno de los factores de protección y bienestar para los mayores es la corresidencia con niños o adultos, pero en particular con su pareja. Respecto al apoyo intergeneracional, se identificó que la dirección de los apoyos va de padres a hijos, más que de hijos a padres, y esto continúa hasta en las últimas etapas de la vida.
Junto con los hogares de pareja exclusivamente y unipersonales, la institucionalización es otra de las formas residenciales más comunes en los países industrializados. La pérdida de autonomía es un proceso evolutivo para las personas, a medida que aumenta la edad. Una buena parte de los viejos tiene algún tipo de discapacidad, y las necesidades de apoyo se sienten en las actividades de la vida cotidiana. De ahí que la institucionalización se haya convertido en la última solución para los dirigentes de las comunidades envejecidas, debido a los elevados costos. Por este motivo, se busca que los apoyos formales sean remplazados por los familiares (informales); no obstante, la vida familiar puede cambiar según la vida conyugal y doméstica, y es posible que las futuras generaciones tengan más separaciones y migraciones en la familia, por lo que cada vez se van a necesitar más apoyos formales (Légaré, 2004).
Para regiones como América Latina, complejidad y diversificación son las principales características de las situaciones familiares y sus evoluciones, que no siguen un sentido progresivo, como el observado en los países industriales de Occidente. Mientras que en Europa el envejecimiento fue un proceso que duró entre 150 y 200 años, en los países de América Latina y el Caribe este cambio se hizo en 50 años (Chackiel, 2000). Es una transformación acelerada que se produce en condiciones que combinan valores tradicionales con procesos de modernización (Pilon, 2004). En numerosos países, la disminución de la fecundidad y la reducción del tamaño de los hogares no se acompañan de un proceso de nuclearización. Son nuevos arreglos residenciales, recomposiciones familiares, asociadas a una redefinición de relaciones sociales y de roles familiares, entre sexos y generaciones. En un estudio hecho para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) sobre el panorama social de la región latinoamericana se señaló que “Las estructuras familiares son heterogéneas y varían según el país, el medio de residencia urbana o rural, y según el nivel de pobreza” (Viveros Madariaga, 2001). La composición familiar en los países en desarrollo se encuentra mediada por una baja cobertura institucional y una alta desigualdad social. Ello genera unas lógicas de solidaridad familiar y del sistema de derechos y obligaciones particulares, los cuales responden a distintas situaciones como enfermedad, separación, muerte y transferencias familiares. Es una forma de distribuir las cargas económicas y afectivas, así como de la educación de los hijos (Pilon, 2004).
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