La organización familiar en la vejez. Ángela María Jaramillo DeMendoza
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El vivir solo es parte de una nueva organización territorial que involucra un conjunto de relaciones de dominio, pertenencia y apropiación entre el sujeto y su entorno (Montañez y Delgado, 1999). Es una particular convivencia con los otros que implica desarrollos políticos, sociales y habitacionales que le permitan al sujeto tener los recursos suficientes para su producción y reproducción. Ejemplos de esto pueden ser, por una parte, la ordenación moderna de las ciudades por edificios, la cual responde a unas demandas habitacionales que resultan de la densificación urbana y del desarrollo de nuevas perspectivas arquitectónicas que intentan responder a los cambios en las relaciones humanas, la disminución en los tamaños de familia y la individualización (Jaramillo, 2013). Por otra, la transformación en la participación en actividades o movilizaciones comunitarias, que ya no responden exclusivamente a los intereses de la familia o de las personas conocidas, sino a la expresión de distintas subjetividades en contextos despersonalizados.
Cambios tecnológicos
Browman (1955), Riesman (1961) y Slater (1976) fueron los teóricos más representativos en el análisis social de la soledad. En sus interpretaciones, la soledad es un comportamiento que responde a los cambios sociales y a las distintas direcciones que van tomando las personas según sus sentimientos y aspiraciones. Para la segunda mitad del siglo XX, el vivir solo se fue convirtiendo en un comportamiento más común en la población americana. Los análisis de los autores asimilan la personalidad americana a las fuerzas sociales que la condicionan y la modelan. La causa de la soledad se encuentra por fuera del individuo. Según los autores, las principales condiciones del cambio social fueron las transformaciones tecnológicas. Estas han favorecido la liberación de los individuos de algún tipo de interacciones y dependencias que permiten la despersonalización de las relaciones y aumenta la autonomía de los sujetos (Peplau y Perlman, 1982). La revolución de las comunicaciones no solo permitió despersonalizar las relaciones, sino tener acceso a nuevas experiencias sociales con otros lugares del mundo (Klinenberg, 2012).
Sexo y edad
La emancipación femenina, la disminución de los tamaños de la familia y el aumento de la longevidad facilitaron las condiciones para generalizar la residencia unipersonal. La variación de la función social de la mujer, con su progresivo acceso a la educación y el trabajo, así como la mayor regulación de su cuerpo y su vida reproductiva, transformaron las formas de relacionamiento entre hombres y mujeres (Hirigoyen, 2013). En la segunda mitad del siglo XX, Colombia observó un aumento en la proporción de mujeres solteras, separadas y divorciadas que se encontraban entre los 20 y los 39 años. Esto es expresión de la diversificación de la vida de pareja y el cuestionamiento de los valores asociados al matrimonio como única forma de organización familiar (Flórez y Soto, 2013). Adicionalmente, la mayor longevidad femenina, las diferencias de edad entre esposos y la menor frecuencia de recasamientos o nuevas uniones en las mujeres hace de la viudez una experiencia más común en las mujeres que en los hombres, lo que aumenta los riesgos de soledad en ellas. De igual forma, a medida que la edad va avanzando, especialmente después de los 75 años, la institucionalización o vivir con hijos se convierten en las formas residenciales más frecuentes. Esto se relaciona especialmente con el estado de la salud de las personas (Zueras y Gamundi, 2013).
La residencia unipersonal cuestiona las formas de organización tradicional de la familia nuclear y extensa, muy común en las sociedades rurales y urbanas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. El vivir en grupo no era un asunto menor, si se considera que de ello dependían las fuentes de subsistencia de la familia, así como los apoyos que entre unos y otros se podían brindar para lidiar con la enfermedad y las dependencias de los menores y mayores del hogar. Para vivir solo es necesario tener unas condiciones mínimas, como la posibilidad de trabajar o contar con una pensión que garantice las condiciones materiales de existencia (alimentación y vivienda, por ejemplo), además de unos servicios institucionales que brinden los apoyos o solidaridades necesarias en condiciones de enfermedad o dependencia. Esto sin mencionar otros aspectos centrales en la calidad de vida, como tener una visión positiva o, al menos, comprensiva de la soledad, algunas actividades que brinden momentos placenteros y relaciones sociales gratificantes.
Estado civil
Los cambios en el estado civil o marital de las personas son unas de las transformaciones más importantes en la adultez. Dos de los eventos más estresantes de esta etapa son el divorcio y la viudez. Estos cambios se relacionan con circunstancias que tienen grados fuertes de angustia que enfrentan a las personas a profundos cambios individuales, por cuanto deben reconstruir su identidad y entorno a partir de la reelaboración de su sentido de vida, ya que, por lo general, las relaciones de pareja crean una intimidad en la que los cónyuges orientan su cotidianidad en torno a las actividades compartidas que crean el sentido del nosotros, pero también del yo (Klinenberg, 2012). Con la edad, las redes de soporte van desapareciendo, porque la mortalidad va aumentando; así, la pareja, los familiares y los amigos van desapareciendo.
En la medida en que el contacto más íntimo son los esposos, la viudez es un importante predictor de la soledad. La pérdida del compañero puede reducir la salud mental, así como la vida social y económica. La soledad y los sentimientos negativos se encuentran más asociados a la viudez que a las separaciones. La viudez presenta mayores índices de malestar y adaptación, así como una visión más pesimista de la vida, en comparación con las personas separadas. A su vez, los divorciados presentan menores niveles de satisfacción y optimismo que los casados. En las pérdidas, los sentimientos de dolor se pueden expresar en depresión e ira, ya que la persona con la que se tenía un contacto de confianza e íntimo se ha perdido (Ben-Zur, 2012).
Según hombres y mujeres, la viudez es distinta. En los hombres se registra un mayor sentimiento de aislamiento después de la pérdida, vinculado con la función de cohesión y socialización que tienen las mujeres en la familia. Luego de la pérdida, los hombres tienen una mayor tendencia a desvincularse de las redes, ya que a partir de sus esposas mantenían los contactos sociales con familiares y amigos (Burns, 2014). Por su función social, las mujeres desarrollan más habilidades de sociabilidad y mantenimiento de las relaciones afectivas que los hombres. También es importante considerar que el incremento de la soledad en la vejez no es solo porque hay eventos como la viudez y las separaciones, que aumentan el volumen de los hogares unipersonales en la vejez, sino porque vivir solo es cada vez más común como estilo de vida.
Condiciones de salud
Como se mencionó, la residencia unipersonal es una variable indirecta de la soledad. Una razón es que si este tipo de organización de la vida cotidiana no se da en condiciones económicas y sociales adecuadas, que faciliten el acceso a la vivienda, la alimentación, los servicios de salud y redes de apoyo emocional como familiares y amigos, entre otros, se convierte en una forma de aislamiento social en el que se aumentan los riesgos de enfermedad (como la depresión) y de muerte (como el suicidio), además del deterioro general de la calidad de vida, en la medida en que las personas no cuentan con los medios necesarios y suficientes para su supervivencia.
Desde la perspectiva psicoanalítica, la soledad remite al sujeto a sus primeras emociones de pérdida y separación (Quinodoz, 2015). Los primeros estudios acerca de la soledad surgieron en la primera mitad del siglo XX con Zilboorg (1938), Sullivan (1953)