Cómo aprender a aprender. Eric Barone
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A lo largo de su obra, descubrimos paso a paso cómo se van concretando las primicias de la Conspiración de Acuario que Marilyn Ferguson percibió; cómo se cumple el paradigma de Teilhard de Chardin, donde ciencia y religión alzarían el punto omega donde debían reunificarse, cómo se encuentra la ecuación unificadora de la psicología, cómo aparece el ecumenismo indispensable, no más justificado por algún subterfugio político sino por el descubrimiento de la realidad mágica que nos escondieron los textos sagrados.
En pocas palabras, y para concluir: la obra de este autor empezó seguramente en sus encarnaciones pasadas y hay que suponer que la continuará en sus próximas. Aprovechemos conocerlo en su presente incorporación en nuestra humanidad, perdonémosle sus excesos de tecnicismo cuyos motivos ya fueron explicados... y agradezcámosle, a veces, por darnos unos textos de acceso fácil y agradables de leer. Es el caso, por lo menos, de la reseña de la presente obra. El resto del libro es sólo destinado a los que quieren encontrar soluciones concretas a los peores problemas de su vida, pero de modo nunca pensados ni presentados hasta hoy en día.
Por fin, cuando en el último encuentro que tuvo con el editor de esta presente obra, alguien le preguntó al autor cuál es su misión espiritual... después de una larga sonrisa enigmática contestó: «la más importante de mis 40 misiones es atender a cada individuo que lo necesita y lo pida, y hacerle percibir los enfoques de su vida que nadie pudo revelarle... de tal modo que los dos podamos aprender. Luego, otra de mis 40 misiones es compartir con cada lector los frutos del árbol invisible de la sabiduría que todos somos capaces de ver... y pocos capaces de recoger. Mi ambición personal se limita a ser un buen jardinero, poder transformar los infiernos interiores llenos de plantas carnívoras que dejamos crecer en nosotros por el fermento de las neurosis, y mostrar dónde se esconden los jardines paradisíacos que también tenemos escondidos en los valles de nuestra alma.»
¿Cómo concluir sobre este autor? ¡Como editor me parece imposible hacerlo! Pero como persona sí, puedo proponer lo más sencillo:
Leamos, experimentemos lo que enseña... luego juzguemos.
INTRODUCCIÓN
No me pregunten mi edad. Ya no la sé. Aquí, en mi isla, el tiempo no transcurre más, o, por lo menos, pasa sin detenerse. Tenga yo 13 o 33 años, no tiene importancia. Lo que cuenta es mi casa. Parece pequeña vista desde fuera, pero el interior es mucho más grande que el exterior. Sé que esto también parece imposible. Pero debes conocer mi historia para saber cómo llegué a este lugar.
Yo vivía en Arizona, con mi familia, en el año 1963. Mi padre tenía un gran defecto y una gran virtud. Su defecto era creer que sólo cuando su hijo egresara de la universidad, estaría en condiciones de conversar con él. Nunca pensó mi padre que yo empezaría a leer a los tres años y medio, y que a los seis o siete, estudiaría medicina en sus viejos y polvorientos libros. Su gran virtud era saber todo sobre todos los mecanismos internacionales de nuestra sociedad. Cuando se oía hablar de alguna asociación de asistencia al Tercer Mundo, decía: “Ah, sí, aquella encargada de probar los productos químicos de tal empresa entre los indígenas”. Palabras que producían la indignación de mi madre.
Ella también tenía una gran virtud y un gran defecto. Su defecto era obligarnos a comer una horrible tarta de manzanas que, ella creía, era nuestro plato favorito. Pero, ¿cómo desengañarla? Era tan buena... Su gran virtud era creer que el cerebro de sus hijos era ilimitado, como el de todo ser humano. Según ella, su deber era atiborrarnos de conocimientos, tanto como de tarta de manzanas. Acepto que algunos conocimientos eran aún más amargos que la tarta de manzanas, pero aún así, los prefería. Mi madre era una especie de genio que sabía perfectamente cómo cocinar un saber y hacérselo tragar alegremente a sus hijos.
Le debo este libro, y ustedes comprenderán por qué, cuando les explique qué hago en esta casa (y lo que hace esta casa en mí).
Yo tenía, o tengo, un hermano. (Hablo en pasado porque no sé verdaderamente en qué tiempo estoy, perdido entre dos segundos o en otra dimensión del presente eterno... -¿quién sabe?- por culpa de ese libro que abrí accidentalmente).
Mi hermano es una bendición para las personas deprimidas. Sus pensamientos son música, gozo, felicidad. A su alrededor hay un aura de alegría, aún en las peores situaciones. Felizmente, los fabricantes de medicamentos antidepresivos ignoran su existencia: tratarían de reducirlo a comprimidos, tanta es su eficacia. Tiene una cualidad particular: con él la vida no tiene ningún lado malo y aún el peor de los incidentes tiene un secreto positivo que siempre llega a descubrir.
Aunque cuando se trata de arreglar el molinillo de café, que él acaba de romper, es a mí a quien llaman. Mi madre sabe bien que voy a tratar, una vez más, de comprender el Universo a través de un motor eléctrico y que después de haber transformado su molinillo en cápsula espacial para cochinillos de la India de origen marciano, voy a deducir una nueva teoría sobre “Cómo la energía transforma la apariencia de la materia gracias al poder de la inteligencia humana, y cómo es necesaria la cafeína después de una ingesta abusiva de tarta de manzana”.
Yo lo sé. Estás impaciente por saber por qué estoy perdido en esta isla desierta, en una casa-biblioteca más grande por dentro que por fuera. Ya habrás comprendido cuál era el defecto de mi hermano... estaba excepcionalmente dotado para romper todo aparato difícil de arreglar. Era también el terror de toda pared en la que quisiera clavar un clavo. Elegía justo el lugar por el que pasaba invisible el único caño de agua, para poner el clavo con no menos de doscientos golpes de martillo. Yo tenía, después, el gran trabajo de cerrar la herida abierta que mojaba el tabaco para pipa de papá.
Mi defecto esencial era querer comprender. Pero no comprender un poco. No. Comprender todo. Comprender por qué recibimos la luz de una estrella aunque ésta no exista más; por qué el código genético puede ser afectado por las radiaciones; por qué se dice que el hombre es un cosmos reducido y, que comprender al hombre permite comprender el Universo. En esa época yo leía, devoraba, soñaba, dormía con los libros. Me desesperaba que los libros se humedecieran bajo la ducha, único lugar donde no podía leer. ¡Cuántas veces me fui a la escuela sin calzado, porque el libro en el que estaba sumergido era demasiado apasionante! Me hubiera gustado ser un libro para leerme a mí mismo...
Cuando se trataba de hacerme un regalo, mis padres se sentían a la vez aliviados y torturados... El regalo debía ser un libro, pero ¿cuál? Mis padres sabían que yo vivía a través de ellos (¿habrán pensado alguna vez que los libros vivían a través de mí?). Y, por eso, la mínima decepción intelectual respecto del contenido de la obra se reflejaba en mi rostro como un reproche silencioso.
Una noche, cuando algo en mi conciencia dormía, vi o soñé un libro de cristal. Cada página contenía caracteres que parecían vivientes, que vibraban casi al ritmo de mi corazón. A medida que leía y me apasionaba, el libro se hacía cada vez más transparente. Era como si cada lectura le diera vida a una palabra y que ésta volara, libre, de la prisión del libro.
En cierta página del libro leí: “Atención, tú me lees y me das vida; contengo una frase que domina el tiempo y el espacio. Si una vez más das vuelta la página para violar los secretos que aprisiono, tu espacio y tu tiempo cambiarán. Cambiarás de mundo. Serás el único ser humano