Cómo aprender a aprender. Eric Barone
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En años-conciencia reflexioné, y el fruto de esas reflexiones las encontrarás más adelante, en este libro.
La práctica, larga y detallada, te la describiré en numerosas páginas, pero la teoría puedo explicártela en un momento.
Cuando vives normalmente, cuando me lees en este momento, estás en un cierto estado de conciencia. Lees lo que te he escrito pero no puedes evitar percibir el ruido de una puerta que se cierra, el canto de un pájaro, el calzado que te aprieta, el movimiento de tu silla. Puedes también recordar lo que hiciste ayer.
Si decides hacer dormir todo lo que no te sirve cuando lees (por ejemplo tus piernas, tu cuerpo), cambias de nivel de conciencia; podrás hacer funcionar mejor tu energía en la única parte de tu cerebro que trabaja. Evidentemente si aprendes una lengua extranjera, tu audición es la que funciona. Si aprendes un razonamiento matemático, será la zona lógica de tu cerebro la que actúe. ¡Esto me pareció tan claro! Cuando cambiamos nuestro nivel de conciencia, nuestro cerebro hace aparecer nuevas posibilidades, como por ejemplo, una concentración mayor y por lo tanto más útil. Y el sueño, ¿no es también un estado de conciencia? ¿Sábes cuántos descubrimientos que cambiaron a la humanidad fueron hechos durante el sueño? Por ejemplo, Niels Bohr soñó la estructura del átomo. Y el descubrimiento del radar, que salvó a Inglaterra y al mundo de la invasión alemana, ¿no apareció en los sueños de un ingeniero inglés? ¡Cuántos grandes autores y científicos han admitido que fue en un estado de semivigilia que las intuiciones los llevaron a sus descubrimientos! Es como si la conciencia rechazara las creaciones que el inconsciente trata desesperadamente de comunicar. Es por eso que cambiar de conciencia es cambiar de cerebro. ¿Y es esto suficiente para recordar? Evidentemente no. Es necesario comprender “qué es recordar”.
Un día caminaba por mi alfombra bordó, llevando una taza de café en una mano, mientras que, con la otra, lo revolvía con una cucharita. Al mismo tiempo iba dictando, en voz alta, una carta imaginaria a un marciano, carta con la que intentaba reírme de mi propia situación. No recuerdo por qué motivo miré la taza y tomé conciencia de que no era con una cuchara que estaba revolviendo el café sino ¡con mi lapicera! Eso me cortó la voz. En el momento de reírme de mí mismo, en pleno ataque de risa, (¿no es un estado de conciencia la risa? o ¿una ruptura del estado de conciencia?) se me ocurrió que dos cerebros habían funcionado a la vez para permitir este acto absurdo. Parecía que un cerebro había inventado una carta a un marciano y la dictaba en voz alta, mientras que otro había movido automáticamente una supuesta cucharita, en una taza de café. En el paso siguiente me dije: “Hola, amigo. ¿Tu conciencia es verdaderamente capaz de hacer dos cosas a la vez, al mismo tiempo? En realidad, puedes alternar tu conciencia, pensar doscientas cosas distintas sucesivamente y creer que son simultáneas”. No, la conciencia es indivisible; es otro tipo de conciencia la que movía la cuchara.
¿Sé cómo girar una cucharita o no? Es un acto que debí aprender hace tiempo, que ha sido consciente como lo ha sido también la carta al marciano.
El cerebro tiene, pues, una extraña propiedad: aprender conscientemente alguna información y después dejarla caer en una memoria tan profunda, que es automática. Y este conocimiento, este acto, no va a necesitar más que la conciencia intervenga para poder reproducirlo. ¡Qué alegría! ¡Mi cerebro casi explotó de placer! Acababa de descubrir una clave esencial para mi propio aprendizaje: la noción de automatismo. La inquietud del científico me turbó al instante. ¿Cómo vas a develar si este conocimiento es automático o no? Estaba tan preocupado por el problema que, sin darme cuenta, continuaba revolviendo el café con la lapicera... Estaba inventando conscientemente la carta al marciano, pero, como la conciencia es indivisible, dejé de hacerla cuando miré mi taza de café. En ese instante, transferí mi conciencia al acto que estaba realizando. En consecuencia, compruebo la existencia del automatismo cada vez que cambio el nivel de mi conciencia atendiendo a algo difícil, como hablar, mientras lo automatizado se hace solo.
Como siempre me he creído un científico, quise verificar esto. Tomé mi máquina de escribir y empecé a copiar un texto en alemán, lengua que todavía no he aprendido a leer. Escribí sin comprender. Decidí sacar mi conciencia de ese acto para transferirla a un cálculo complicado: Cien menos cuatro más tres igual noventa y nueve, menos cuatro más tres, y así seguí. Yo contaba correctamente, pero, cada vez que me encontraba con el signo “igual”, necesitaba parar de contar para pensar en la tecla que debía apretar. Llegué a la conclusión de que todo el teclado de mi máquina de escribir menos este signo estaba automatizado. Escribí sobre una hoja de papel: Aprender es Automatizar.
Y la orientación de mi búsqueda fue: cómo hacer para automatizar lo que quiero aprender. Es un problema tan amplio que te lo he escrito en otro capítulo. ¿Sabes que cuando un conocimiento no está automatizado, tiene trece inconvenientes que van apareciendo y, en el caso contrario, conlleva trece ventajas?
Me transformé en un cazador de automatismos.
¿Cuándo aparece este extraño animal? Una noche estuve repitiendo la lista de proposiciones de Euclides de memoria para verificar el automatismo, mientras que, con mi mano izquierda, dibujaba en el espacio un cubo de tres dimensiones para bloquear mi conciencia. Euclides hubiera estado satisfecho con su alumno, pero mi último profesor de geometría no. En efecto, a menos que estuviera buscando la cuadratura del círculo, era asombrosa la cantidad de curvas que tenían los ángulos rectos y cada error se correspondía, evidentemente, con los mismos pasajes de Euclides en cada repetición. Ciertamente, la prueba de recordar y recitar me indicaba que yo sabía. Un profesor tradicional hubiera quedado conforme, pero un profesor de automatismos nunca. Este último me hubiese demostrado que, cuando recito una proposición de Euclides, no automatizada, no puedo conseguir liberar completamente mi conciencia de mis acciones musculares. ¿Cuál es entonces la consecuencia? Verás mis ángulos metamorfosearse en graciosas líneas curvas. Me hubiese sido útil tener claro, además, que “Automatizar es aprender más allá de aprender. El saber superficial se puede percibir, pero el automatismo invisible debe descubrirse”.
Disgustado por la poca colaboración de mi memoria, que poco reconocía los esfuerzos que yo hacía para satisfacerla, decidí dormir. Después de pasar una noche-conciencia, me desperté tranquilo e irónico respecto de mi memoria y decidí probar una vez más a Euclides (perdón: a mi memoria de Euclides).
Si un lector con problemas cardíacos hubiese oído mi grito en esos momentos ¡yo habría tenido la responsabilidad de una muerte intelectual más en mi conciencia! Has adivinado: el cubo era perfecto y Euclides, satisfecho. En una noche de sueño yo lo había automatizado completamente sin volver a trabajarlo. Deduje que no es la cantidad de trabajo la que provoca la memoria, sino solamente la organización del trabajo en relación con el sueño, y que algo en éste transformaba lo no automatizado en una grabación definitiva e indeleble en las hojas de la memoria.
El investigador más torpe, lanzado sobre esa pista, hubiera dado sólo el paso siguiente: ¿Cuáles son las condiciones para obligar al sueño a trabajar más eficazmente y reducir el tiempo de memorización? Hubiese descubierto -lo mismo que yo gracias a los ensayos que hice- que cuanto más concentrada está la conciencia en el momento del estudio, tanto más disminuye el ciclo diario de trabajo alternado con sueño. Por eso, la lista de palabras extranjeras que tanto trabajo me había costado memorizar en diez días, se automatizaba ahora en tres, sólo porque aumentaba intensamente mi concentración en el momento de estudiarla.
Tenía a la vez una gran velocidad de memorización más una gran virtud: sabía distinguir una palabra en la memoria superficial, destinada