Cómo aprender a aprender. Eric Barone
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No sabría decir cuántos micro segundos tardé en leer “la palabra del tiempo”. Pero nunca en mi vida volví a dar vuelta una página tan velozmente. Y ahora ya comprendo dónde estoy.
Mi lugar de trabajo es una gran biblioteca, como una de esas bibliotecas antiguas. Debo subir una pequeña escalera caracol de madera tallada para llegar al balcón que rodea la habitación. Desde el suelo hasta el cielorraso, extendiéndose hacia lo alto, hay estantes y estantes de libros, y cada uno contiene una vida pronta a nacer. Sólo es necesario que se investigue a conciencia para darle vida.
Me siento en un cómodo sillón. Sus brazos y su respaldo de terciopelo rojo me permiten leer confortablemente. Mi escritorio es fantástico. Es de madera tallada, con miles de personajes. Cada vez que duermo un poco, me parece ver que los personajes han cambiado de lugar. Es un escritorio casi maravilloso, porque cada vez que abro un cajón, a la izquierda, encuentro la bebida que quiero cómo y cuándo la quiero y un cajón a la derecha me da las comidas, cómo y cuándo las quiero, excepto la tarta de manzanas.
Un gran fuego en una gran chimenea me permite pensar y quemar toda inquietud. No hay teléfono, televisión, radio, faro.
Ninguna ruta llega hasta esta extraña casa. Está separada del mar por un espeso bosque, por grutas, en los que nunca encontré ningún insecto, ni un animal. Esta casa parece haber sido puesta directamente sobre esta isla.
No se oye aquí ruido alguno, salvo el viento, a veces. Hasta la luna y el sol son extraños. Es cierto que son del mismo color que en el planeta del que vengo, pero aquí la luna aparece cuando tengo sueño y el sol sale cuando me despierto. He perdido la noción del tiempo porque no hay aquí ninguna clase de relojes. En un día que creemos de veinticuatro horas, tengo la impresión de que el sol y la luna aparecen y se ocultan muchas veces, según me duerma o me despierte. Traté de hacer un reloj de arena con dos botellas unidas por el cuello y separadas por un papel agujereado. La arena de esta playa es perfecta para esto, (es una playa sin peces ni conchillas...) pero el reloj no marca el tiempo, porque la arena no se desliza, o se desliza a la inversa, o todo pasa de golpe de una botella a la otra o, al contrario, cae grano a grano. Así llegué a admitir que estoy perdido en la eternidad.
Entonces empecé a leer.
Estuve leyendo, semanas, meses o años; ¿quién lo sabe? El tiempo pasa sin detenerse... Una sola vez me sentí mal. No, no era ni ansiedad ni melancolía por mi familia; sabía que volvería a verla cuando hubiese descifrado el enigma.
A medida que leía en un desorden increíble, tuve la impresión de una gran mentira. Leía centenares de libros que hablaban acerca de la energía, los mundos invisibles, las fuerzas que nos rodean, la influencia de los planetas, cómo el hombre y el planeta están recorridos por meridianos de acupuntura, cómo las energías de las estrellas influían sobre el código genético, cómo las energías se reflejaban y concentraban en las formas y volúmenes.
Por otra parte, leí también centenares y millones de libros que se decían científicos. En ellos busqué explicaciones, referencias, sobre aquéllos que hablaban de energía. Pero no había nada. Leí sobre la energía atómica, la energía eléctrica, los rayos X, los haces hertzianos, el láser. Pero ninguna referencia a esas otras energías casi inteligentes, que hormigueaban en los textos que había leído.
Mi mal se agravaba y me sentía próximo a un gran desequilibrio. Me preguntaba: Si una parte de la humanidad miente, ¿cuál es? ¿Los científicos o los otros? ¿Quién tiene razón? ¿Tengo que quemar los libros que no son científicos? ¿Puede ser que tantos seres supuestamente inteligentes, respetados en su época, se hayan puesto de acuerdo para enredar a la humanidad en realidades imaginarias? No. Debía haber una verdad para descubrir.
Dormía cada vez más, como una manera de intentar escapar de esa realidad que me angustiaba. En un sueño vi el número de un libro, en una parte de la biblioteca en la que no había estado jamás. Me desperté sobresaltado, mientras el sol aparecía en un cielo nublado y me precipité, tirando casi la pila de libros que acababa de leer. Y, en una suerte de locura volví a mi cuarto y empecé a leerlo, allí mismo, sentado en la alfombra bordó y apoyado en el balcón.
Este libro resumía la teoría de Augusto Comte, una teoría llamada determinismo. Simple y evidente. Cuando se dan las condiciones ABCD se sigue necesariamente la consecuencia E. Lo traduje en hechos concretos. Si tu auto tiene el motor en perfecto estado, el tanque de nafta lleno, la batería funciona y haces los gestos exactos y necesarios, el coche arranca. Esto se llama determinismo y sin él, no habría coche, ni motor, ni ser humano que lo hiciese arrancar, y mucho menos una sociedad que penalizara su uso.
Si un óvulo fecundado por un espermatozoide no diera un embrión, si una manzana lanzada al aire decidiera continuar subiendo en lugar de caer, si los rayos del sol fueran fríos en lugar de calientes, ¿qué existiría, o qué es lo que no existiría? Sabes... esta teoría tan simple fue un alivio indecible. Reencontré en seguida mi entusiasmo por el estudio: la contradicción que me aterrorizaba no existía más.
Es posible que las condiciones que determinan un fenómeno no lleguen a ser descubiertas... pero ¿impediría eso que el fenómeno dejara de producirse? Evidentemente no. ¿Quién puede pretender explicar todo el funcionamiento del cerebro? Y el hecho de que no pueda hacerse, ¿evita que el cerebro funcione?
Había mucha hipocresía en todos esos libros científicos. Pretendían pertenecer al mundo de la ciencia, en el que todas las condiciones son conocidas y pueden ser reproducidas. ¡Hipócritas! La humanidad va avanzando a partir de fenómenos inexplicables. El vapor fue utilizado antes de que la teoría molecular pudiese explicar la causa de sus propiedades. Y, ¿qué decir de la electricidad?
Después de este descubrimiento, decidí que podía admitir los fenómenos ya comprobados aún si no son explicables, sabiendo que un determinismo invisible los dirigía. Se ha comprobado que la pirámide puede momificar la materia orgánica; todos los científicos pueden reproducirlo en el laboratorio, pero ninguno puede explicar por qué. Admito el fenómeno, porque evidentemente hay un determinismo que le permite existir, pero ignoro cuáles son las realidades que lo producen. Por lo tanto, no tengo el derecho de negar el fenómeno de la momificación sólo porque no puedo explicarlo.
Años o siglos más tarde tuve la impresión de estar girando en círculos: leía, pero no comprendía nada. Evidentemente me faltaban las bases, los fundamentos, y era mi memoria la que debía proporcionármelos. Yo debía recordar más y mejor que lo que lo hacía; de otra manera, entraría en laberintos cada vez más complicados en los que las cosas serían cada vez más incomprensibles.
Empecé a tomar notas y a tratar de clasificarlas. Inventé un sistema de tarjetas perforadas que podía seleccionar rápidamente con una aguja de tejer... Al final tiré todo al fuego, porque evidentemente cuanto más complicado era el sistema, más me reaseguraba. Pero