Un novio en el mar. Debbie Macomber
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Shana ya no volvió a verla hasta la mañana siguiente. Al parecer, los niños de su edad valoraban especialmente su intimidad. Lección aprendida.
—Debe de ser aquí —dijo Shana, señalando una puerta con un cartel que ponía Oficina.
Jazmine murmuró algo ininteligible y dejó la mochila en el suelo. Su tía no podía imaginar qué llevaba en aquella monstruosidad, pero todo indicaba que debía de ser algo tan fundamental como el contenido de su propio bolso.
—Estaba pensando que quizá quieras esperar un poco antes de matricularte… Quiero decir que… tampoco es necesario hacerlo ahora mismo… —balbuceó.
Estaba terriblemente preocupada. Los alumnos que antes habían visto en el pasillo no parecían particularmente amigables. Jazmine sólo tenía nueve años, y su madre iba a pasar medio año en el mar… Quizá debería contratar a un profesor particular o…
—Estaré perfectamente. No soy una cría, ¿sabes?
Entonces… ¿los niños de nueve años ya no eran unos críos? Shana prefirió dejar pasar el comentario.
Matricular a Jazmine resultó sorprendentemente fácil: no tuvo más que rellenar un par de formularios y entregar una copia de los documentos de la tutela. Una profesora se encargó de acompañar a Jazmine a una clase. Shana la observó marcharse, reprimiendo el impulso de seguirla como un perro faldero.
—¿Es su primera vez como tutora? —le preguntó la secretaria del colegio.
—Sí. Jazmine lo ha pasado muy mal —prefirió no contarle lo de la muerte de Peter y el hecho de que Ali estaba embarcada. Instintivamente pensó que cuanta menos gente supiera todas esas cosas, mejor sería para la niña.
—Se adaptará bien.
—Eso espero —pero Shana no estaba tan segura. Sólo quedaban unas pocas semanas para que terminara el año escolar. Justo cuando Jazmine empezara a adaptarse, comenzarían las vacaciones. ¿Y qué haría entonces Shana con ella? Ésa era una pregunta para la que no tenía respuesta. Por el momento.
Reacia, subió al coche y condujo hasta la pizzería-heladería Olsen. Había pensado en cambiarle el nombre, pero el local llevaba cerca de treinta años llamándose así. En esas circunstancias un nombre nuevo habría significado una desventaja, de modo que había decidido conservarlo de manera provisional.
La jornada transcurrió apaciblemente después de la visita al colegio. La preparación de Shana a cargo de los Olsen había terminado. El matrimonio le había insistido en que el secreto de sus pizzas era la salsa de tomate, hecha con una receta especial que había permanecido secreta durante treinta años… Sólo cuando hubo firmado las escrituras de traspaso había recibido Shana la famosa receta, que a primera vista no era nada espectacular. De hecho, su madre solía preparar una muy parecida para sus espaguetis…
En el local había una enorme máquina mezcladora. Siguiendo el ejemplo de los Olsen, lo primero que hacía cada mañana al entrar en la tienda era preparar la masa, que luego guardaba en el frigorífico, a la espera de los pedidos del día. El restaurante abría a las once. La cantidad de masa que pudiera necesitar era un completo misterio, no había forma de preverlo: el mayor temor de Shana era quedarse corta. Como resultado, a veces preparaba demasiada. Pero estaba aprendiendo.
El bullicio era constante: gente que entraba para esperar el ferry, estudiantes de instituto, jubilados, turistas… Shana pensaba contratar pronto a un trabajador a tiempo parcial. Otra idea que tenía era la de introducir una sopa en el menú.
Se puso alerta al ver aparecer de repente un autobús escolar. Jazmine bajó, ceñuda como siempre, y entró en el local. Sin pronunciar una palabra, se sentó a una de las mesas.
—¿Y bien? —le preguntó Shana, incapaz de disimular su nerviosismo—. ¿Qué tal ha ido?
Jazmine se encogió de hombros.
—¿Has aprendido algo interesante?
La niña se limitó a negar con la cabeza.
—¿Has hecho algún amigo?
—No —esa vez la fulminó con la mirada.
Era una manera enfática de decirle que las cosas no habían ido bien.
—Entiendo —suspiró—. ¿Tienes hambre? Puedo hacerte una pizza.
—No, gracias.
La campanilla de la puerta anunció la entrada de una clienta, que se dirigió directamente al mostrador de los helados. Shana fue hacia allí y esperó pacientemente a que la mujer eligiera sabor. Mientras le entregaba el cucurucho de menta con chocolate, se dio cuenta de que algo había pasado con Jazmine: la notaba diferente. Sólo cuando la mujer se hubo marchado, descubrió lo que era.
—Jazz… ¿dónde está tu mochila?
La niña no contestó.
—¿Te la has olvidado en el cole? Podemos volver para recogerla, si quieres —eso no sería hasta las seis, la hora de cierre del local, pero no se lo dijo.
Jazmine frunció el ceño con una expresión todavía más feroz. Hasta ese momento, Shana no había imaginado la cantidad de furia y odio que podía expresar una niña de nueve años con una simple mirada. Una furia y un odio que parecían concentrarse únicamente en su tía.
Evidentemente alguien le había quitado la mochila. No le extrañaba que estuviera de tan mal humor.
Sintiéndose triste e impotente, Shana se sentó al lado de su sobrina. Durante un buen rato no dijo nada. Luego le apretó suavemente la mano.
—Lo siento.
Jazmine se encogió de hombros como si no fuera un problema grave, pero lo era, y Shana no sabía qué hacer. Decidió hablar a la mañana siguiente con el director, sin que ella se enterara. Suponía que le habrían robado la mochila en el autobús o en el recreo.
—¿Puedo usar el teléfono? —le preguntó Jazmine.
—Claro.
Al menos se lo agradeció con una leve sonrisa. Aquello pareció animarla.
—Voy a telefonear al tío Adam. Él sabrá lo que hay que hacer.
Ese tío Adam parecía tener todas las respuestas… Ni siquiera lo conocía y ya le caía mal. Nadie podía ser tan perfecto.
El lunes a primera hora de la tarde Adam Kennedy abrió la puerta de su apartamento, en los alrededores de la base naval Everett, contento de regresar a casa. Le habían dado el alta del hospital naval, donde acababan de operarlo. El hombro le dolía y todavía estaba algo mareado, hasta el punto de que tuvo que apoyarse en la pared. Estaría completamente recuperado en un par de días.
El apartamento se hallaba a oscuras, con las persianas bajadas. Carecía de la energía necesaria para cruzar la habitación y subirlas.
Habría sido distinto si hubiera tenido una esposa, alguien que hubiera podido cuidarlo mientras se encontraba tan débil. No era la primera vez que pensaba esas cosas. Nunca había pretendido convertirse