Política y memoria. Virginia Martínez

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emergencia de nuevos aparatos estatales (legales y clandestinos) especializados en la represión y con su secuela de víctimas, tuvieron lugar en la etapa pre-golpe de Estado y pre-dictadura, bajo la vigencia aún del Estado de derecho y autorizadas por el Parlamento y la mayoría de los representantes de los partidos políticos tradicionales.

      Por eso mismo, si bien todo golpe de Estado representa un quiebre del ordenamiento constitucional-legal y democrático precedentes, la reconstrucción de ese proceso también verifica la continuidad, no solamente del titular del Poder Ejecutivo: el presidente como dictador, sino de ciertas lógicas institucionales autoritarias, leyes de excepción, alianzas conservadoras entre civiles y militares, organismos represivos paraestatales y la emergencia de órganos de coparticipación en el poder estatal, originados previamente en democracia y continuados luego bajo dictadura.

      Precisamente, como el bloque de poder y la naturaleza de la dictadura no se configuran inmediatamente a partir del mismo momento del golpe de Estado sino que tienen sus antecedentes en las etapas institucionales previas, en el proceso de crisis del Estado de derecho y la democracia (sobre todo en la etapa final de dicha crisis, entre 1968 y 1973), importa establecer la relación que se fue conformando entre las esferas: política y militar y entre los sujetos: políticos (civiles) y militares en dicha etapa pre-dictadura. Ello es importante no solamente para establecer cómo se consolidó institucionalmente dicha relación en las circunstancias del golpe de Estado y las distintas etapas por las que transitó la dictadura en nuestro país sino, también, para establecer cómo fue cambiando el régimen democrático y el Estado de derecho en sentido autoritario antes del golpe, frente a la crisis y el permanente estado de excepción. Si el primer enfoque contribuye a caracterizar la especificidad de la dictadura uruguaya (1973-1985), el segundo enfoque —complementario del anterior— ayuda a establecer la relación contradictoria que entablaron: democracia y autoritarismo en la etapa de transición de uno a otro régimen político-estatal (1968-1973).

      Por eso mismo, desde el punto de vista teórico, democracia y autoritarismo no pueden ser analizados como dos regímenes antagónicos sino a partir de la relación contradictoria y en permanente tensión que entablan.

      En el caso uruguayo se puede considerar la dictadura que reemplaza a la democracia, a fines de junio de 1973, como un régimen internamente impuesto. Robert Dahl, refiriéndose a los sucesos en nuestro país, señaló que se trató de “un sistema democrático de relativa larga duración reemplazado por un régimen autoritario internamente impuesto”.[10] Este carácter interno, a nuestro entender, refiere estrictamente a la crisis de la democracia y del Estado de derecho, que se procesa gradualmente hasta su desenlace golpista.

      En tal sentido, hemos denominado dicho proceso de crisis nacional, parafraseando a Norberto Bobbio, como “camino democrático a la dictadura”,[11] por ser la formulación que, a nuestro entender, mejor resume esa relación compleja y contradictoria entre democracia y autoritarismo que experimentamos los uruguayos entre 1967 y 1973, antes del golpe, queriendo resaltar así los aspectos de continuidad entre uno y otro régimen, más allá del carácter rupturista y el antagonismo que representa todo golpe de Estado y dictadura con relación a la democracia.

      La especificidad de nuestro proceso —que también marcará posteriormente buena parte de la naturaleza del régimen dictatorial y bloque de poder emergentes— consiste, precisamente, en el avance de una praxis estatal autoritaria en el marco de un régimen republicano-democrático de gobierno, que no tiene por resultado la superación de la crisis institucional mediante la consolidación de la democracia, sino todo lo contrario: la quiebra definitiva del orden democrático y la imposición de la dictadura por cerca de doce años en el país.

      Durante el periodo 1967-1973, los gobiernos de los presidentes constitucionales Jorge Pacheco Areco (diciembre 1967-marzo 1972) y Juan María Bordaberry (marzo 1972-junio 1973, antes de convertirse en dictador) actuaron la mayor parte del tiempo como gobiernos de crisis o gobiernos bajo decreto. Esto quiere decir que, ante una situación concreta, caracterizada como de excepción por el propio Estado de derecho, ampliaron las atribuciones extraordinarias del poder gubernamental mediante la aplicación permanente de medidas prontas de seguridad[12] previstas por la propia Constitución y ratificadas por el Parlamento a los efectos de ampliar los poderes decisorios y punitivos del Estado.

      En síntesis, la consolidación de relaciones autoritarias de poder estatal en el Uruguay democrático (1968-1973) transcurrió gradualmente por la vía de la institucionalización permanente de Medidas Prontas de Seguridad y la utilización recurrente del instituto del Decreto por parte de los gobiernos de crisis (Pacheco-Bordaberry). Cuando el golpe finalmente se ejecutó, el 27 de junio de 1973, el Estado uruguayo y sus autoridades civiles y militares ya tenían una institucionalidad estatal y una praxis autoritaria sedimentadas durante casi seis años (1968-1973), incluida la asociación entre civiles que gobernaban bajo decreto y medidas prontas de seguridad y militares que actuaban por decretos y órdenes para asegurar la “integridad del Estado”, en cumplimiento de las funciones comisariales que les asignó el poder político democrático en el marco de la autodeclarada “guerra interna” por el Estado uruguayo. El nuevo Estado-dictadura, desde junio de 1973, se asentó en la conservación de parte de esas estructuras de poder tradicionales y en la aplicación de la legislación de excepción aprobada por gobiernos electos y por parlamentos legítimamente constituidos.

      El gradual proceso de brutalización de la política e imposición del autoritarismo en el Uruguay, entre 1968 y 1973, estuvo también caracterizado por la paulatina irrupción de las Fuerzas Armadas en el escenario público y luego por su intervencionismo político abierto. En un primer momento (1968-1972), actuando legalmente como instrumento del Poder Ejecutivo y cumpliendo órdenes de los gobernantes y parlamentarios (civiles) en su función de guardianes del orden estatal ante la conflictividad sindical y acciones de la guerrilla (la fase comisarial propiamente dicha de las Fuerzas Armadas); en un segundo momento (1972-1973), ya como actor político-militar abierto, desde su caracterización como “fuerzas beligerantes en todo el territorio nacional”, su pronunciamiento político-programático a través de los Comunicados 4 y 7 y su co-participación institucional en las decisiones de gobierno a partir de la constitución e integración del Consejo de Seguridad Nacional (cosena) tras la crisis de febrero de 1973, hasta su asociación ilegal al poder político para ejecutar el golpe de Estado, en junio de 1973, “poniendo el procedimiento técnico militar al servicio de la política interna del Estado”,[13] en un tercer momento (fines de 1975-1979), inaugurando la fase fundacional y terrorista de la dictadura uruguaya, su intento de consolidación institucional del régimen (actos institucionales, proyecto de reforma de la Constitución) con el abierto carácter represivo y clandestino tanto en el país como en la coordinación represiva en la región, sobre todo en Argentina, y el “ Plan Cóndor”; finalmente, un cuarto momento (fines de 1980-1984), una fase pretoriana y de transición tras la derrota de su iniciativa plebiscitaria con el objetivo de constitucionalizar el régimen autoritario e inaugurar una nueva etapa de democracia tutelada. Asumiendo directamente la presidencia de facto un Oficial Superior de las Fuerzas Armadas a la par de iniciar un proceso de negociaciones y acuerdos con los sectores de los partidos políticos autorizados y su iniciativa en torno al cumplimiento de un cronograma político, elecciones internas a los sectores autorizados por el régimen y elecciones nacionales con proscripciones en la etapa de transición a la democracia.

      Un proceso paralelo a ese activismo de los militares en la vida política nacional se constata en la creación de nuevos órganos autorizados por la legislación y tras decisiones de las mayorías parlamentarias y del Poder Ejecutivo, organismos que comienzan a configurar una nueva institucionalidad militarizada (incluida la justicia penal), caracterizada por una mixtura de aparatos propios del Estado de derecho, de jerarquías burocrático-militares y de estructuras político-legales a cargo de funcionarios civiles, tanto a nivel nacional como departamental.

      Este gradual proceso de militarización del aparato de Estado y de politización de las Fuerzas Armadas fue acompañado por la necesaria autonomización operativa en la lucha

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