Política y memoria. Virginia Martínez
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No obstante, Estados Unidos se oponía tanto a un golpe de Estado como a una abierta intervención de Brasil en Uruguay.[21] No quería una ruptura constitucional porque consideraba que se trataba de un país con prestigio democrático en una región con déficit en la materia, y consideraba que la crisis no era para tanto.[22] Por las mismas razones tampoco aprobaba una visible intervención brasileña. La situación quedó así encuadrada en el contexto interno de conflicto político-social y estancamiento económico hasta que, a fines de los años sesenta, se inició un periodo de gobierno muy autoritario para los patrones uruguayos. Se trata de la presidencia de Jorge Pacheco Areco (1967-1972)[23] quien, secundado por sus colaboradores e invocando medidas de urgencia supuestamente autorizadas por la Constitución, emitió un conjunto de decretos que le permitieron desempeñarse, cuando así lo creyó conveniente, al margen del Parlamento y de la misma Constitución, pero no sin que el grueso de los legisladores, en un ambiguo juego de omisión-cooperación-oposición, le tolerara este espacio de maniobra que aceleraría a la postre la ruina del mismo legislativo y de los partidos a él asociados. Mas entre tanto y hasta 1973, seguían funcionando —bien que con muchas restricciones, censura y clausuras— la prensa crítica, los sindicatos y los partidos de oposición. El principal móvil de este gobierno y la causa inicial de sus medidas era poner en marcha el programa de restructuración de la economía, que el Parlamento hasta entonces no le concediera, y acotar el movimiento sindical. Pero lo que logró en primer lugar fue incrementar la movilización de los sindicatos y del muy combativo movimiento estudiantil. A siete meses de iniciado el gobierno de Pacheco Areco, la edición ya citada de The Economist anotaba que “La aparición últimamente, con creciente insistencia, de un elemento de violencia en las manifestaciones callejeras hace suponer que se va agudizando la insatisfacción hasta amenazar con tornarse en rebelión”.[24]
Nuevos actores
Es en este ambiente de mayor virulencia política (oficial o de protesta) que se desarrolla el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (mln o mln-t), una guerrilla urbana inspirada en la revolución cubana, que existía desde inicios de los años sesenta como pequeña organización, pero que se expandió notablemente a raíz de la represión gubernamental, nutriéndose muy especialmente (aunque no solo) del movimiento estudiantil. La izquierda, en aumento por la adhesión de jóvenes y adultos desengañados de los partidos tradicionales, sufre una bifurcación, insinuada previamente, pero que se profundiza. La mayor parte de la izquierda forma entre 1970 y 1971 lo que se llamará Frente Amplio, inspirado en su concepción y programa por la Unidad Popular de Chile, que propone una línea gradualista de superación del capitalismo por medio de mecanismos constitucionales y de movilización de masas.[25] Por otro lado, sigue creciendo el mln-Tupamaros, que no obstante adherir desde la clandestinidad al Frente Amplio, continuará con su política muy distinta de confrontación armada.[26]
Tras las discutidas elecciones de 1971 —en las que se sabe hubo alguna injerencia no especificada de Estados Unidos y Brasil—,[27] cambiará la cabeza del gobierno, pero el nuevo presidente Juan María Bordaberry (1972-1976) será de similar orientación al anterior, aunque notoriamente más débil en capacidades y apoyo político, lo que coincidirá con un choque aún más encarnizado entre gobierno y Tupamaros. Esto se debía a la directiva que había elegido el movimiento guerrillero, pero también convenía al Ejecutivo, que pudo lograr la aprobación de lo que llamó “estado de guerra interno”, otra innovación por fuera de la Constitución que le concedió un Parlamento atemorizado, admitiendo quitar toda traba a la acción represiva de las Fuerzas Armadas y trasladando los expedientes por “sedición” (término usado con amplitud) a la Justicia Militar. Se provocó así un fenómeno totalmente nuevo en el Uruguay del siglo xx, que fue el protagonismo militar. A diferencia de la mayor parte de América Latina, el país no había sufrido en ese lapso intervenciones castrenses y había un fuerte consenso en cuanto a mantener a los militares fuera de la actividad política, no obstante haber ocurrido dos golpes de Estado (también encabezados por los presidentes en turno) en 1933 y 1942.
Durante 1972, los militares aplastaron en pocos meses y con holgura al mln, pero dejaron en claro que no se retirarían a los cuarteles como esperaban los políticos tradicionales que los habían respaldado, sino que permanecerían activos en aras de un pretendido saneamiento nacional con tintes mesiánicos. Se confirma así un panorama bastante clásico de crisis política: deterioro económico y administrativo, conflicto social, ruptura de consensos y normas jurídicas, violencia política con elevado fraccionamiento del sistema de partidos, e intervención militar. Por lo que esta última no debe verse solo como resultado de la ambición de algunos jefes, sino ante todo como final de la descomposición de un sistema político carente de dirección.
Golpe
Aunque los militares se movían a su aire desde el año anterior, no hubo un golpe de Estado propiamente dicho sino hasta que entraron en contradicción con el presidente Bordaberry, en febrero de 1973, obligándole a crear un Consejo de Seguridad Nacional (cosena) que, al integrar a los principales mandos castrenses dotados de toda la fuerza, los hacía gobierno de facto por encima del Consejo de Ministros.[28] En el confuso panorama político se evidenció también una bifurcación dentro de las Fuerzas Armadas —hablando simplificadamente, puesto que la información acerca de este proceso era (y en parte sigue siendo) incompleta. Una vez neutralizados los oficiales constitucionalistas, se dio la prevalencia en el alto mando de una tendencia con afinidades ideológicas fascistoides y, al mismo tiempo, de otra llamada “peruanista”, por invocar a los militares reformistas que gobernaron Perú sobre todo entre 1968 y 1975. Esta última —operada por la inteligencia militar— hizo ruido manipulando ilusiones de partidos de izquierda y sindicatos. El general que la hubiera encabezado (porque siendo militares se necesitaba de al menos un general en activo que tomara la bandera), Gregorio Álvarez —que sería presidente entre 1981 y 1985—, dejó que oficiales en rangos subordinados dialogaran sin concretar resultados con la izquierda y los trabajadores pero, quitando frecuentes rencillas por reparto de poder con sus pares, no sería distinto del conjunto en aspectos sustanciales de orden público, política económica y violación de derechos humanos.[29]
Entre febrero y junio de 1973, aprovechando estas diferencias, el presidente Bordaberry, que también era una persona con convicciones de extrema derecha, prefirió antes de que lo derrocaran aliarse con el ala más dura del ejército de tierra, yendo a una confrontación —estimulada según la circunstancia por los militares— con los políticos civiles que le habían apoyado, y por derivación, con la mayoría del Parlamento, que desautorizó (por ajustados votos) al Ejecutivo e implícita o explícitamente a las Fuerzas Armadas, precipitando la disolución del Legislativo y dando el golpe de gracia al viejo sistema político el 27 de junio de 1973. Pese a algunos grupos partidarios en especial y algunas personalidades políticas en particular que se opusieron al avance autoritario, el sistema político tradicional estaba altamente fragmentado, tanto o más embargado por el temor a la izquierda que por la amenaza de una dictadura de derecha, incapaz de lograr acuerdos duraderos, lo que determinó que no hubiera un frente cohesionado que pudiera resistir el golpe.
¿Qué proyecto tenía el nuevo régimen? Al principio no estaba claro, salvo que era de derecha. En lo económico se veía que la coyuntura era por fin buena y que el país crecería, permitiendo un aumento del salario real que contribuiría a aplacar —junto con la represión— a las organizaciones sindicales que habían sostenido una huelga general de quince días en respuesta a la dictadura (un hecho poco común en la frondosa historia de los golpes de Estado latinoamericanos).[30] Hubo alguna controversia, sin muchas posibilidades de desarrollarse, acerca de la orientación económica del régimen —dado que los militares conservadores pueden ser también estatistas—, pero ello iba contra las