Política y memoria. Virginia Martínez

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debido al triunfo de ideas reformistas y humanitarias[7] pero también porque con una población escolarizada, trabajando mayoritariamente en industria, servicios o instituciones oficiales y con buenos estándares (comparativamente hablando) de salud y seguridad social, requería un financiamiento que debía sostenerse en buena medida con el gasto público y la intervención del gobierno.

      No es menos cierto que en el correr del siglo la capacidad del Estado se vio afectada mientras la nómina burocrática se hinchaba por el clientelismo y la política electoral de los partidos tradicionales. El número de personas con empleo público o (según la época) privado y acceso a los beneficios sociales siguió aumentando, mas, debido a los problemas económicos, el pbi per cápita y la recaudación tributaria disminuyeron, afectando la calidad de los servicios públicos y de la seguridad social. Pero todo estaba relacionado: la demanda de puestos públicos, acrecida en la segunda posguerra, se explica por la escasez ocupacional en el sector privado causada por la restricción de los negocios; y la demagogia electoral era el costo de una democracia sentada sobre bases económicas frágiles.[8]

      La existencia de una legislación avanzada no es por sí sola garantía del cumplimiento de los derechos reconocidos —lo que se comprueba en el caso de grupos vulnerables como los trabajadores del campo o el servicio doméstico. Pero uno de los resultados de la modernización, el estatismo y la industrialización fue que Uruguay desarrollara sindicatos de obreros fabriles o de empleados del vasto sector terciario que además eran independientes, es decir que no estaban controlados por la fuerza política en el gobierno como sucedió con el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil o en México durante la larga hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri).[9] Estos conservaron o adquirieron en el largo plazo rasgos de politización —es decir que no se limitaban a reivindicaciones corporativas— y de lucha —como lo demuestra el temprano y sistemático uso de la huelga,[10] lo que culminó en la formación, entre 1964 y 1966, de una central única, la Convención Nacional de Trabajadores (cnt). Con anterioridad a los años cuarenta los sindicatos eran todavía —dependiendo del caso— débiles, expuestos al desempleo y la disgregación a causa del ciclo económico o del escaso desarrollo de la industria, y contrapesados por patronales intransigentes.[11] La suerte de los trabajadores dependía no solo de su organización sino también de políticas proteccionistas en el gobierno, así como de la competencia partidaria encaminada a las urnas, que obligaba incluso a fuerzas conservadoras de oposición a mostrarse sensibles frente a la cuestión social.[12] Todo esto explica que el empleo público fuera desde temprano un coto electoral, aunque también un refugio laboral.

      Con posterioridad a 1945, y en especial en los años sesenta, ocurrió lo contrario: el fortalecimiento de los sindicatos ante partidos mayoritarios fraccionados y debilitados sostuvo —o eventualmente incrementó— la posición de los trabajadores en el espectro político y su participación en la distribución de la riqueza. La conflictividad aumentó en paralelo al descenso económico, por lo que no es extraño que para algunos viniera como anillo al dedo la explicación estructural de la inflación, poniendo el acento en la “lucha salvaje” de distintos sectores sociales por un producto estancado o en disminución.[13]

      Partidos y crisis

      Con la existencia de sindicatos independientes —mayoritariamente de dirección comunista, pero también con participación de otras tendencias de izquierda—, en medio de una situación económica preocupante y con tensiones sociales previas ahora agravadas, el conflicto debía recaer por fuerza en el sistema político. Ahora bien, el sistema político uruguayo tenía sus propias características, difíciles de explicar en pocas palabras. En términos generales, se puede decir que estaba dominado por dos partidos tradicionales llamados Blanco (o también Nacional) y Colorado, que provenían del siglo xix, y que lograron sobrevivir adaptándose a la nueva competencia electoral con voto universal masculino —y a partir de la década de 1940, con voto universal femenino añadido. Estos partidos dominantes también se modernizaron, pero no supieron capear la crisis ni su impacto, perdieron capacidad de gestión y —aunque se necesitaran uno al otro en tanto copartícipes y a la vez rivales en el control de la administración pública— se saboteaban recíprocamente en el momento menos oportuno.[14] Otro dato a tomar en cuenta es que entre 1952 y 1967 Uruguay tuvo un gobierno colegiado, es decir que no tenía un único presidente, como es la norma en toda América Latina siguiendo el patrón fijado por Estados Unidos, sino un Poder Eejecutivo de nueve miembros: seis por el partido mayoritario en cada elección y tres del partido que le siguiera en votos. Por lo que se reproducía, en el seno del Poder Ejecutivo, la práctica de cooperación-competencia-sabotaje propia de la relación entre blancos y colorados, acentuando la parálisis administrativa. Por si fuera poco, ambos partidos eran dudosamente tales, como ha dicho Sartori en su texto clásico,[15] pues estaban muy fraccionados, adoleciendo de unidad programática y de dirección. No se enfrentaban a rivales fuertes en lo electoral, aunque sí, desde 1966, a una poderosa central sindical —la cnt— constantemente movilizada, con un programa muy elaborado de soluciones a la crisis que respondía al pensamiento de izquierda y bregaba idealmente por el socialismo.[16] Como se había mostrado competente en la defensa de los intereses económicos de sus agremiados, contaba con la lealtad de estos, independientemente de la ideología que profesaran en lo personal.

      Las circunstancias a mediados de los años sesenta eran graves, con el crecimiento económico bordeando el cero. Como dice Oddone París,[17] el sostenido declive económico de los países del Río de la Plata en el siglo xx reviste características únicas en el mundo, pero con la particularidad de que en Uruguay se manifestó veinte años antes que en Argentina.[18] Otras naciones de América Latina en la misma época podían sufrir severos problemas, pero todas ostentaban algún grado de crecimiento. Sin embargo, para la revista británica The Economist, en una reseña hecha en 1968, el punto nodal no era la economía:

      La reciente historia [de Uruguay] es quizás la más triste del continente […] la situación económica actual, que es la causa básica de las manifestaciones callejeras, las huelgas y el ambiente de desasosiego, es consecuencia de la parálisis gubernamental que aflige al país desde hace muchos años.

      Los orígenes de la crisis son netamente políticos; es el mecanismo político que obstaculiza las relaciones entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo que impide la actuación eficaz de este último, y que ha hecho que en 1967 el costo de vida en Montevideo se elevara en un 136% […] El conflicto ha sido presentado muchas veces como una lucha […] entre el gobierno y el sindicalismo […] un asunto de salarios entre el gobierno y el 40% de la población activa que el Estado emplea.

      La enfermedad uruguaya como lo saben muy bien los uruguayos, consiste esencialmente en el haberse acostumbrado la creciente burguesía urbana a un nivel de vida y un sistema de seguro social que la economía agropecuaria no puede soportar. […] el Poder Legislativo ha intervenido para fijar los salarios en el sector público; en muchas oportunidades ha sido para el Ejecutivo muy difícil financiar los aumentos, especialmente cuando el Legislativo se opone a la reforma tributaria.

      La falta de cooperación entre los dos poderes se deriva principalísimamente de la fragmentación de los dos grandes partidos y las diferencias de opinión entre uno y otro grupo dentro de un mismo partido. […] No existe en el Poder Legislativo la tradición de votar según las filiaciones partidarias, sino según los dictados de la conciencia, la ambición, u otro factor que nada tiene que ver con el programa económico del Ejecutivo. […] Recuérdese también que el brillante concepto del ejecutivo colegiado fracasó […] por las divisiones dentro del Consejo de Gobierno […] La experiencia de estar prácticamente sin gobierno eficaz durante 15 años…[19]

      Estas condiciones motivaron que, hacia 1965, se empezara a hablar de dos cosas: la posibilidad de un golpe de Estado o una invasión de Brasil. Esto último porque en 1964 se había instaurado en Brasil la que sería una prolongada dictadura castrense que duraría hasta 1985, y los militares de aquel país habían acrecido no solo su poder interno sino también su autoconfianza y pretensiones

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